¿Por qué algunas personas nos caen mal nada mas conocerlas?
Para qué engañarnos, a todos nos ha pasado algo así. Nos presentan a alguien, o ni siquiera es preciso que se produzca ese suceso, y sentimos un rechazo inexplicable hacia él o ella. Se dice que no hay química, que algo falla en la conexión.
Incluso se ha podido dar el caso de que hayamos sido nosotros los receptores de tamaña mala cantidad de vibraciones –por tanto, no solamente es cuestión de química, sino también de física.
Hay gente que conecta nada más conocerse y personas que, hagan lo que hagan, no logran el perseguido y deseable vínculo.
Nada me gustaría más que poder ofrecer una respuesta clara y contundente a algo que claramente nos preocupa a muchos de nosotros. A nadie le gusta, digámoslo así, caer mal a los demás. Y, con frecuencia, también nos desagrada que determinadas personas nos den dentera. Es desagradable, para qué negarlo.
Lo interesante del fenómeno es que, cuando eso sucede, tratamos por todos los medios de encontrar una explicación. “Es un coñazo”, “Tiene una mirada torva”, “Le huele el aliento”, “Es de Sabadell”, “Dobla la rodilla de un modo inquietante”. El argumento es irrelevante. Lo importante es que siempre acabamos encontrando una explicación.
Pero ¿existe tal explicación? Es posible que le huela el aliento o que sea de Sabadell. Pero ¿es eso suficiente para explicar este fenómeno prácticamente universal? ¿Bastan ese tipo de factores para que nos caiga mal una persona nada más conocerla?
Me inclino a pensar, y reconozco que no tengo más remedio que especular y echar mano de mi sentido común psicológico ahora, que la explicación de por qué alguien nos cae mal nada más conocerle es la misma que la razón por la que nos cae bien.
Simple y llanamente, los humanos liberamos sustancias químicas constantemente. ¿Les suenan las famosas feromonas? Pues son solamente un ejemplo.
Secretamos feromonas “diseñadas” por la evolución para provocar una reacción en quienes nos rodean. Constituyen un medio de comunicación no consciente que se transmite por el aire, como las ondas de radio, por poner una analogía que comprendemos estupendamente.
Los mensajes que transmiten sustancias como las feromonas pueden generar una especie de campo de intersección entre las personas que se acaban de conocer. Los mamíferos marcan el límite de sus territorios con feromonas segregadas por determinadas glándulas. Los olores que se producen se detectan a gran distancia influyendo ostensiblemente en su conducta.
Estamos acostumbrados a ver el efecto de esta clase de olores en los perros. Miramos con condescendencia y nos creemos inmunes, pero estamos en un error. Bastante grave, por cierto. Nosotros también estamos dentro de ese círculo.
El mercado de feromonas es fascinante en el mundo sexual. Es fácil encontrar perfumes que juegan con esa clase de sustancias diabólicas para prometer paraísos eróticos a sus poseedores. Hay sustancias para ellas y para ellos. Y, según se dice, funcionan más o menos razonablemente.
El impulso sensorial de la feromona se dirige con prestancia y asertivamente hacia una estructura cerebral denominada hipotálamo, situada, por cierto, en nuestro cerebro primitivo. Nos presentan a una persona y nos gusta. Las feromonas están jugando con nosotros, sin que seamos conscientes.
Pero también puede disgustarnos, exactamente por el mismo tipo de factor. Por alguna razón, nuestras químicas no coinciden y sentimos alguna clase de amenaza que nos lleva a experimentar un profundo rechazo. Nuestro cerebro primitivo ha decidido que nos cae mal. Y ahora le llega el turno al cerebro más evolucionado, a la corteza cerebral, especializada en buscar y encontrar justificaciones para casi cualquier cosa. Elaboramos y elaboramos hasta que encontramos la paz espiritual tras haber dado con la razón que subyace a esa emoción. Así es el homo sapiens.
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