¿Puede la Psicología contribuir a mejorar nuestra sociedad?
Psi, claro que Psi puede contribuir a mejorar nuestra sociedad. Al menos eso es lo que honestamente creo.
De hecho, puede facilitar un cambio de perspectiva sobre lo que significa ‘mejorar la sociedad’. Aunque suponga pecar de una cierta simplicidad, pienso que, desde finales del siglo diecinueve, los movimientos intelectuales que han debatido sobre el cambio y la mejora social han presentado una inclinación peculiar, un sesgo de carácter sociológico.
Se supone que es una verdad evidente, un hecho que no requiere ninguna demostración. Si queremos mejorar la sociedad, confiemos en la sociología, y, estirándonos un poco, en la Psicología social. Por descontado, la política también es una indiscutible protagonista, invitada o no, de los anhelados cambios sociales. Pero no hablaré aquí de ella (sacia que, campaña tras campaña, los partidos prometan un cambio y que ya no sorprenda que nadie hable de conservar determinadas tradiciones, de las cosas que sabemos que son buenas, bellas y verdaderas).
A mi juicio, el error fundamental de la visión sociológica es su olvido de que el cambio que preconiza implica a millones de ‘objetos con mente’ –así denominó al homo sapiens el gran psicólogo español Ángel Rivière. Resulta que la psicología hace tiempo que descubrió que no hay dos mentes iguales. Cierto, algunas pueden parecerse muchísimo, pero ninguna es idéntica a las demás. Por tanto, suponer que una consigna sociológica ejercerá similar efecto en distintos objetos con mente es, siendo bien pensado, ingenuo. Si fuésemos mal pensados, algo que no deseamos, diríamos que esa visión huele a totalitarismo, sea de derechas o de izquierdas.
La reciente historia del siglo XX es consistente con lo que se acaba de decir. Es igual que discutamos sobre Hitler, Mussolini, Lenin o Mao. El factor es común. Y ese factor está vinculado al supuesto de que no hay una naturaleza humana, o de que, si existe, se puede ignorar. Por fortuna, esa misma historia se ha encargado de demostrar, por los hechos, que ese factor común es menos común de lo que se piensa. De ahí la necesidad de promover cambios y más cambios, a ver si esta vez se tiene más éxito.
El totalitarismo es demasiado tentador para algunos, de ahí que sea revisado, una y otra vez, con una persistencia obsesiva. Pero esa perspectiva exige aplastar, literalmente, la identidad individual, de la que se encarga, precisamente, la psicología. Si la historia nos enseña que ese intento está abocado al fracaso, puede merecer la pena que ahora nos abramos a otras posibilidades. La psicología, al menos alguna de sus perspectivas, puede ayudar en este proceso.
Si aceptamos realmente, en lugar de asentir simplemente con un movimiento de cabeza, que las personas poseen una identidad irrepetible, entonces el sistema social en el que se pueda pensar debe considerar ese hecho como punto de partida. Nadie debería intentar aplastar mi identidad, basada en el hecho de que puedo sentirme catalán, varón y socialista. Nadie debería ignorar que puedo tener un talento especial para las matemáticas. Nadie debería tratar de que me sintiese atraído por aquello que me repugna moralmente.
La tentación irresistible que sienten los sistemas totalitarios (y sus sociedades asociadas, como cierto periodismo y determinados sistemas propagandísticos) por dictar lo que está bien y lo que está mal, o lo que se puede y no se puede pensar, es aberrante para una visión psicológica de la sociedad.
La psicología puede ayudarnos a que comprendamos que hay personas buenas y malas, que la moralidad no está igualmente distribuida en la población, que detrás de alguien que dice que está preocupadísimo por el bienestar común hay un egoísta consumado, que un individuo puede usar un micrófono para recabar fondos para los niños del tercer mundo e irse seguidamente a gastar 500 euros en una opípara cena para celebrarlo, o que un líder político busca satisfacer a sus presuntos votantes para preservarse en el poder en lugar de actuar como sabe que debería.
La gente quiere un cambio. Y lo seguirá deseando hasta que, como sociedad, no seamos capaces de aceptar que esa gente existe realmente, que son de carne y hueso, y que son, literalmente, ‘individuos’. La sociedad está compuesta por grupos humanos, pero, a fin de cuentas, los grupos están formados por individuos. Suponer que esos grupos y la sociedad poseen su propia dinámica, sus propias reglas, puede ser suponer demasiado. Ir a la raíz de la sociedad para promover un cambio cabal conlleva, necesariamente, mirarle a los ojos a los individuos. Ahí reside nuestra humanidad. Ellos son el reflejo del alma. Un alma que quizá no poseamos, pero imaginar que mora en nosotros puede contribuir a revestirnos de una moralidad que la sociedad actual parece haber perdido.
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