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viernes, 2 de octubre de 2009

Respuesta a la Pregunta 50

¿Puede la Psicología contribuir a mejorar nuestra sociedad?

Psi, claro que Psi puede contribuir a mejorar nuestra sociedad. Al menos eso es lo que honestamente creo.

De hecho, puede facilitar un cambio de perspectiva sobre lo que significa ‘mejorar la sociedad’. Aunque suponga pecar de una cierta simplicidad, pienso que, desde finales del siglo diecinueve, los movimientos intelectuales que han debatido sobre el cambio y la mejora social han presentado una inclinación peculiar, un sesgo de carácter sociológico.

Se supone que es una verdad evidente, un hecho que no requiere ninguna demostración. Si queremos mejorar la sociedad, confiemos en la sociología, y, estirándonos un poco, en la Psicología social. Por descontado, la política también es una indiscutible protagonista, invitada o no, de los anhelados cambios sociales. Pero no hablaré aquí de ella (sacia que, campaña tras campaña, los partidos prometan un cambio y que ya no sorprenda que nadie hable de conservar determinadas tradiciones, de las cosas que sabemos que son buenas, bellas y verdaderas).

A mi juicio, el error fundamental de la visión sociológica es su olvido de que el cambio que preconiza implica a millones de ‘objetos con mente –así denominó al homo sapiens el gran psicólogo español Ángel Rivière. Resulta que la psicología hace tiempo que descubrió que no hay dos mentes iguales. Cierto, algunas pueden parecerse muchísimo, pero ninguna es idéntica a las demás. Por tanto, suponer que una consigna sociológica ejercerá similar efecto en distintos objetos con mente es, siendo bien pensado, ingenuo. Si fuésemos mal pensados, algo que no deseamos, diríamos que esa visión huele a totalitarismo, sea de derechas o de izquierdas.

La reciente historia del siglo XX es consistente con lo que se acaba de decir. Es igual que discutamos sobre Hitler, Mussolini, Lenin o Mao. El factor es común. Y ese factor está vinculado al supuesto de que no hay una naturaleza humana, o de que, si existe, se puede ignorar. Por fortuna, esa misma historia se ha encargado de demostrar, por los hechos, que ese factor común es menos común de lo que se piensa. De ahí la necesidad de promover cambios y más cambios, a ver si esta vez se tiene más éxito.

El totalitarismo es demasiado tentador para algunos, de ahí que sea revisado, una y otra vez, con una persistencia obsesiva. Pero esa perspectiva exige aplastar, literalmente, la identidad individual, de la que se encarga, precisamente, la psicología. Si la historia nos enseña que ese intento está abocado al fracaso, puede merecer la pena que ahora nos abramos a otras posibilidades. La psicología, al menos alguna de sus perspectivas, puede ayudar en este proceso.

Si aceptamos realmente, en lugar de asentir simplemente con un movimiento de cabeza, que las personas poseen una identidad irrepetible, entonces el sistema social en el que se pueda pensar debe considerar ese hecho como punto de partida. Nadie debería intentar aplastar mi identidad, basada en el hecho de que puedo sentirme catalán, varón y socialista. Nadie debería ignorar que puedo tener un talento especial para las matemáticas. Nadie debería tratar de que me sintiese atraído por aquello que me repugna moralmente.

La tentación irresistible que sienten los sistemas totalitarios (y sus sociedades asociadas, como cierto periodismo y determinados sistemas propagandísticos) por dictar lo que está bien y lo que está mal, o lo que se puede y no se puede pensar, es aberrante para una visión psicológica de la sociedad.

La psicología puede ayudarnos a que comprendamos que hay personas buenas y malas, que la moralidad no está igualmente distribuida en la población, que detrás de alguien que dice que está preocupadísimo por el bienestar común hay un egoísta consumado, que un individuo puede usar un micrófono para recabar fondos para los niños del tercer mundo e irse seguidamente a gastar 500 euros en una opípara cena para celebrarlo, o que un líder político busca satisfacer a sus presuntos votantes para preservarse en el poder en lugar de actuar como sabe que debería.

La gente quiere un cambio. Y lo seguirá deseando hasta que, como sociedad, no seamos capaces de aceptar que esa gente existe realmente, que son de carne y hueso, y que son, literalmente, ‘individuos’. La sociedad está compuesta por grupos humanos, pero, a fin de cuentas, los grupos están formados por individuos. Suponer que esos grupos y la sociedad poseen su propia dinámica, sus propias reglas, puede ser suponer demasiado. Ir a la raíz de la sociedad para promover un cambio cabal conlleva, necesariamente, mirarle a los ojos a los individuos. Ahí reside nuestra humanidad. Ellos son el reflejo del alma. Un alma que quizá no poseamos, pero imaginar que mora en nosotros puede contribuir a revestirnos de una moralidad que la sociedad actual parece haber perdido.

jueves, 1 de octubre de 2009

Respuesta a la Pregunta 49

¿Por qué no se enseña Psicología en las escuelas?

No lo sé, la verdad. Se enseñan muchas cosas, pero no Psicología.

Los chavales aprenden a usar su idioma, correctamente, en la asignatura de lengua española, y un segundo idioma –ahora inglés—en lengua extranjera. Razonan a través del lenguaje universal de las matemáticas. Conocen su medio en materias como ciencias naturales. Hacen deporte en gimnasia. No sé muy bien qué se enseña en ciencias sociales y no es desidia por mi parte.

Los responsables del Ministerio de Educación trabajan en los llamados diseños curriculares, y, personalmente, me consta que hacen un verdadero esfuerzo para que el resultado sea coherente y relevante para la formación de nuestros chicos. Eso si, se olvidan, a menudo, de que el mejor de los guiones puede naufragar por unos actores que no están a la altura o por un director que está pensando en otra cosa en pleno rodaje.

El caso es que, salvo como asignatura optativa en enseñanza secundaria, y solamente en algunos centros, no existe una materia de Psicología en las escuelas. Los responsables del diseño educativo se olvidaron de la declaración de Jorge Luis Borges, sabia para algunos de sus lectores, sobre un planeta imaginario:

No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la Psicología.
Las otras están subordinadas a ella.
He dicho que los hombres de este planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio, si no de modo sucesivo en el tiempo


Es difícil encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta de por qué se enseña a hablar o calcular, la estructura de la célula, los planetas del sistema solar, los ríos del continente americano o la diferencia entre la ilustración y el renacimiento, pero se ignora la conducta y la mente humanas.

Hablamos, calculamos y podemos comprender lo que los demás han descubierto sobre el cuerpo humano o el cosmos precisamente porque, para bien o para mal, poseemos una mente. Sería lógico suponer que un loable y necesario objetivo de la educación pasaría por explicarles a los chavales qué sabe en la actualidad la psicología sobre la conducta de los seres humanos. Todavía más importante, constituiría una empresa fascinante ayudar a los alumnos a entender cómo se puede llegar a conocer algo sólido sobre por qué hacemos las cosas que hacemos.

En el mundo actual, recién estrenado el siglo XXI, sería conveniente aceptar que el homo sapiens se ha acostumbrado a ver el mundo a través del cristal de la ciencia. Mi colega y amigo, James Flynn (el científico que hizo popular el descubrimiento de que las nuevas generaciones son más inteligentes que las anteriores) usa un ejemplo que ahora adaptaré. Si le preguntásemos a un ciudadano, elegido al azar, qué diría sobre un león y una cebra, la respuesta sería sustancialmente diferente si lo hiciésemos mediado el siglo XX o en la actualidad. Hace 60 años seguramente nos diría que el primero caza a la segunda, pero ahora la respuesta sería que ambos son mamíferos.

Comprender que está detrás de este cambio apoya, todavía más si cabe, la relevancia de que los alumnos, que aprenden muchas cosas en el colegio, también puedan dedicar tiempo a ponderar y valorar su instrumento más preciado, su mente. Ahora están preparados para ello.

Saber, por ejemplo, que la gente posee una personalidad, y que, por tanto, no hay dos personas iguales, ayudaría a los chavales a entender por qué hay gente generosa, egoísta, agresiva, nerviosa o sosegada. Conocer cómo memorizamos o cómo usamos lo que sabemos, podría contribuir a orientar su propio proceso de adquisición de conocimientos. Darse cuenta de que hay personas más capaces que otras, por motivos puramente naturales, le ayudaría a sopesar sus propias aspiraciones. Ahora se valora mucho el pensamiento crítico, pero es difícil debatir si no se razona.

Personalmente no invertiría demasiado esfuerzo en convencer a las autoridades educativas de la relevancia de enseñar Psicología en el colegio. Pero opino que debería implantarse a petición popular. Seguramente sea la única estrategia que tenga algún viso de éxito a medio plazo.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Respuesta a la Pregunta 48 (Segunda Parte)

¿Se puede mejorar el modo de relacionarse con los demás? (Segunda Parte)

¿Qué significa relacionarse con los demás? No es igual hacerlo con personas familiares para nosotros que con desconocidos. Dejaremos a un lado la segunda posibilidad para centrarnos en la primera.

En nuestra vida cotidiana interactuamos con nuestros padres, los amigos o los compañeros, sea de estudios o en el trabajo. Ninguna de las tres posibilidades conlleva desconocimiento.

En el caso de los progenitores es evidente que nuestra relación es eterna. Nos dieron la vida, vieron cómo llegamos a este mundo y contribuyeron, muy significativamente, a nuestro desarrollo como personas. Son, de hecho, un pedazo relevante de nuestra identidad, queramos o no.

A diferencia de nuestros padres y hermanos, somos nosotros quienes elegimos a los amigos. Solemos hacerlo a partir de los compañeros del colegio o de los colegas en el trabajo. Este proceso de elección resulta fascinante, y, a día de hoy, sigue existiendo un acalorado debate entre los científicos sobre los criterios que operan en tales circunstancias. También esa clase de relaciones contribuye a darnos una identidad.

Hay distintas oportunidades de elección de amigos. Algunos de los candidatos a ser nominados en nuestro particular concurso, nos atraen, aunque no sepamos concretar las razones. Otros no. Se podría suponer que ese proceso se encuentra gobernado por su parecido con nosotros. Pero a menudo se observa lo contrario: elegimos a quien nos complementa. Si somos más bien reservados, elegimos a alguien expansivo. Si somos agresivos, optamos por quien es sosegado y puede contribuir a aplacarnos.

No parece existir un criterio claro a partir del que se produce esa clase de elecciones. Igual que seleccionamos determinados restaurantes para cenar y evitamos otros, nos acercamos a algunas personas y nos alejamos de otras. Esa aproximación puede o no fructificar en una amistad, pero parece claro que una u otra acción debe obedecer a alguna clase de regularidad.

Se podría pensar que buscamos personas con las que podamos disfrutar de unas satisfactorias relaciones, sea lo que sea eso. Y así suele ser, al menos al principio. Pero puede darse el caso de que esa interacción se degrade con el paso del tiempo, que empeore. De ahí nuestro interés por mejorarla.

Sin embargo, igual que sucede al comienzo de una relación potencial, que puede o no prosperar, nuestro empeño por mejorar una amistad de varios años de duración puede chocar con un muro. El individuo objeto de nuestro esfuerzo ha podido añadir otro ladrillo a ese muro, como cantaba Roger Waters, convirtiéndole en infranqueable. Igual que es complicado que haya una pelea si uno de los contendientes no lo desea, una relación no puede continuar si una de las partes decide no colaborar.

Aún sabiendo esto, hay quienes buscan, desesperadamente, una explicación al cambio. No se explican cómo se ha podido llegar a esa situación. Rumian y rumian sin lograr hincarle el diente a nada sólido. Hasta pueden llegar a pensar que es por culpa suya que algo que era maravilloso se ha ido al traste.

Cuando esto sucede, tenemos un problema susceptible de ser consultado con un psicólogo. Ese profesional, posiblemente, nos ayudará a ver que las cosas empiezan y terminan. La relaciones también. Nos dirá que lo que fue, puede carecer de continuidad. Aprenderemos que hay que encajar las situaciones, y que, cuando algo se tuerce, es posible que no pueda volver a enderezarse.

Una relación fallida se puede llegar a convertir en algo tormentoso para determinadas personas. No merece la pena. En lugar de empeñarnos en derribar el muro, sería más saludable salir en busca de otras puertas. Quién sabe, la vida es una caja de sorpresas. Coger otro bombón de la caja (gracias Forrest) o incluso arriesgarse a abrir otra, puede depararnos una satisfactoria y novedosa explosión en la boca.

Mejorar una relación no depende solo de nosotros. Pensar lo contrario no es saludable. Desde luego se puede y se debe intentar. Pero obsesionarse se aproxima a una patología que se puede prevenir si se desvía la mirada.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Respuesta a la Pregunta 47

¿Es cierto que solo usamos una parte de nuestro cerebro? ¿Cómo sabemos qué parte del cerebro se encarga de las distintas cosas?

No, no es cierto que usemos solamente una parte de nuestro cerebro. Nos servimos todo el pastel para realizar la más trivial de las acciones.

Los neurocientíficos han comprobado este hecho en repetidas ocasiones. Imagine que le reclutan para un experimento. Llega usted al laboratorio y le sientan cómodamente en una silla. Le colocan una especie de casco futurista en su cabeza y le informan de que ese dispositivo –para usted casi diabólico—permitirá recoger la actividad de su cerebro mientras hace lo que seguidamente se le explicará.

Al frente hay una pantalla de ordenador y a su lado, encima de la mesa, un aparato con dos teclas, A y B. Lo que se le pedirá es que presione, tan rápido como pueda, la tecla A si en la pantalla aparece una luz verde. Por el contrario, debe presionar la tecla B si la luz que se presenta es roja.

¿A qué parece una tarea fácil? Y realmente lo es. No se preocupe, no hay truco.

Pues bien, aunque esa decisión tan sencilla se puede tomar en cuestión de milisegundos, es decir, tardará menos de un segundo en apretar el botón A o el B, su cerebro se irá iluminando por partes, desde las zonas posteriores a las anteriores: ve la luz y se iluminan las regiones posteriores del cerebro. Luego evalúa si es verde o roja y recuerda qué debía hacer en ambos casos. Ahora se iluminan las zonas temporales y parietales. Finalmente, decide pulsar el botón A o el B, momento en el que se iluminan las zonas más frontales de su cerebro.

Por tanto, para hacer algo tan elemental como decidir si una luz es roja o verde, el cerebro al completo se pone alerta y reacciona, algo que se puede registrar mediante un escáner similar a los que se usan regularmente en los hospitales de todo el mundo para hacer algo ahora tan conocido como una resonancia. Por tanto, si esas regiones occipitales, temporales, parietales y frontales se activan cuando debemos decidir entre apretar un botón A o un botón B, ¿no será todavía más ‘dramática’ la situación cuando nos enfrentemos a decisiones sustancialmente más complejas? De hecho, la vida es algo más que decidir si una luz es verde o roja.

La vieja idea de que solamente usamos un minúscula parte de nuestro cerebro y de que, por tanto, es como un continente sin explorar a la espera de que aprendamos a extraerle un increíble potencial, es simplemente absurda. No, nuestro cerebro es un órgano maravilloso, al que todavía no comprendemos bien, pero eso no significa que no se use al completo.

En la actualidad hay un esfuerzo intenso, por parte de muchos equipos de investigación, a lo largo y ancho del planeta, destinado a conocer cómo funciona ese órgano. Aunque los científicos debamos reconocer que el camino es todavía largo, se van dando pequeños pasos para el hombre, pero grandes para la humanidad.

Hasta no hace demasiado tiempo debíamos confiar en evidencias indirectas derivadas de los estudios de los psicólogos, o en el análisis del cerebro de personas que habían fallecido y que, generosamente, donaron sus cerebros para promover el avance de la ciencia.

Ahora no es necesario. En la actualidad, y desde algunos años, los científicos somos capaces de explorar el cerebro de las personas cuando llevan a cabo las más variadas actividades. No solamente pulsar uno de dos botones, sino muchas otras cosas que nos están permitiendo ir encontrando las pistas que, tarde o temprano, permitirán resolver el rompecabezas.

La exploración del cerebro es una empresa fascinante. Quizá mayor que la de conocer el cosmos. Puede que todavía más relevante que la búsqueda de nuestra identidad a través de la comprensión de nuestra herencia genética. En el cerebro confluye la influencia que ejercen nuestros genes, por supuesto, pero también la de las experiencias vitales por las que pasamos. El cerebro es el lugar natural de encuentro de ambos factores y donde se preparan las recetas que los humanos cocinamos en el mundo.

El esfuerzo dirigido a investigar el cerebro humano constituye un viaje alucinante en el que, realmente, llegaremos, como decía el viejo aforismo griego, a conocernos a nosotros mismos. Es este, a mi juicio, un viaje en el que no deberíamos reparar en gastos.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Respuesta a la Pregunta 46

¿Por qué hay homosexuales?

Si las mujeres son de Venus y los varones de Marte, entonces ¿por qué no plantearse que los homosexuales son los únicos terrícolas genuinos?

La respuesta a esta pregunta es: hay homosexuales porque hay heterosexuales. Quizá parezca salirse por la tangente, pero no. Prácticamente cualquier característica humana, incluyendo la sexualidad en general, y el deseo sexual en particular, no se expresa igual en distintas personas. Hay individuos con una sexualidad muy activa y otros que pueden pasar por prolongados periodos de abstinencia sin pensar necesariamente en el suicidio. Están aquellos que cada vez que vislumbran en lontananza una falda o un pantalón tiemblan de la emoción imaginando las cosas inenarrables que se podrían hacer si las circunstancias resultasen propicias. Otros no reparan en si lo que acaba de cruzarse en su camino es chico o chica.

Biológicamente no cabe duda de que un varón es un varón y una mujer es una mujer. Al menos según los signos externos al uso. Generalmente un pene pertenece a un varón y una vagina a una mujer. Sin embargo, los signos externos no siempre se corresponden con el interior. Un individuo puede tener un pene, ciertamente, pero sus sensaciones internas pueden no corresponderse con lo que cabe esperar de alguien que posee ese dispositivo. Tales sensaciones pueden orientar su deseo sexual –y también, por supuesto, los sentimientos afectivos asociados—hacia otros individuos que también poseen un pene. El mismo argumento se aplica, por pura lógica, al caso de la vagina.

Está claro que lo más frecuente es que los individuos con pene se sientan atraídos por aquellos que poseen una vagina, y estos últimos por los primeros. Pero que sea lo más frecuente no significa que sea la única opción sexual válida, o respetable, o natural, o lo que sea que se nos pueda ocurrir como calificativo. Algo menos frecuente es, simplemente, menos frecuente, no inválido o antinatural.

La demagogia está a la orden del día en estos menesteres, por lo que nuestra única defensa es usar la sesera, y, si se tercia, también la ciencia. Y, hablando de ciencia, no puedo resistirme a relatar, brevemente, el caso de David Reimer.

David perdió su pene por una circuncisión mal hecha. Se daba la circunstancia de que David tenía un hermano gemelo, que conservó su pene. Un doctor, cuyo nombre omitiré porque no merece que se le recuerde, se hizo cargo del caso para ganar fama demostrando al mundo que David podía ser educado –ignorando la genética y la biología—como una mujer, mientras su gemelo seguía su curso ‘natural’ como varón. El doctor pensaba demostrar que los roles sexuales son un producto social ajeno a la biología. Una vez más el mantra de que somos arcilla, y de que, por tanto, se nos puede moldear con facilidad mediante la ingeniería social apropiada.

David fue operado para transformarse en mujer. Los padres le criaron como una niña y nunca le contaron la verdad. El doctor se hizo escandalosamente famoso a nivel mundial, cerrando el caso de David con un veredicto aplastante favorable a su visión exclusivamente social sobre los roles sexuales.

Sin embargo, algunos años después alguien contacto con David, que en ese momento se llamaba Brenda. Tenía 14 años y vivía con su familia. Ese alguien pudo comprobar que Brenda era desgraciada, usaba un lenguaje corporal masculino y tenía una voz grave.

Bastantes años después, Mike Diamond, un científico, contactó con Brenda, que ahora volvía a llamarse David. En esta ocasión Diamond se encontró con un hombre felizmente casado y con hijos adoptados. Pudo conversar con alguien que había soportado una niñez confusa y desgraciada, a consecuencia de su constante enfrentamiento con quienes le obligaban a comportarse como una niña.

Ni que decir tiene que el doctor de ingrato recuerdo jamás se disculpó por su error.

Más a menudo de lo que pensamos la cultura no influye sobre la naturaleza humana, sino que la primera es un reflejo de la segunda. Los homosexuales han existido siempre. El hecho incuestionable de que se encuentre presente en los distintos momentos de la historia del homo sapiens sobre la faz de la tierra, y de que haya atravesado distantes fronteras, es consistente con la declaración de que es un fenómeno natural. Se habla de tolerancia o intolerancia hacia la homosexualidad, pero es una disyuntiva ridícula. ¿Tiene sentido plantearse si deberíamos tolerar la existencia de la belleza, del dolor o del firmamento?

martes, 22 de septiembre de 2009

Respuesta a la Pregunta 45

¿Por qué se siente vergüenza?

Algunos no la sienten, ese es un hecho conocido (“eres un sinvergüenza” o “tienes más cara que espalda” son algunos ejemplos de declaraciones populares que lo reconocen) pero una buena parte de los habitantes del mundo civilizado experimentan, de vez en cuando, los síntomas calificados como ‘vergüenza’.

Imaginemos que estamos cenando con nuestra pareja, su padre y su abuelo, en un restaurante de la zona centro de la capital de España. Son personas con las que nos sentimos como en casa. Estamos distendidos y charlamos por los codos. Narramos, con detalle, las peripecias de nuestro reciente viaje a Tailandia. Pero, de repente, se nos acerca un camarero y nos susurra al oído que hemos ganado un bono para comer gratuitamente, una vez al mes, durante los próximos tres años, siempre que aceptemos una pequeña condición.

Resulta que el requisito para hacerse con el premio es leer, ante los presentes en el restaurante, un poema de Quevedo. Además, nuestra actuación estelar será grabada y retransmitida posteriormente por Telemadrid. Pedimos un poco de tiempo para decidir y se nos concede graciosamente.

La elocuencia que tuvimos hasta ese momento en presencia de los comensales, conocidos, decae peligrosamente. Nos hablan, pero no escuchamos. Nuestro corazón –si, ese dichoso órgano que parece tener vida propia—comienza palpitar dos tercios por encima de lo habitual y percibimos un intenso calor en las mejillas –preguntándonos por qué demonios habrán bajado el aire acondicionado. Buscamos el vaso para beber agua, o lo que se tercie, pero se nos resbala por el sudor que estamos produciendo con tal intensidad que llegamos a preguntarnos si reside en nuestro interior el mismísimo lago Victoria. Nuestro ánimo se encuentra profundamente turbado y presentamos los síntomas habituales. Nos asalta, despiadadamente, una vergüenza atroz. Nos vemos incapaces de ponernos delante de ese público cautivo a proclamar aquello de que “ayer se fue; mañana no ha llegado; hoy se está yendo sin parar un punto: soy un fue, y un será, y un es cansado”. Y eso a pesar de que la recompensa nos seduce muy, pero que muy poderosamente --glotón eres y en glotón te convertirás.

Por supuesto, esta es una clase de vergüenza, pero hay otras.

Podemos, también, sentir vergüenza por cosas que hicimos en el pasado. A menudo basta que nos recuerden situaciones embarazosas en las que estuvimos implicados, para que se puedan reproducir, incluso, los síntomas físicos que la acompañaron: “¿te acuerdas de cuando llamaste ‘mamá’ a Rodrigo?” Así dicho no parece especialmente relevante, claro, pero resulta que el tal Rodrigo era el cura que celebró la misa el día de tu boda. Cuando te preguntó “¿quieres a Rocío como tu legítima esposa?” tu respondiste “si, mamá”.

Como es bastante predecible, la iglesia se inundó con la carcajada unánime de los 250 invitados al evento, tu deseaste tele-trasportarte de modo inmediato a una galaxia muy, muy lejana, el párroco quería unirse a ti en tu viaje inter-estelar para poder reír a gusto y el maxilar inferior de tu futura esposa reposaba inerte en el suelo mientras las damas de compañía intentaban, en vano, devolverlo a su lugar habitual.

Es natural que haya algunas personas más vergonzosas que otras. Si hubieras tenido más ‘espíritu deportivo’, entonces seguramente te habrías unido a los presentes en la ceremonia, en lugar de reabsorberte como un caracol.

¿Por qué fuimos incapaces de lanzarnos al ruedo y leer el dichoso poema de Don Francisco, o para el caso, de reírnos de nuestra mala pata nada menos que el día más feliz de nuestras vidas –según dicen? Porque ‘somos’ vergonzosos, lo que significa que nuestro ánimo se turba, con facilidad, ante las inclemencias sociales. Esta clase de alteración se encuentra bastante relacionada con una característica de personalidad que compartimos con algunos miembros del reino animal. ¿Cuál? Los psicólogos solemos denominarla ‘neuroticismo’ o, en palabras menos malsonantes, ‘inestabilidad emocional”.

Por lo que sabemos hasta ahora, las diferencias que nos separan en esa inestabilidad emocional se encuentran fuertemente ancladas en nuestra biología. Nuestros sistemas nerviosos poseen características generales similares, pero el modo en el que se materializa en cada uno de nosotros varía. Y esas variaciones están detrás de que yo me ponga como un tomate cuando me encuentro en situaciones que considero perturbadoras, mientras que mi amigo Carrasco las considera un estimulante reto. Nada que una buena dosis de diazepam no pueda combatir, al menos temporalmente.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Respuesta a la Pregunta 44

¿De qué depende la felicidad?

Hace unos meses leí un trabajo en el que se comparaba a un elevado número de países en una serie de factores socioeconómicos. Algunos países son más ricos que otros, la calidad educativa de la que disfrutan sus ciudadanos es mayor, su renta media es más alta, el acceso a los medios de comunicación es más flexible y así sucesivamente. Generalmente esta serie de indicadores suele resumirse en un número que denota el llamado ‘desarrollo humano’. Los países pueden ordenarse según este número.

Entre las naciones con mayor desarrollo humano se encuentran Noruega, Islandia, Australia, Irlanda, Suecia, Canadá, Japón, Estados Unidos, Suiza, Holanda, Finlandia, Luxemburgo, Bélgica, Austria, Dinamarca, Francia, Italia, Reino Unido y España.

Ahora bien, una pregunta relevante, que precisamente ahora viene al caso, es si ese desarrollo humano se asocia a una mayor felicidad en los ciudadanos de ese país con respecto a aquellas naciones en las que el desarrollo es menor. Por lo que yo sé la respuesta es negativa, es decir, no existe un patrón consistente según el cual a mayor desarrollo humano más alto el grado de felicidad.

Hasta cierto punto, la sabiduría popular, a menudo erróneamente menospreciada por determinados intelectuales, recoge este hecho mediante el dicho de que ‘el dinero no hace la felicidad’. De hecho, con más frecuencia de la que podemos pensar, el dinero convierte a algunos individuos en seres profundamente desgraciados e infelices. ¿En cuántas ocasiones nos han llegado noticias de familias rotas a consecuencia de las fricciones producidas por el reparto de una herencia?

En consecuencia, no sería difícil concluir que una cosa es el desarrollo humano y la serie de factores sociales que contribuyen a él, y otra, bastante diferente, la felicidad con la que pasamos por la vida. Entonces, ¿de qué depende esta felicidad perseguida por todos y cada uno de nosotros con un entusiasmo que raya en la obsesión?

Depende de una quimera. Se supone que seremos capaces de identificar las sensaciones que acompañan a la felicidad, pero ¿cómo es eso posible? A menudo se define la felicidad como una sensación interna de satisfacción y alegría. Si eso fuera cierto, entonces estaríamos hablando de algo transitorio, esporádico. Ocasionalmente podemos estar satisfechos con algo que hemos hecho o nos ha sucedido, y también podemos estar alegres por diversos motivos, más o menos trascendentales. Pero será algo necesariamente temporal. No somos felices, sino que estamos felices.

La felicidad es un estado, no una condición. No hay personas felices e infelices, sino individuos que puede experimentar sensaciones que serían calificadas, de modo subjetivo, es decir, de manera personal y posiblemente intransferible (como el bono bus) de ‘felicidad’.

Eso si, la felicidad, así entendida, no es algo que proviene únicamente de las circunstancias, más o menos azarosas, con las que nos vamos topando. Nada de eso. Existe, también, un componente constitucional, es decir, hay personas que son más proclives que otras a sentirse ‘felices’ ante similares coyunturas. Hay personas más positivas que otras, individuos que tienden a ser menos exigentes, a quienes les basta la mínima satisfacción en sus vidas para sentirse alegres, y, por tanto, felices. También minimizan, con facilidad, los sinsabores, superando, rápidamente, los estados de ánimo que luchan contra la satisfacción que precede a la alegría.

¿Existe alguna fórmula para aproximarse con mayor frecuencia al estado de felicidad? Es decir, ¿de qué depende la felicidad? Primero, depende de uno mismo. Si se es muy exigente, difícilmente se vivirán estados de felicidad, por la sencilla razón de que nunca estaremos satisfechos. Segundo, depende de la suerte. Desgraciadamente no podemos elegir todas las situaciones que tienen el poder de modificar nuestro estado de ánimo, aunque algo se puede hacer para despistar aquellas circunstancias que sospechamos pueden influirnos negativamente. Evitar es sabio. Y, tercero, aunque tampoco resulta fácil, deberíamos procurar alejarnos de las personas que ven la vida a través de un cristal oscuro. Convendría que tuviéramos presente que las emociones son como la gripe, es decir, se contagian. Rodearnos de personas que nunca están satisfechas con nada, nos hará un flaco favor.

La felicidad, en última instancia, depende de lo que cada uno considere que esa sensación debe producir en nosotros. Encontrar satisfacción, con frecuencia, es relativamente sencillo si no se es demasiado exigente. A fin de cuentas, la vida es una comedia.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Respuesta a la Pregunta 43

¿Existe la crisis de los 40?



Naturalmente que existe. Puede que no se produzca exactamente a los 40, pero tampoco la pubertad llama a la puerta exactamente a los 11 años de edad en los adolescentes. Existe un rango que puede oscilar algo arriba o abajo, dependiendo del propio proceso madurativo de cada persona, pero existir, existe.

La vida de las personas pasa por distintos ciclos, algo que es de sobra conocido. Nacemos, somos criados por nuestros padres, vamos al colegio, luego al instituto y quizá a la universidad. Durante este periodo ganamos independencia, con lo que a cada año que pasa se nos va exigiendo, en mayor grado, que tomemos nuestras propias decisiones. Es un proceso inexorable. Y también duro.

Mientras residimos en el seno familiar, otros, generalmente nuestro padres, adoptan muchas decisiones por nosotros. Pero al llegar la pubertad se produce en nuestro interior una revolución hormonal que genera cambios físicos, y también, por supuesto, psicológicos. La naturaleza nos apremia para que busquemos nuestra propia identidad, lo que suele acarrear conflictos, de variado calado, a nuestro alrededor.

Pasado ese periodo, el torrente se va calmando, aunque todavía percibimos una corriente de cierta fuerza. Seguimos formándonos, si vamos a la universidad, o buscamos un lugar en el que ganarnos el pan, un trabajo, vaya. En cualquiera de los dos casos, vamos encontrando nuestro espacio personal en este mundo.



Con el tiempo, quizá, formamos nuestra propia familia, o simplemente, un hogar, que puede ser unipersonal o no. Es un momento en el apenas pensamos en el inevitable final y seguimos viéndonos más próximos a la juventud que a la madurez. Tenemos la sensación de ser inmunes a muchas de las cosas que preocupan a los mayores. No van con nosotros.

Sin embargo, el reloj, lo miremos o no, marca las horas, los días, los meses y los años. Como por arte de magia alcanzamos lo que, en promedio, se podría considerar el ecuador de nuestras vidas. Ese momento, por pura cronología, se sitúa alrededor de los 40 años de edad. Desde ese pináculo podemos mirar hacia atrás, por supuesto, pero el comienzo de nuestra andadura se vislumbra de modo más difuso, mientras que la segunda parte se ve ahora mucho más clara que poco antes. Es como su hubiéramos escalado una montaña, ahora estuviéramos en la cima y supiéramos que solo nos resta descender por el otro lado.





Sentir un cierto pánico al darnos cuenta de que una vez comencemos el descenso ya no podremos ver el otro lado, es algo lógico y normal. Algunas personas aceptan sin más ese hecho natural. Otras se limitan a tolerarla con mayor o menor elegancia. Las demás lo llevan francamente mal y se muestran inconsolables, al menos durante un cierto tiempo. Esa es la crisis de los 40, precisamente.



Quienes se resisten a aceptar la realidad de que han comenzado a descender la montaña, por el otro lado, pueden llegar a tomar decisiones drásticas en sus vidas con el ánimo de engañarse, de no ver lo que resulta inevitable –omitiré los ejemplos que son mundialmente famosos, es decir, universales. Absolutamente todos tenemos que hacer el mismo camino, por muy personalizado que éste pueda ser. No hay más remedio y cuanto más tiempo se tarde en aceptarlo, menos disfrutaremos de esa nueva visión, de esa segunda parte de nuestras vidas, que puede seguir siendo deliciosa, aunque seguramente diferente.

Por debajo del hecho asociado al barniz psicológico de la crisis de los 40 se encuentran también, igual que en la pubertad, determinados cambios hormonales. En el caso de las mujeres se aproxima la menopausia y en el de los varones, a pesar de que durante tiempo se había creído que nada cambiaba en ellos con respecto a esta cuestión, también se producen alteraciones, a menudo sustanciales.

Todas las fases de nuestras vidas son preciosas, valen su peso en oro, al menos para cada uno de nosotros, por lo que sería sabio aprender a disfrutar de ellas, en lugar de atormentarse pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor y que, lo que está por venir, nunca superará a eso que fue. No es verdad. Regodeémonos en esa ruta descendente porque las vistas son estupendas y, por pura gravedad, debemos esforzarnos menos al caminar.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Respuesta a la Pregunta 42

¿Por qué hago cosas que realmente no quiero hacer?

Hay muchas razones que pueden estar detrás, por lo que realmente serían necesarias varias respuestas para esta pregunta. Por otro lado, quizá haya que subrayar la palabra ‘realmente’ dada su relevancia en este contexto.

Puede parecer que algunas personas tienen las cosas meridianamente claras, apenas tienen dudas sobre lo que deben o desean hacer y lo que no. Esta clase de individuos se corresponden con quienes consideramos seguros de sí mismos o similar. Nos provocan admiración.

Sin embargo, a menudo la experiencia nos dicta que aquello que hacemos o dejamos de hacer suele resultar de un proceso de toma de decisiones en el casi nunca se han considerado todas las posibles variantes relevantes. Y esto vale también para quienes actúan como si lo hubieran hecho.

Puesto que hay factores que se han dejado a un lado al adoptar una determinada decisión antes de actuar, es natural que, poco después, dudemos sobre si habremos hecho lo correcto o no.

Para complicar todavía más la coyuntura, al proceso racional de llegar a una decisión debe añadírsele el ingrediente emocional. En un momento determinado de nuestras vidas podemos encontrarnos experimentando una sensación de ‘bajón’, como suele decirse coloquialmente. O, en palabras algo más técnicas, nuestro estado de ánimo se corresponde con la tristeza y la desesperanza.

Una misma situación bajo determinado estado de ánimo será interpretada, posiblemente, de modo distinto a si ese estado fuese otro. Un ejemplo bastante típico es la decisión de dejar una relación sentimental.

Una mujer decide expresarle a su pareja el deseo de abandonar la relación en la que llevan envueltos varios años. Tienen un encuentro en un terreno neutral –el restaurante en el que se conocieron, por ejemplo—y ella le explica, con lujo de detalles, las razones que están detrás de su decisión. Dolorosamente la pareja acepta la situación, aunque, racionalmente le cuesta comprender los motivos puestos encima de la mesa.

Sin embargo, pasado algún tiempo esa misma mujer decide telefonear a su expareja para, con la más peregrina de las excusas, encontrarse, una vez más, en aquel famoso restaurante, cuando menos en su propia historia personal. Durante la cena cede a la tentación de tantearle sobre su vida actual, si sigue en su trabajo, si le va bien, y, yendo al grano, si ha rehecho su vida sentimental.

Descubre que la respuesta a la pregunta que realmente le interesaba es positiva. Su expareja ha encontrado a otra mujer, con la que convive y con la que ha encontrado la felicidad que también vivió con ella.

¿Qué pasó? Es difícil de decir, pero, desde luego, es fácil concluir que se trata de un ejemplo clásico de arrepentimiento. Hizo algo que, realmente, no quería hacer. ¿Por qué llegó a colocarse en esa situación de riesgo? ¿Por qué no esperó un poco de tiempo antes de pedirle a su pareja que aceptase la ruptura de su relación? Desde luego no es seguro, pero, probablemente, darse un poco más de tiempo hubiera permitido valorar las cosas bajo diferentes estados de ánimo, y, por tanto, más objetivamente.

Las emociones nublan nuestro juicio, lo que viene a significar que impiden que adoptemos las decisiones menos perjudiciales para nuestras vidas. Cuantos más factores se encuentren implicados, peores compañeras de viaje son las emociones y los sentimientos. Y la causa detrás de este hecho es fácil de ver: las emociones obligan a simplificar, porque ese es su modo de actuar. La razón es compleja, y, además, bastante imperfecta.

En consecuencia, mi recomendación, como psicólogo, para quienes se encuentren ante la duda de qué hacer en una determinada situación que consideren importante en sus vidas, es darse tiempo. Una decisión más sabia solamente será posible cuando pasemos los elementos relevantes de la situación por el matiz de distintos estados emocionales. Si seguimos pensando y sintiendo lo mismo cuando estamos tristes y alegres, entonces seguramente la decisión que adoptemos será la correcta, al menos para nosotros.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Respuesta a la Pregunta 41

¿Se puede adivinar cómo eres a partir de la forma de tu escritura?

No, no se puede. Siento ser categórico, pero las pruebas son concluyentes.

Hace tiempo, posiblemente dos o tres años, iba conduciendo por una carretera tranquila, regresando a mi domicilio tras una dura jornada laboral, cuando, accidentalmente, conecté el aparato de radio de mi vehículo.

Sintonicé una de mis emisoras favoritas por dos razones: (1) no hay publicidad y (2) se basa en una información lo más cruda posible, sin adornos ni sesudas opiniones, generalmente tendenciosas. Pero, para mi sorpresa, a los pocos minutos, en una sección dedicada a la Psicología, pude escuchar una serie concatenada de declaraciones sobre la grafología y su relación con la mente y la conducta humana.

Generalmente la grafología se define como una técnica proyectiva destinada a analizar la escritura de un individuo. Su objetivo es describir su personalidad y su carácter, llegando incluso a referirse a su equilibrio mental y fisiológico, sus emociones, su inteligencia y su vocación profesional.

Vayamos por partes.

Es una técnica proyectiva porque se presupone que la forma en la que una persona escriba, ‘proyecta’ características esenciales sobre su mente. El profesional de la grafología se encuentra supuestamente preparado para extraer la información relevante de la forma de las palabras escritas por la persona, para poder establecer un diagnóstico sin ningún pudor, sin tan siquiera preguntarle absolutamente nada. Ese diagnóstico incluye nada menos que su personalidad o su inteligencia.

A la Psicología científica le ha costado bastante tiempo y mucho esfuerzo encontrar modos objetivos de evaluar la inteligencia de una persona y, con respecto a la personalidad, todavía no se ha logrado a completa satisfacción. Para medir la inteligencia de una persona se usan sofisticados dispositivos que requieren un entrenamiento bastante exhaustivo del profesional. La aplicación de tales instrumentos es compleja y el método para obtener las puntuaciones que luego se usarán para hacer una interpretación también requiere bastante pericia y entrenamiento.

¿Por qué decimos que se puede medir ‘objetivamente’ la inteligencia de una persona? Muy sencillo: porque dos o más profesionales llegarán a similares conclusiones cuando evalúen, independientemente, a la misma persona. En pocas palabras, podríamos fiarnos del resultado alcanzado en esa evaluación. En el caso de la personalidad sucede algo parecido, siempre que el profesional use un instrumento estandarizado.

Si la grafología fuese un instrumento de cuyos resultados pudiéramos ‘fiarnos’, entonces debería suceder algo similar a lo que acabamos de decir con respecto a la evaluación que se puede hacer con los instrumentos de medición con los que cuenta, en la actualidad, la Psicología científica para el caso de la inteligencia o la personalidad. ¿Es así?

No, no es así. Si presentamos una página repleta de letras escritas por una misma persona a tres grafólogos distintos, las conclusiones que extraiga cada uno de ellos sobre esa misma persona serán bastante diferentes. Por lo tanto, no parece sensato fiarse de lo que se pueda decir a partir de la forma en la que escribimos.

Esto, que no tendría porque dejar de ser una anécdota sin mayor trascendencia, puede poseer, sin embargo, importantes repercusiones sobre la vida de algunas personas. Y voy a poner solamente un ejemplo, en pos de la brevedad.

¿Les parecería razonable, o, mejor dicho, justo, que se decidiese qué candidato a un trabajo está mejor preparado a partir de la forma en la que escribe? Y no me refiero a si usa un lenguaje más o menos sofisticado, sino, literalmente, a la ‘forma en la que escribe’.

Pues bien, en el programa de radio al que me refería al principio, se despachaban a gusto glosando las excelencias de la grafología para algo tan serio para la vida de las personas como la selección de personal. Si alguien puede decidir, a partir de esa información tan arbitraria, quién será contratado y quién no, entonces es que la sociedad todavía no está madura y sigue ignorando, desgraciadamente, una de las contribuciones más importantes de la Psicología científica a la justicia y la imparcialidad en esa clase de procesos, dolorosos, pero especialmente cruciales para las personas implicadas.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Respuesta a la Pregunta 40

¿Se puede analizar los sueños?

Está es, casi con seguridad, una de las preguntas que más interesa a quienes carecen de conocimientos sobre la Psicología de la actualidad. Salvo dentro del círculo, generalmente no académico, del psicoanálisis, los psicólogos de hoy en día no están en absoluto interesados en el mundo de los llamados ‘sueños’.

El intelectual que hizo saltar a la fama, en el mundo entero, el problema de los sueños y su significado, fue el médico vienés Sigmund Freud. No es difícil que mucha gente sea capaz de recordar incluso su aspecto físico, puesto que ha sido motivo recurrente en varios frentes culturales. En nuestro país, por ejemplo, el genial Salvador Dalí se inspiró en sus ideas para crear una parte de su obra. Otro gran artista, Woody Allen, estuvo obsesionado, durante bastantes largometrajes de su dilatada trayectoria, con las malas pasadas que nos juega el inconsciente, del que Freud nos hizo tomar conciencia.

En resumidas cuentas, lo que el doctor austriaco propuso es que nuestra vida consciente se encarga de que el océano del inconsciente nos resulte desconocido, hasta el punto de ignorar su existencia. Queremos desear determinadas cosas, pero si, por ejemplo, son culturalmente reprobables, entonces activaremos mecanismos de represión que aplacarán el impulso, quedando ese deseo relegado en lo más profundo del inconsciente.

Pero la represión no posee la misma fuerza cuando dormimos. En ese estado, la conciencia no puede controlar la vertiginosa actividad que tiene lugar por debajo de la superficie. Los sueños son un medio a través del que se revela los contenidos de esa parte de nuestra mente, de lo que está más allá de lo evidente.

Deseamos acostarnos con la mujer de nuestro vecino –y que conste que es solamente un ejemplo—pero sabemos que eso no es legítimo, así que el deseo se reprime. No obstante, esa represión no vale para que dejemos de desear meternos en la cama con ella. Conscientemente hasta podemos llegar a convencernos, sin darnos cuenta, de que, en realidad, ni siquiera nos gusta. Pero cuando caemos presa de Morfeo, la cosa cambia y viajamos con ella a una cabaña sobre un mar azulado en Bora Bora. La situación es ideal para consumar un acto memorable, pero, sin saber muy bien por qué, nos despertamos repentinamente y a los pocos minutos hemos olvidado qué estábamos soñando. La conciencia ha vuelto a tomar las riendas de nuestra vida y las aguas –menos azules que en la Polinesia—vuelven a su cauce.

Al menos esta es la versión oficial de Freud y los psicoanalistas. Pero hace tiempo que los científicos discrepan de esta manera de ver a los sueños. No cabe duda de que soñamos. Algunos recuerdan mejor que otros su contenido, pero todos nosotros soñamos. Sin embargo, que lo que se sueña posea algún significado real y que, por tanto, se pueda interpretar, es algo francamente dudoso. Quizá, al cabo del tiempo, debamos darles la razón a los psicoanalistas, pero, hoy por hoy, la mayor parte de la comunidad científica se decanta por pensar que los sueños son, simplemente, imágenes y escenas, por muy elaboradas que estás puedan parecer, producidas espontáneamente por nuestro cerebro en ese periodo de descanso para el resto del organismo.

Pero ¿cómo es posible que la explicación de los sueños sea algo tan simple cuando, ante un jurado, llegaríamos a declarar, por lo más sagrado, que las cosas que soñamos son verdaderamente elaboradas? Si fuésemos francos deberíamos admitir que es complicado separar lo que realmente soñamos de lo que creemos haber soñado. Admitiremos que cuando soñamos no poseemos conciencia, y, por lo tanto, deberemos aceptar que, en el periodo de transición que hay entre que estamos dormidos y nos despertamos, podemos haber unido, estratégicamente, las piezas e imágenes dispersas que produjo nuestro cerebro, para encontrar coherencia donde, en realidad, no la hay. De ahí que a bastantes de nuestros sueños no le encontremos ni pies ni cabeza con relativa frecuencia.

Personalmente no soy partidario de darle más vueltas al asunto. Por muy fascinante que pueda resultar una conversación con alguien que dice ser capaz de interpretar nuestros sueños, e incluso que existan vínculos entre ciertos símbolos y un significado muy concreto (p.e. volar se asocia al sexo) me inclino hacia la ciencia establecida. Reconociendo que podamos estar en un error, las pruebas de que los sueños posean algún significado que se pueda interpretar no son concluyentes.

Hasta el gran Pedro Calderón de la Barca concuerda con esta valoración:

Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.

Y él no fue científico…

domingo, 6 de septiembre de 2009

Respuesta a la Pregunta 39

¿Por qué se nos olvidan las cosas? ¿Nos inventamos los recuerdos?

Quizá en 1900 no fuese preciso recordar demasiadas cosas. En pleno siglo XXI es absolutamente vital, para nuestra salud mental, saber olvidar y hacerlo sin contemplaciones. Se nos olvidan algunas cosas porque debe ser así.

No son pocas las personas que acuden al psicólogo –o que preguntan a algún amigo que, además, es psicólogo—alegando enormes e insalvables problemas de memoria. Dicen que, de un tiempo a esta parte, no recuerdan cosas que antes rescataban con facilidad de su almacén de memoria: dónde pusieron las llaves, dónde se situaba el Vaticano con respecto al Coliseo o si han leído la segunda parte del capítulo doce de la novela a la que se encuentran enganchados –tranquilos, no es de Dan Brown.

Esta clase de olvidos no revisten la menor importancia. Sin embargo, la población de personas mayores está creciendo rápidamente. La media de edad es cada vez más elevada, lo que produce una manifestación creciente de deterioros. Uno de los principales dramas de quienes comienzan a padecer, a edad avanzada, alguna clase de demencia, es la pérdida de sus recuerdos. En gran medida, uno es lo que recuerda que es. Cuando eso falla, la identidad se difumina produciendo un extraordinario dolor psicológico.

Es natural, por tanto, que a la gente le preocupe olvidarse de sus cosas. Es perfectamente consciente de que, sin los recuerdos, su mundo se vendría abajo. No poder recordar la primera vez que nos besaron, el saludable aspecto de nuestra hija al nacer o el día en el que recibimos el reconocimiento por nuestra trayectoria laboral, se convertiría en una auténtica pesadilla. Tendríamos la certeza de que nuestro paso por este mundo habría sido un sin sentido.

Es fácil caer en el error de pensar que recordar es algo que sucede o no sucede, es decir, podemos estar tentados a suponer, incorrectamente, que olvidar o recordar obedece a mecanismos en los que somos pasivos. Nada de eso. Recordar, y, por tanto, también olvidar, es un proceso activo. Nosotros contamos.

Antes dijimos que olvidar es necesario para no terminar inundados de información. No poder dejar de memorizar y recordar es, quizá, una pesadilla aún más intensa que la de olvidarse de determinadas cosas. Es apropiado, ahora, recordar un fragmento de un famoso relato del gran Jorge Luis Borges, ‘Funes el memorioso’: “más recuerdos tengo yo sólo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Mis sueños son como la vigilia de ustedes. Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”.

Para que podamos ser eficientes, nuestros recuerdos deben estar organizados. Si intentamos encontrar un libro en una biblioteca desorganizada, tendremos muchos más problemas que si nos hemos tomado la molestia de buscar y encontrar alguna clase de orden que, llegado el momento, podamos usar para ir directos al grano. De hecho, en el primer caso puede darse la circunstancia de que (a) extraviemos el preciado texto o (b) pensemos que lo poseemos pero que, en realidad, nunca haya formado parte de nuestros fondos. Esta segunda posibilidad nos conecta con el fascinante mundo de la invención de los recuerdos.

Nuestro cerebro es un órgano especializado en encontrar sentido, sea como sea, a las más variadas situaciones y circunstancias. Por lo tanto, con tal de encajar las piezas, hará lo posible para convencernos de que algo que nunca existió realmente tuvo lugar. Si ese recuerdo inventado contribuye a darle sentido a una historia, el cerebro nos hará creer que fue real haciendo uso de las más sofisticadas artimañas.

La experiencia nos demuestra que olvidamos y que recordamos en falso. Ambos fenómenos están relacionados con el hecho de que el modo en el que está montado nuestro sistema de memoria es realmente peculiar. No es, desde luego, como una biblioteca. Nunca encontraremos un libro en nuestra biblioteca mental, sencillamente porque ese libro no existe. Cuando recordamos, construimos el texto que compone los volúmenes de nuestra vida pasada. A día de hoy no sabemos cómo se lleva a cabo exactamente este proceso, pero estamos casi seguros de que es así. De ahí que no sea difícil comprender por qué se pueden inventar determinados trazos de la historia.

La mejor estrategia para no olvidar y para recordar los hechos es practicar. Algunos piensan que recordar la filmografía de un director, los ingredientes de la comida tailandesa o los ríos de Canadá, por simple diversión, es estúpido. Háganme caso: no lo es. Por el contrario, es muy inteligente...

viernes, 4 de septiembre de 2009

Respuesta a la Pregunta 38

¿Cómo puedo mejorar en mis estudios?

¿Es esta una pregunta únicamente para escolares de primaria, secundaria y universidad? En gran medida así es, pero no reduciremos la respuesta a esa población. Nos referiremos a cualquier persona que, por la razón que sea, debe estudiar, debe adquirir una serie de conocimientos hincando los codos, como suele decirse. Y, actualmente, no solamente deben hacerlo los chavales jóvenes.

En el mundo de la empresa la gente debe formarse casi constantemente. Hace algunos años se aprendía a desarrollar una actividad y ahí terminaba la cosa. Ahora no es así. Actualmente hay que reciclarse con relativa frecuencia y eso requiere estudiar, de una u otra manera. ¿Les suenan los seminarios o cursos de formación? ¿O el aprendizaje de una segunda lengua para promocionarse?

Recuerdo una anécdota de un familiar de edad que solía contarme cómo fueron sus comienzos en la universidad. Hablaba, con admiración, de un profesor de matemáticas, cuyo nombre omitiré. El curso duraba nueve meses, pero dedicaron el primer trimestre al problema de cómo estudiar matemáticas. Eso les permitió disfrutar plenamente de los siguientes seis meses y nadie, absolutamente nadie, consideró que esa primera parte del curso fue una pérdida de tiempo.

Ahora se ha puesto de moda eso de ‘enseñar competencias’. Reconozco que dediqué algunos meses a intentar comprender cuál es la lógica que está detrás de esa, en principio, buena idea. Pero tras golpearme repetidamente con el mismo muro, destilé una negativa valoración. El concepto de competencia es demasiado ambiguo para que se pueda sacar algo claro de esa moda. Será pasajera.

También han irrumpido con fuerza en el mundo del estudio las llamadas nuevas tecnologías –que ya van dejando de ser tan nuevas. Recientemente se publicaban en la prensa los resultados de un estudio masivo en el que se decía haber probado que quienes estudian a distancia usando ese tipo de tecnologías y combinan esa actividad con alguna clase en directo, obtienen mejores resultados que quienes únicamente van a clases regulares. Desconozco los detalles, pero desconfío.

Para bien o para mal he tenido bastantes oportunidades para pensar en problemas relacionados con los estudios y mis conclusiones no son especialmente positivas. Es un fenómeno natural el hecho de que la mitad de la población se sitúa por debajo de la media en algo que podríamos llamar ‘aptitud educativa’, o, lo que es lo mismo, en capacidad para aprender estudiando. Por lo tanto, una de cada dos personas que tratan de estudiar lo tiene francamente difícil, se use el método que se use –incluso nuevas tecnologías—para obtener un beneficio persistente.

La otra mitad de la población posee una aptitud educativa que puede permitirle obtener un beneficio de lo que estudia, pero, dentro de ese rango, existe también una extraordinaria variabilidad. Algunos aprenden con facilidad, mientras que otros deben esforzarse, y mucho. Unos pueden aprender casi por su cuenta, mientras que otros requieren bastante apoyo, ayuda y supervisión.

No es demasiado conocido pero, durante años, se han buscado métodos educativos encaminados a enfrentarse a esta variabilidad, de modo que se pudiera obtener el mayor beneficio posible a pesar de todo. Es decir, algunos psicólogos, desencantados de lo que podríamos llamar ‘romanticismo educativo’—la idea de que todo el mundo puede aprender lo que desee si se esfuerza lo suficiente—han procurado averiguar cuál es el método de enseñanza que incrementa el beneficio que pueden sacar las personas de sus estudios.

Ese esfuerzo titánico ha producido algunos resultados interesantes, pero no revolucionarios. No se puede evitar el fenómeno natural antes señalado –del que, por cierto, nadie es culpable—pero se puede intentar reducir su impacto. Por ejemplo, se ha podido comprobar que quienes poseen una menor aptitud educativa obtienen un mayor beneficio de sus estudios cuando se les dirige atentamente en el proceso de adquirir conocimientos, de aprender. Por contrario, aquellos que disfrutan de una mayor aptitud educativa lo hacen mejor cuando se les permite tomar sus propias decisiones, ir más a su aire, por decirlo de alguna manera–lo que no supone negligencia, cuidado.

En consecuencia, la manera más efectiva de mejorar en los estudios, de promover el aprendizaje, es conocer nuestras propias limitaciones –y también nuestras virtudes, por supuesto—procurando rodearnos de un ambiente educativo que se acople, lo mejor posible, a ellas. La autonomía no es positiva para todo el mundo, como tampoco lo es una estrecha supervisión. Huyamos de las recetas educativas, siempre que sea posible. No funcionan.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Respuesta a la Pregunta 37

¿Por qué hay gente más inteligente que otra? ¿Se puede mejorar la inteligencia?

Hay gente más y menos inteligente no porque los primeros se esfuercen más que los segundos en el colegio o porque sus padres hayan puesto un mayor empeño en su educación. Tampoco porque estén acostumbrados a leer mucho, debido a que resuelven crucigramas o a causa de la enorme cantidad de horas que dedican a jugar con la Nintendo.

Es indiscutible que los chavales más inteligentes lo hacen mejor en el colegio, leen mucho o se enfrentan a complicados retos que resuelven con pasmosa elegancia. Sin embargo, eso no les hace más inteligentes, sino que ya lo son de entrada.

Un familiar y doloroso ejemplo, cuando menos para algunos padres, es el relacionado con los hábitos de lectura de sus retoños. Leer amplia el vocabulario de los niños y facilita, de este modo, su acceso al necesario conocimiento sobre el mundo. Sin embargo, los mismos padres practicando las mismas estrategias para incitar la lectura en sus dos vástagos, se encuentran con que uno de ellos acepta la invitación a las primeras de cambio mientras que el segundo prefiere jugar con mecanos y rechaza, incluso agresivamente, abrir un libro, por muy entretenido que pueda ser.

¿A qué se debe esta diferencia? Muy sencillo: los dos chavales son distintos de entrada, poseen diferentes inclinaciones y talentos. Si usamos la terminología más apropiada para esta pregunta, deberíamos decir que las capacidades intelectuales de los dos niños están desigualmente distribuidas. El primero siente una atracción prácticamente espontánea hacia la lectura, porque sus capacidades intelectuales relacionadas con el lenguaje le facilitan la tarea, la convierten en algo agradable. El segundo posee, en cambio, unas capacidades intelectuales vinculadas a la esfera viso-espacial, lo que le permite disfrutar de la manipulación de objetos. Los padres ni pueden, ni, a mi juicio, deberían luchar contra esas tendencias naturales. Muy al contrario, deberían esforzarse por conocerlas y procurar adaptarse a ellas para facilitar el desarrollo intelectual de sus niños. Se aprende más y mejor disfrutando que sufriendo.

Pero, cuidado, si alguien es bueno con el lenguaje y se centra en eso, entonces descuidará las demás esferas de la inteligencia. Vale que disfrute especialmente de ese campo, pero los demás no deberían caer en el más profundo de los olvidos. El desarrollo requiere disciplina. Igual que en el caso del ejercicio físico, podemos odiar las flexiones y adorar el deporte aeróbico, pero sabemos que la tabla debe estar equilibrada para alcanzar la meta, por lo que procuramos trabajar en ese sentido. Con la inteligencia sucede algo similar.

A menudo los científicos declaran que no sabemos cómo mejorar la inteligencia. Y, hasta cierto punto, tienen razón. Sin embargo, es posible que la estrategia de aproximación al problema de la mejora de la inteligencia no haya sido del todo apropiada. Cuando acudimos regularmente al gimnasio percibimos con claridad cómo mejora nuestro estado de forma. Sin embargo, cuando abandonamos ese saludable hábito, al poco tiempo notamos un declive que solamente recuperaremos al regresar a los viejos hábitos de un ejercicio regular.

Los programas que se han aplicado hasta ahora destinados a mejorar la inteligencia han sido temporales, a lo sumo dos años. Los efectos positivos son notorios, pero, como en el caso del gimnasio, poco después de dar por finalizado el programa se aprecia un declive que equipara al grupo al que se ha estimulado al que cabría esperar en un grupo de control en el que no se hizo nada. ¿Qué pasaría si la estimulación se prolongara en el tiempo? Mi predicción es que el efecto beneficioso perduraría. Por eso comienza a haber un número creciente de científicos que sostienen que, en su terminología, la educación debe prolongarse durante toda la vida. No basta con graduarse en el instituto y echarse a dormir.

Hay gente más inteligente que otra por la suerte que haya tenido. Si sus padres son muy inteligentes, entonces es bastante probable –y probable no es seguro—que él también lo sea, debido a que son parientes. Si sus padres son menos inteligentes, entonces será probable que él también se sitúe a un nivel parecido. Nosotros no elegimos a nuestros padres, y, por tanto, nuestra capacidad intelectual depende de la suerte que hayamos tenido, depende de un capricho del destino.

A partir de ahí, lo que suceda durante nuestras vidas moverá algo hacia abajo o hacia arriba nuestra capacidad intelectual, pero no cabe esperar cambios especialmente reseñables. Al menos por ahora. Por eso, hasta que podamos superar esa situación –y no me cabe duda de que lo lograremos—convendría que fuésemos realistas y actuásemos en consecuencia, sea en el colegio, en los hogares o en las ocupaciones, por poner solamente algunos ejemplos.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Respuesta a la Pregunta 36

¿Por qué algunas personas nos caen mal nada mas conocerlas?

Para qué engañarnos, a todos nos ha pasado algo así. Nos presentan a alguien, o ni siquiera es preciso que se produzca ese suceso, y sentimos un rechazo inexplicable hacia él o ella. Se dice que no hay química, que algo falla en la conexión.

Incluso se ha podido dar el caso de que hayamos sido nosotros los receptores de tamaña mala cantidad de vibraciones –por tanto, no solamente es cuestión de química, sino también de física.

Hay gente que conecta nada más conocerse y personas que, hagan lo que hagan, no logran el perseguido y deseable vínculo.

Nada me gustaría más que poder ofrecer una respuesta clara y contundente a algo que claramente nos preocupa a muchos de nosotros. A nadie le gusta, digámoslo así, caer mal a los demás. Y, con frecuencia, también nos desagrada que determinadas personas nos den dentera. Es desagradable, para qué negarlo.

Lo interesante del fenómeno es que, cuando eso sucede, tratamos por todos los medios de encontrar una explicación. “Es un coñazo”, “Tiene una mirada torva”, “Le huele el aliento”, “Es de Sabadell”, “Dobla la rodilla de un modo inquietante”. El argumento es irrelevante. Lo importante es que siempre acabamos encontrando una explicación.

Pero ¿existe tal explicación? Es posible que le huela el aliento o que sea de Sabadell. Pero ¿es eso suficiente para explicar este fenómeno prácticamente universal? ¿Bastan ese tipo de factores para que nos caiga mal una persona nada más conocerla?

Me inclino a pensar, y reconozco que no tengo más remedio que especular y echar mano de mi sentido común psicológico ahora, que la explicación de por qué alguien nos cae mal nada más conocerle es la misma que la razón por la que nos cae bien.

Simple y llanamente, los humanos liberamos sustancias químicas constantemente. ¿Les suenan las famosas feromonas? Pues son solamente un ejemplo.

Secretamos feromonas “diseñadas” por la evolución para provocar una reacción en quienes nos rodean. Constituyen un medio de comunicación no consciente que se transmite por el aire, como las ondas de radio, por poner una analogía que comprendemos estupendamente.

Los mensajes que transmiten sustancias como las feromonas pueden generar una especie de campo de intersección entre las personas que se acaban de conocer. Los mamíferos marcan el límite de sus territorios con feromonas segregadas por determinadas glándulas. Los olores que se producen se detectan a gran distancia influyendo ostensiblemente en su conducta.

Estamos acostumbrados a ver el efecto de esta clase de olores en los perros. Miramos con condescendencia y nos creemos inmunes, pero estamos en un error. Bastante grave, por cierto. Nosotros también estamos dentro de ese círculo.

El mercado de feromonas es fascinante en el mundo sexual. Es fácil encontrar perfumes que juegan con esa clase de sustancias diabólicas para prometer paraísos eróticos a sus poseedores. Hay sustancias para ellas y para ellos. Y, según se dice, funcionan más o menos razonablemente.

El impulso sensorial de la feromona se dirige con prestancia y asertivamente hacia una estructura cerebral denominada hipotálamo, situada, por cierto, en nuestro cerebro primitivo. Nos presentan a una persona y nos gusta. Las feromonas están jugando con nosotros, sin que seamos conscientes.

Pero también puede disgustarnos, exactamente por el mismo tipo de factor. Por alguna razón, nuestras químicas no coinciden y sentimos alguna clase de amenaza que nos lleva a experimentar un profundo rechazo. Nuestro cerebro primitivo ha decidido que nos cae mal. Y ahora le llega el turno al cerebro más evolucionado, a la corteza cerebral, especializada en buscar y encontrar justificaciones para casi cualquier cosa. Elaboramos y elaboramos hasta que encontramos la paz espiritual tras haber dado con la razón que subyace a esa emoción. Así es el homo sapiens.

martes, 1 de septiembre de 2009

Respuesta a la Pregunta 35

¿Nos influye mucho la sociedad? ¿En qué medida influye la educación sobre cómo eres? ¿Influye la TV en nuestra conducta?

¿Verdad que parece una pregunta complicadísima de responder? Pero, a lo mejor, no es para tanto…

Existen bastantes leyendas urbanas sobre la influencia de la sociedad en el individuo o sobre el hecho de que la educación nos convierte en lo que somos, y no digamos ya sobre el efecto que poseen los medios de comunicación y la televisión en particular.

Desde el niño que vio Superman se lanzó en picado desde un ático, hasta el adolescente que, después de visionar Kill Bill, sale a la calle con una espada samurai y la emprende a sablazos con quienes tuvieron la mala suerte de interponerse en su camino. En ambos casos, el diagnóstico es meridiano, al menos para algunos.

Sin embargo, puede que hallar la respuesta más verosímil requiera dar algún rodeo. Antes de aceptar lo que aparentemente es válido, podríamos preguntamos por qué absolutamente ninguna de las millones de las personas que vieron Superman decidió arrojarse desde un último piso cubierto con una capa roja. Si el efecto del largometraje fuera tan arrollador como se quiere dar a entender, no tendrían que llamarnos humanos sino lemmings.

Nadie sensato, o que no tenga interés en vender periódicos o hacerse con el ‘share’ de la parrilla televisiva, suscribiría la declaración de que Superman es el responsable de que el niño se suicidará de manera tan trágica o de que Quentin Tarantino promovió que el ‘teenager’ albaceteño cometiera asesinatos atroces.

La pregunta sobre si la sociedad nos influye mucho puede encontrar una respuesta rápida considerando en qué medida nos influyen las personas que se encuentran más cerca de nosotros, nuestros allegados. En una palabra, ¿en qué medida nos influye la convivencia con los miembros de nuestra familia? Por lo que sabemos, la respuesta es de poco a nada. Por lo tanto, si un intenso y prolongado contacto apenas influye en cómo somos a la larga o en las que cosas que hacemos o dejamos de hacer, ¿cómo es posible que nos influyan personas a las que no conocemos de nada o con las que jamás tuvimos ni tendremos ninguna relación personal?

Quizá se podría argumentar que determinadas estrellas del espectáculo ejercen una poderosa influencia en los jóvenes. De acuerdo. Pero solamente en algunos jóvenes y durante un cierto tiempo. Si esa influencia es únicamente sobre un cierto sector y, en la mayor parte de los casos, se disipa con el tiempo, entonces a lo mejor se trata, generalmente, de una influencia irrelevante a efectos prácticos.

Con la educación pasa algo parecido. Las autoridades no paran de ofrecer cursos, o producir panfletos informativos, destinados a que los chavales no fumen o conduzcan con prudencia y sobrios. Sin embargo, ya sabemos cuál es el destino de ambas acciones: algunos jóvenes son sensibles a esos mensajes, una buena mayoría atiende sin demasiado entusiasmo y los demás se toman como un reto hacer justo lo contrario.

Quizá sea una buena estrategia aceptar algo que determinados publicistas hace tiempo que usan discrecionalmente: el mundo es como una enorme cafetería en la que se ofrece un extraordinario abanico de opciones. Hay gente a la que le gusta el café con leche, pero algunos le ponen azúcar y otros no, sacarina sólida o líquida, poco o mucho café, leche fría o caliente. ¿De qué depende esta variedad de gustos? Quién sabe, pero el hecho es que existen –y eso limitándonos al café con leche.

Para complicar las cosas, durante una época puede gustarnos el café con leche, pero, de la noche a la mañana, abominamos del blanco elemento y nos damos al café solo. ¿Por qué? Enigma.

En resumen, la sociedad, la educación o la televisión influyen de modo diferente sobre cada uno de nosotros. Por tanto, se trata de una ‘influencia’ relativa. El término y su significado son inapropiados. Más bien podría decirse que la sociedad, la educación o la televisión ponen a nuestra disposición un menú. Y somos nosotros, según nuestras particulares inclinaciones, quiénes confeccionamos el banquete que deglutiremos durante un periodo de nuestra vida. Pero quizá no en el siguiente.

jueves, 20 de agosto de 2009

Respuesta a la Pregunta 34

¿Qué es un psicópata? ¿Somos malos por naturaleza?

Aquí tenemos dos preguntas, pero están relacionadas.

¿Recuerdan el largometraje ‘Asesinato en 8 mm’? El tema principal giraba alrededor de las lamentablemente famosas ‘snuff movies’, es decir, películas domésticas en las que, supuestamente, se graba la tortura o muerte real de una persona. Su precio únicamente puede ser costeado por millonarios y la principal razón por la que encargan su rodaje, primero, y las compran, después, es ‘porque pueden hacerlo’. Esa es una de las tesis principales de la película.

La segunda suele pasar desapercibida, pero nos ayudará a elaborar la respuesta a esta pregunta. Cuando el protagonista, Nicolas Cage, logra capturar a quien, físicamente, tortura y asesina a las chicas desaparecidas en extrañas circunstancias, para usarlas como involuntarias protagonistas de las salvajes películas domésticas, es el asesino mismo quien hace la pregunta esencial y aporta su respuesta: “mato porque me gusta”.

Un psicópata es un tipo de personalidad que se caracteriza por poseer un temperamento que le hace resistente a las sensaciones de miedo que los demás albergamos en determinadas circunstancias. Algo que a nosotros no asusta –en el supuesto caso de que no seamos psicópatas—a él no. De hecho incluso puede resultarle estimulante, atractivo.

Visto desde esta perspectiva, y suponiendo que olvidamos momentáneamente las innumerables producciones cinematográficas que se dedican a esta clase de personas, un psicópata no tiene por qué dedicarse a matar a nadie. Es más, incluso podría ser un héroe admirado durante siglos. Un gran guerrero es, muy posiblemente, un psicópata. El bombero que se mete, sin dudarlo, en un edificio en llamas a punto de derribarse para salvar a un grupo de personas que se han quedado atrapadas, es, también, un psicópata, alguien capaz de controlar las sensaciones de miedo que inevitablemente despiertan esa clase de situaciones en la mayor parte de nosotros.

El problema es que ese tipo de temperamento posee, digámoslo así, un reverso tenebroso. A menudo evitamos realizar acciones punibles por miedo a las consecuencias. El psicópata carece de ese temor. Las circunstancias pueden llevarle a convertirse en un asesino en serie. Pero ¿cuáles son esas circunstancias? Francamente, no lo sabemos, aunque una explicación verosímil puede pasar por una crianza negligente por parte de sus cuidadores. Aprende que, amenazando a sus compañeros, puede conseguir lo que desea. Los apetitos se incrementan con el paso del tiempo y si para lograr su objetivo se requiere hacer cosas que los demás apenas se plantean, ellos no dudan en ponerlas en práctica. Si el crimen le permite satisfacer esos deseos, entonces entrará en un círculo del que ya nunca saldrá.

Las pistas que poseemos son consistentes con la declaración de que esa clase de temperamento es innato, está en los genes. Se nace con las cualidades para convertirse en un psicópata, igual que se nace con la disposición a militar en asociaciones promotoras de la paz y la no violencia. Aceptamos lo segundo con relativa facilidad, pero nos resistimos a hacer lo propio con lo primero.

Sin embargo, igual que sucede con otros factores psicológicos, el hecho de que haya una poderosa influencia genética no significa que tenga que materializarse necesariamente. O, mejor dicho, no implica que el individuo vaya a convertirse en un torturador o un violador múltiple en un futuro.

Cuando eso sucede podemos estar seguros de que algo que los psicólogos denominamos ‘proceso de socialización’ ha fracasado. Quienes son responsables de educar apropiadamente a ese niño (o niña), de ayudar a que se convierta en un adulto socializado, han fallado.

Y lo peor es que lo habrán hecho sin saberlo, inconscientemente. Creyendo que lo mejor era dejar expresarse libremente al niño, realmente le han hecho un flaco favor, a él primero, y a los demás después. Evitando poner límites y dejando de ejercer la autoridad que les corresponde, los adultos encargados de educar a ese niño habrán propiciado la creación de una personalidad cruel.

Entonces, ¿serán esos adultos los últimos responsables de que tengamos que convivir con asesinos sanguinarios? ¿habría que encerrarles también a ellos como cómplices de los sucesos que sus retoños cometen en su vida adulta?

martes, 18 de agosto de 2009

Respuesta a la Pregunta 33

¿Qué empuja a un hincha de fútbol a hacer animaladas?

Los equipos calientan motores ahora para el comienzo de la liga en breve. Quienes cuentan con mayor presupuesto incluso recorren mundo aprovechando la coyuntura. Algunos de sus fans viajan con ellos.

Tanto los logros como las desventuras de esos equipos de futbol son compartidos por sus seguidores. Generalmente en uno y otro caso no sucede nada socialmente reseñable, salvo que comparten grupalmente las alegrías y las penurias, dentro y fuera del campo.

En un estadio pueden congregarse decenas de miles de personas. El estado de ánimo es, a menudo, contagioso y en espectáculos como el que ofrece el fútbol extraordinariamente pegadizo. Sin embargo, las cosas se mantienen bajo control la mayor parte de las veces. Y no porque haya alguien que regule la situación, sino porque esa situación se regula a sí misma.

Sin embargo, de cuando en cuando se producen situaciones grotescas. Un grupo de personas prende fuego a una bandera, se arrojan objetos contundentes al árbitro o a alguno de los contendientes, o alguien sale desnudo en pos de la estrella de turno. La última situación no deja de ser algo anecdótico e incluso gracioso. Las dos primeras carecen de sentido en una situación deportiva. No en vano la competición deportiva constituye, supuestamente, un modo civilizado de canalizar una contienda entre grupos de personas. Mientras que antaño la tribu A acosaba a la tribu B con algún objetivo más o menos evidente, desde un tiempo a esta parte se ha optado porque el Barcelona juegue contra el Madrid, poniendo sobre el césped el orgullo territorial. En un encuentro como ese no está en juego el esférico, sino algo más, mucho más.

Al menos eso creen algunos individuos. Y son precisamente esos quienes promueven las situaciones que se califican de ‘animaladas’ en el título genérico de esta pregunta. Por supuesto que son perfectamente capaces de discriminar un evento deportivo de una contienda territorial, pero deciden no hacerlo. Es difuso cuál es el mecanismo que subyace a ese proceso de toma de decisiones, pero se pueden hacer suposiciones razonables.

¿Es el alcohol? Posiblemente sea uno de los factores en juego. Los hinchas beben para prepararse para lo que está por venir y eso facilita una perseguida desinhibición. Dependiendo de cómo transcurran los acontecimientos en el césped, se comenzará con palabras subidas de tono y se seguirá con palabras mayores.

No obstante, muchas otras personas presentes en el estadio también beben alcohol y no por ello emulan a la, digámoslo así, facción agresiva del grupo. Disfrutan y eso es todo. O sufren.

El culpable no puede ser el nivel de alcohol en sangre. Hay algo más. Debe haber algún ingrediente añadido al explosivo cóctel. Algunos profesionales de la conducta dirían, como es natural, que el espíritu de grupo se transforma en sentimiento tribal y saca lo peor que hay en cada uno de los miembros de ese grupo. Pero, ¿por qué no también en los demás que están presentes en el campo? Ellos también son un grupo, y, sin embargo, sufren, se divierten, o ambas cosas, en la misma tarde, sin mostrar conductas agresivas que produzcan alguna clase de perjuicio en los demás.

Quienes hacen esas ‘animaladas’, de todos conocidas, son personalidades predispuestas, principalmente por motivos naturales. Y por ‘motivos naturales’ quiero decir que son personas que ‘necesitan’ exteriorizar esa clase de conductas agresivas. Realmente que lo hagan en un estadio de futbol es algo coyuntural, una excusa como otra cualquiera para expresarse, para desgracia de los demás.

Ocasionalmente hemos podido leer en algún medio de comunicación que los responsables de los equipos de futbol promueven la presencia de estas personalidades en el campo. Lo dudo. ¿Por qué debería estar interesado Laporta en que un grupo de hinchas del Barcelona haga arder una bandera española? Si, el presidente del equipo culé es nacionalista, pero no idiota, y, a mi juicio, es, además, un individuo civilizado.

Como para algunas de las circunstancias que se han discutido en otras preguntas, soy escéptico respecto a la posibilidad real de terminar con esta clase de ‘animaladas’. Lo mejor que podemos hacer es identificar a esta clase de individuos e impedir su entrada al campo. Pero, cuidado, identificarlos por los hechos, no por presunciones más o menos razonables.