¿Por qué hago cosas que realmente no quiero hacer?
Hay muchas razones que pueden estar detrás, por lo que realmente serían necesarias varias respuestas para esta pregunta. Por otro lado, quizá haya que subrayar la palabra ‘realmente’ dada su relevancia en este contexto.
Puede parecer que algunas personas tienen las cosas meridianamente claras, apenas tienen dudas sobre lo que deben o desean hacer y lo que no. Esta clase de individuos se corresponden con quienes consideramos seguros de sí mismos o similar. Nos provocan admiración.
Sin embargo, a menudo la experiencia nos dicta que aquello que hacemos o dejamos de hacer suele resultar de un proceso de toma de decisiones en el casi nunca se han considerado todas las posibles variantes relevantes. Y esto vale también para quienes actúan como si lo hubieran hecho.
Puesto que hay factores que se han dejado a un lado al adoptar una determinada decisión antes de actuar, es natural que, poco después, dudemos sobre si habremos hecho lo correcto o no.
Para complicar todavía más la coyuntura, al proceso racional de llegar a una decisión debe añadírsele el ingrediente emocional. En un momento determinado de nuestras vidas podemos encontrarnos experimentando una sensación de ‘bajón’, como suele decirse coloquialmente. O, en palabras algo más técnicas, nuestro estado de ánimo se corresponde con la tristeza y la desesperanza.
Una misma situación bajo determinado estado de ánimo será interpretada, posiblemente, de modo distinto a si ese estado fuese otro. Un ejemplo bastante típico es la decisión de dejar una relación sentimental.
Una mujer decide expresarle a su pareja el deseo de abandonar la relación en la que llevan envueltos varios años. Tienen un encuentro en un terreno neutral –el restaurante en el que se conocieron, por ejemplo—y ella le explica, con lujo de detalles, las razones que están detrás de su decisión. Dolorosamente la pareja acepta la situación, aunque, racionalmente le cuesta comprender los motivos puestos encima de la mesa.
Sin embargo, pasado algún tiempo esa misma mujer decide telefonear a su expareja para, con la más peregrina de las excusas, encontrarse, una vez más, en aquel famoso restaurante, cuando menos en su propia historia personal. Durante la cena cede a la tentación de tantearle sobre su vida actual, si sigue en su trabajo, si le va bien, y, yendo al grano, si ha rehecho su vida sentimental.
Descubre que la respuesta a la pregunta que realmente le interesaba es positiva. Su expareja ha encontrado a otra mujer, con la que convive y con la que ha encontrado la felicidad que también vivió con ella.
¿Qué pasó? Es difícil de decir, pero, desde luego, es fácil concluir que se trata de un ejemplo clásico de arrepentimiento. Hizo algo que, realmente, no quería hacer. ¿Por qué llegó a colocarse en esa situación de riesgo? ¿Por qué no esperó un poco de tiempo antes de pedirle a su pareja que aceptase la ruptura de su relación? Desde luego no es seguro, pero, probablemente, darse un poco más de tiempo hubiera permitido valorar las cosas bajo diferentes estados de ánimo, y, por tanto, más objetivamente.
Las emociones nublan nuestro juicio, lo que viene a significar que impiden que adoptemos las decisiones menos perjudiciales para nuestras vidas. Cuantos más factores se encuentren implicados, peores compañeras de viaje son las emociones y los sentimientos. Y la causa detrás de este hecho es fácil de ver: las emociones obligan a simplificar, porque ese es su modo de actuar. La razón es compleja, y, además, bastante imperfecta.
En consecuencia, mi recomendación, como psicólogo, para quienes se encuentren ante la duda de qué hacer en una determinada situación que consideren importante en sus vidas, es darse tiempo. Una decisión más sabia solamente será posible cuando pasemos los elementos relevantes de la situación por el matiz de distintos estados emocionales. Si seguimos pensando y sintiendo lo mismo cuando estamos tristes y alegres, entonces seguramente la decisión que adoptemos será la correcta, al menos para nosotros.
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