¿Por qué se siente vergüenza?
Algunos no la sienten, ese es un hecho conocido (“eres un sinvergüenza” o “tienes más cara que espalda” son algunos ejemplos de declaraciones populares que lo reconocen) pero una buena parte de los habitantes del mundo civilizado experimentan, de vez en cuando, los síntomas calificados como ‘vergüenza’.
Imaginemos que estamos cenando con nuestra pareja, su padre y su abuelo, en un restaurante de la zona centro de la capital de España. Son personas con las que nos sentimos como en casa. Estamos distendidos y charlamos por los codos. Narramos, con detalle, las peripecias de nuestro reciente viaje a Tailandia. Pero, de repente, se nos acerca un camarero y nos susurra al oído que hemos ganado un bono para comer gratuitamente, una vez al mes, durante los próximos tres años, siempre que aceptemos una pequeña condición.
Resulta que el requisito para hacerse con el premio es leer, ante los presentes en el restaurante, un poema de Quevedo. Además, nuestra actuación estelar será grabada y retransmitida posteriormente por Telemadrid. Pedimos un poco de tiempo para decidir y se nos concede graciosamente.
La elocuencia que tuvimos hasta ese momento en presencia de los comensales, conocidos, decae peligrosamente. Nos hablan, pero no escuchamos. Nuestro corazón –si, ese dichoso órgano que parece tener vida propia—comienza palpitar dos tercios por encima de lo habitual y percibimos un intenso calor en las mejillas –preguntándonos por qué demonios habrán bajado el aire acondicionado. Buscamos el vaso para beber agua, o lo que se tercie, pero se nos resbala por el sudor que estamos produciendo con tal intensidad que llegamos a preguntarnos si reside en nuestro interior el mismísimo lago Victoria. Nuestro ánimo se encuentra profundamente turbado y presentamos los síntomas habituales. Nos asalta, despiadadamente, una vergüenza atroz. Nos vemos incapaces de ponernos delante de ese público cautivo a proclamar aquello de que “ayer se fue; mañana no ha llegado; hoy se está yendo sin parar un punto: soy un fue, y un será, y un es cansado”. Y eso a pesar de que la recompensa nos seduce muy, pero que muy poderosamente --glotón eres y en glotón te convertirás.
Por supuesto, esta es una clase de vergüenza, pero hay otras.
Podemos, también, sentir vergüenza por cosas que hicimos en el pasado. A menudo basta que nos recuerden situaciones embarazosas en las que estuvimos implicados, para que se puedan reproducir, incluso, los síntomas físicos que la acompañaron: “¿te acuerdas de cuando llamaste ‘mamá’ a Rodrigo?” Así dicho no parece especialmente relevante, claro, pero resulta que el tal Rodrigo era el cura que celebró la misa el día de tu boda. Cuando te preguntó “¿quieres a Rocío como tu legítima esposa?” tu respondiste “si, mamá”.
Como es bastante predecible, la iglesia se inundó con la carcajada unánime de los 250 invitados al evento, tu deseaste tele-trasportarte de modo inmediato a una galaxia muy, muy lejana, el párroco quería unirse a ti en tu viaje inter-estelar para poder reír a gusto y el maxilar inferior de tu futura esposa reposaba inerte en el suelo mientras las damas de compañía intentaban, en vano, devolverlo a su lugar habitual.
Es natural que haya algunas personas más vergonzosas que otras. Si hubieras tenido más ‘espíritu deportivo’, entonces seguramente te habrías unido a los presentes en la ceremonia, en lugar de reabsorberte como un caracol.
¿Por qué fuimos incapaces de lanzarnos al ruedo y leer el dichoso poema de Don Francisco, o para el caso, de reírnos de nuestra mala pata nada menos que el día más feliz de nuestras vidas –según dicen? Porque ‘somos’ vergonzosos, lo que significa que nuestro ánimo se turba, con facilidad, ante las inclemencias sociales. Esta clase de alteración se encuentra bastante relacionada con una característica de personalidad que compartimos con algunos miembros del reino animal. ¿Cuál? Los psicólogos solemos denominarla ‘neuroticismo’ o, en palabras menos malsonantes, ‘inestabilidad emocional”.
Por lo que sabemos hasta ahora, las diferencias que nos separan en esa inestabilidad emocional se encuentran fuertemente ancladas en nuestra biología. Nuestros sistemas nerviosos poseen características generales similares, pero el modo en el que se materializa en cada uno de nosotros varía. Y esas variaciones están detrás de que yo me ponga como un tomate cuando me encuentro en situaciones que considero perturbadoras, mientras que mi amigo Carrasco las considera un estimulante reto. Nada que una buena dosis de diazepam no pueda combatir, al menos temporalmente.
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