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jueves, 22 de diciembre de 2011

Religión y Ciencia

En estas fechas resulta particularmente apropiado hablar de religión.

Francisco Ayala y Richard Dawkins son prestigiosos científicos con visiones opuestas sobre las relaciones ciencia-religión.

Dawkins experimenta una infatigable fobia hacia la religión. Ayala no, quizá por su condición de ex-sacerdote. Ayala conoce, mientras que Dawkins decide desconocer. Ambos son evolucionistas. Rechazan las visiones creacionistas.

Es recomendable el libro de Ayala '¿Soy un mono?' para disponer de una visión bastante diferente a la mantenida por el británico autor de 'El gen egoísta'.

Recientemente se ha celebrado en Madrid una cumbre sobre ciencia y religión: Simposio Internacional Ciencia y religión en el siglo XXI: ¿diálogo o confrontación?

Ayala sostiene que la ciencia permite conocer los detalles de la realidad, "pero no su finalidad".

Los científicos imparciales --Dawkins no se encuentra entre ellos-- admiten que la ciencia se encarga de abrir interrogantes, no solo de encontrar respuestas.

Y para algunas de estas preguntas la ciencia no tiene respuesta porque no entran dentro de sus objetivos. Tampoco pueden siquiera intentar ser resueltas echando mano de su arsenal.

Por eso no son pocos los científicos que mantienen separadas su profesión y sus creencias.

San Anselmo decía que creía para entender.

Para entender qué pintaba aquí, por ejemplo.

Científicos y artistas por igual, nuestras eminencias, esos que nos han hecho avanzar y nos han ayudado a disfrutar de la belleza, no han tenido empacho en admitir que su presencia aquí, en este mundo, posee un sentido trascendente.

La certeza en esa creencia es tan probable como la contraria, como suponer que estamos aquí accidentalmente.

El hecho irrefutable es que no tenemos la más remota idea de por qué estamos aquí.

Pero tenemos un órgano que nos permite preguntarnos por esa clase de inquietantes cuestiones y que, además, nos impulsa a encontrar respuestas.

Permanecer en la incertidumbre nos resulta tan descorazonador que nos aferramos a las respuestas que, sea por la razón que sea, nos resultan más sólidas.

Sin embargo, aceptar el mensaje de Ayala o de Dawkins es, de hecho, una cuestión de fe.

Se nos llena la boca con la palabra 'respeto' hacia las creencias de los demás, pero no es infrecuente que actuemos y hablemos asumiendo, a menudo de modo beligerante, que somos nosotros quienes estamos en posesión de la verdad.

Soy pesimista ante la posibilidad de que mantengamos una mente abierta ante esa vital incertidumbre. Parece estar arraigada en nuestra naturaleza la tendencia a aferrarnos a una determinada creencia y rechazar las demás calificándolas con los más destructivos términos.

Una cosa es declarar que somos tolerantes y otra bastante diferente actuar demostrando que realmente lo somos.

Admitir que podemos estar equivocados es un signo de madurez.

Destruir es más sencillo que construir.

jueves, 20 de octubre de 2011

Dawkins Strikes Back

Recurriendo a su fe ciega en la evolución, Richard Dawkins escribe ahora un libro para niños --La magia de la realidad-- destinado a erradicar, desde su raíz, cualquier duda sobre la base científica, real, de la evolución.

Su obsesión anti-religiosa no deja de expandirse, mezclando, sin tino, creencias y ciencia.

Francamente, me ha llamado poderosamente la atención que use la palabra 'magia' junto a 'realidad' en el título de su último libro.

Dawkins acepta que los niños pueden comprender la evolución y conceptos científicos similares, como electrón o fuerza. Eso sí, a partir de los cinco años de edad.

De hecho, propone que la evolución sea una asignatura más del currículo de los chavales. Mientras que la religión se cimenta en mitos que producen más preguntas que respuestas en la mente de los niños, la evolución puede responder sin abrir nuevos interrogantes.

Dawkins promueve el carácter obligatorio de esa asignatura de evolución a través de su Fundación 'Por la razón y la ciencia'. Los creyentes odian la ciencia y son unos descerebrados sujetos a las bajas pasiones de sus sistemas límbicos, según él.

Me pregunto: ¿no le bastaría con promover su visión del mundo dejando tranquilos a los creyentes? ¿o es que necesita de ese agresivo contraste para hacerse oír?


Se declara sorprendido porque algunos padres sigan explicando a sus hijos el mito de Adán y Eva --por ejemplo-- cuando deberían dirigirles a su Fundación para ser iluminados y contagiados por su magia real.


Y no crean que se para aquí, nada de eso. Declara que esa clase de mitos pueden perjudicar el desarrollo intelectual de los chavales.

Me pierdo. Por un lado, dice que la teoría de la evolución es mas fácil de comprender que los mitos. Por otro, que los segundos dañan el desarrollo de la inteligencia. Pero ¿no sería razonable predecir que esforzarse por comprender algo tan complejo y abstracto como un mito sería más beneficioso, como estímulo del intelecto, que captar algo tan simple y concreto como la evolución?

En este blog, que ya tiene su solera, hay bastante información que desmonta el 'argumentario' de Dawkins sobre el carácter prácticamente diabólico --admitiendo esta figura mítica, claro-- de la religión, especialmente de la católica.

Puede revisarse la síntesis sobre el trabajo de Anthony Esolen:


También son especialmente pertinentes las reflexiones sobre una conferencia de Colin Patterson acerca de la teoría de la evolución:


Finalmente, puede ayudar el comentario sobre 'El espejismo de Dios'

viernes, 16 de julio de 2010

La Gran Esperanza Tibetana

Un estudio recientemente publicado en la revista ‘Science’ revela que los tibetanos han cambiado su genotipo para sobrevivir a las extremas condiciones en las que viven desde, año más, año menos, el pleistoceno.

Genetic Evidence for High-Altitude Adaptation in Tibet. Tatum S. Simonson, et al. Science, 329, 72 (2010); DOI: 10.1126/science.1189406

En la investigación que ahora comentamos se trató de identificar los genes cuyos cambios, o mutaciones, permitieron que esa población humana pudiese mantener un metabolismo normal a esas alturas.

Se compararon los genes (concretamente los haplotipos) de los tibetanos y de otros grupos de asiáticos residentes en zonas más próximas al mar.

Los genes EGLN1 y PPARA resultaron los más robustos ante las comparaciones de los tibetanos con el resto. Además, las variaciones en esos genes se relacionaron con las concentraciones de hemoglobina.

Gracias a esta especial configuración genética, dicen los investigadores, mientras el resto de los mortales nos ponemos malísimos a determinada altura, los tibetanos hacen su vida como si tal cosa. Han cambiado sus genes para adaptarse a esas condiciones extremas.

Por tanto, este estudio comprueba algo que se sabía: nuestra configuración genética actual, es, en realidad, fruto de las presiones ambientales a las que nos hemos enfrentado en el transcurso de nuestra historia. Si ha cambiado hasta ahora, puede volver a hacerlo después.

Y si puede cambiar, bien pudiera suceder que aprendamos a hacerlo por nuestra cuenta sin esperar, con los brazos cruzados, a que la madre naturaleza decida que ha llegado el momento.

Eso si, con nuestra capacidad ‘anti-Midas’ es posible que toquemos la tecla en el momento y lugar equivocado, destrozando lo que venía siendo una bonita sinfonía…

martes, 29 de diciembre de 2009

La historia humana está escrita en nuestros genes (y II)


Señala Olson que los grupos humanos no son inventos culturales: “existen diferencias físicas reales entre el nigeriano promedio, el noruego promedio y el filipino promedio. La mayor parte de los miembros de estos grupos comparten una historia biológica común que se puede ver en su ADN. Pero el hombre moderno es demasiado joven como especie y se ha emparejado con demasiado entusiasmo como para desarrollar diferencias genéticas sustanciales”.

Debido a este sustancial solapamiento entre los distintos grupos humanos, Olson se sorprende de la tendencia a separar genéticamente a los grupos humanos. Se sirve del reiterado caso del CI (capacidad intelectual) en los Estados Unidos, para argumentar en contra de esa tendencia. Observa que la evaluación del CI en aquel país revela que quienes poseen un origen asiático puntúan más alto en los tests de inteligencia que los que tienen un origen europeo, y que estos logran mayores puntuaciones que quienes provienen de África. A partir de este hecho empírico cuestiona la tendencia a pensar que esta diferencia promedio puede atribuirse a sus diferencias genéticas (“el 85% de la variación genética humana se observa dentro de los distintos grupos y solamente el 15% separa a esos grupos”). Para este periodista, las diferencias se deben a la dieta, la salud y la educación. Sin embargo, la historia no es tan simple, según el informe de la Asociación Americana de Psicología publicado en 1996.

También pone en entredicho Olson al argumento de que si hay diferencias físicas que separan a los grupos, no hay ninguna razón lógica para que no las haya también a nivel psicológico. Es posible, por ejemplo, que climas fríos hayan potenciado un mayor grado de inteligencia en determinados grupos humanos. Sin embargo, el autor encuentra dos problemas: (a) no se ha identificado ningún mecanismo que pueda ordenar atributos complejos, como la capacidad intelectual, dentro de especies tan homogéneas e interconectadas como la nuestra (por cierto, los neandertales estaban muy bien adaptados a los rigores climáticos del norte de Europa) y (b) hay una diferencia radical entre un rasgo simple, como el color de la piel, y un atributo cognitivo complejo como la inteligencia (el desarrollo del cerebro depende de miles de genes y se encuentra indisolublemente ligado a la experiencia). Señala, también, que la vulnerabilidad a determinadas enfermedades que caracteriza a ciertos grupos humanos, es resultado de las influencias ambientales.

La extraordinaria expansión del hombre moderno solamente puede comprenderse por la confluencia de dos factores: el lenguaje y la agricultura. La aparición de la agricultura en la región situada entre el mediterráneo y el golfo pérsico, produjo la aparición de las primeras civilizaciones. Estas civilizaciones promovieron los primeros sistemas de escritura, nuevas formas de gobierno y la mayor parte de las religiones que ahora conocemos. La historia de la humanidad se ha moldeado, en gran medida, mediante las plantas y animales que vivían en Oriente próximo. Hacia el año 3000 antes de Cristo, la civilización sumeria prosperaba en Irak, y el primer faraón unía el alto y bajo Egipto. Más allá de esas regiones, se producían sucesos similares en China, Grecia o Mesoamérica: “se estaba asistiendo a la creación de un nuevo mundo gracias al desarrollo, expansión e invención independiente de la agricultura”.

Olson revisa el famoso ‘Human Genome Diversity Project’ (HGDP) dirigido por Cavalli-Sforza, ya que despierta considerables suspicacias en distintos grupos (por ejemplo, los aborígenes norteamericanos). Sin embargo, “el único modo de comprender lo parecidos que somos es aprender cómo diferimos (…) cómo resolver este dilema es uno de los problemas más difíciles al que se enfrenta el estudio de la genética humana”.

El capítulo final del libro de Olson se titula ‘The End of Race’. En este capítulo presta especial atención al caso de Hawaii (por cierto, acepta que fue descubierto por el británico James Cook, pero hasta los propios hawaianos saben que el archipiélago fue descubierto por los españoles –Olson viaja mucho para escribir, pero a menudo se ‘pierde’ algunos inquietantes detalles). Subraya el incremento de matrimonios entre personas de distintos grupos humanos con el aumento de la movilidad en el mundo. Predice que esta tendencia reducirá las denominadas tensiones raciales. Pero el caso de Hawaii le hace albergar algunas reservas. En contra de lo que suele creerse, también en Hawaii existe una poderosa tendencia a identificar grupos y a establecer distinciones basadas en el carácter supuesto de esos grupos (los japoneses tienen hambre de poder, los filipinos son ignorantes, los hawaianos son gordos y vagos).

La gente habla constantemente de las diferencias que separan a distintos grupos, pero, según Olson, eso no tiene por qué ser negativo. El autor tranquiliza su conciencia del siguiente modo: “nuestras preferencias, nuestro carácter y nuestras capacidades no se encuentran determinadas por la historia biológica de nuestros antepasados. Dependen de nuestros atributos, experiencias y elecciones individuales. A medida que esta inevitable conclusión se generalice, nuestras historias genéticas se harán progresivamente menos importantes. Y cuando miremos a otra persona dejaremos de pensar asiático, negro o blanco. Simplemente pensaremos: persona (…) Somos los miembros de una única familia humana, producto del azar y la necesidad genética, que se enfrenta a un futuro desconocido”.

Con esta conclusión es fácil comprender por qué fue finalista, pero no ganó el concurso al que se presentó (National Book Award). A medida que va leyendo, al lector le queda claro que las diferencias genéticas que nos separan a los humanos modernos son extraordinariamente relevantes. Multitud de ejemplos traídos a colación por Olson así lo atestiguan. Sin embargo, al cerrar la obra le tiembla el pulso melodramáticamente. El autor piensa que el lector no posee la suficiente capacidad para comprender, simultáneamente, que somos miembros de una misma especie, pero que eso no elimina el carácter único e irrepetible de cada uno de nosotros. Falla también al intentar ocultar que los grupos humanos están compuestos por individuos, y que si se acepta que los individuos son genéticamente diferentes también lo serán, inevitablemente, los grupos que ellos componen. La historia de esos grupos, que Olson revisa con exhaustividad, no se puede eliminar de un plumazo. Le falta valentía para ayudarnos a aceptar que las diferencias que nos separan son una riqueza, no algo que se deba ocultar. Nuestro futuro no depende de que sea desconocido, sino de que comprendamos, en toda su extensión, y con todas sus consecuencias, cuál es nuestra naturaleza.

lunes, 27 de julio de 2009

Vicente Bosch y Charles Darwin

El singular homenaje que en la España de 1872 rindió el comerciante barcelonés Vicente Bosch al genio de la ciencia moderna al diseñar una botella que agrandaba las medidas de un frasco de perfume francés y mandar dibujar para ella una etiqueta en la que un primate humano presentaba unas botellas sosteniendo un pergamino que proclamaba:

"Es el mejor. La Ciencia lo dijo y yo no miento”.

Esta ciencia era la que había hecho publica en 1859 Charles Darwin con su libro 'El origen de las especies'".

Más desconocido es el hecho de que la efigie del primate humano, que daría lugar a la marca Anís del Mono, es la de Charles Darwin, como puede comprobarse cotejando la imagen de la etiqueta con una fotografía del insigne científico.

martes, 7 de julio de 2009

NIÑOS INTELIGENTES, ADULTOS NOCTÁMBULOS

Un colega y amigo ha llamado recientemente mi atención sobre un trabajo que merece la pena comentarse en un breve post. La ciencia no deja de sorprendernos.

Satoshi Kanazawa, Profesor de la London School of Economics, propuso hace tiempo la ‘hipótesis de la interacción Sabana-Inteligencia’. Su premisa es que la inteligencia humana ha evolucionado, como una adaptación específica, para resolver problemas evolutivamente nuevos, es decir, para los que no existían adaptaciones psicológicas prediseñadas.

La predicción que se deriva de la hipótesis es que los individuos más inteligentes tendrán menos dificultades con esa clase de problemas novedosos, pero que no destacarán ante situaciones familiares.

Cuando se aplica la hipótesis al caso de los valores y preferencias, se puede deducir que es más probable que las personas más inteligentes se adhieran a valores evolutivamente novedosos.

Si se repasan los hábitos de las sociedades tradicionales, se observa que, en ellas, el día comienza con el amanecer y termina con el atardecer. Es decir, nuestros antepasados se caracterizaron por un estilo de vida diurno. Por consiguiente, las actividades nocturnas podrían considerarse novedosas, evolutivamente hablando.

La ‘hipótesis de la interacción Sabana-Inteligencia’ predice, por tanto, que, en la actualidad, las personas más inteligentes serán más nocturnas que las menos inteligentes. En concreto, los niños más inteligentes serán adultos más nocturnos, acostándose y levantándose más tarde, tanto diariamente como los fines de semana, que los niños menos inteligentes.

La predicción se contrastó estudiando casi 11.000 casos de adultos a partir de una muestra original de más de 20.000 niños que habían sido evaluados en 132 colegios diferentes.

Y, en efecto, las gráficas muestran que cuanto más inteligente es el niño, mayor es la tendencia a acostarse y levantarse tarde en su vida adulta.

Conclusión: deje de pensar que los noctámbulos son unos gamberros y unos crápulas que solo piensan en divertirse. Simplemente usan un mayor trozo del suculento pastel, formado por las 24 horas que comprende un ‘día’, porque son más inteligentes. Por cierto, los que se echan la siesta no cuentan…

¿Se le ocurre alguna crítica a esta conclusión?

martes, 14 de abril de 2009

Respuesta a la Pregunta 16

¿Por qué no somos iguales todas las personas? ¿En qué medida depende de los genes nuestro modo de ser?

Los legos pensarán sobre esta pregunta en dos fases. Primero, se preguntarán por qué nos lo cuestionamos. Segundo, se dirán que la respuesta es obvia. Sin embargo, los profesionales de la Psicología, especialmente entre un significativo segmento de quienes se dedican a enseñar a los futuros psicólogos, suelen omitir este hecho incuestionable de la naturaleza.

Ahora que estamos celebrando el segundo centenario del nacimiento de Charles Darwin resulta especialmente apropiado rescatar una de las ideas básicas de su famosa teoría de la evolución para responder esta pregunta. Los seres vivos evolucionan, cambian, se adaptan a las condiciones de un entorno que no para de cambiar también. Pero, y esto es importante, no pueden aventurar cómo irán cambiando las condiciones con las que se encontrarán sus futuras generaciones. ¿Qué hacen, entonces, para prevenir una eventual extinción a resultas de fracasar en el proceso de adaptarse al entorno?

La idea es tan sencilla como genial: no hagas dos individuos iguales dentro de tu especie. Por el contrario, crea variedad –dentro de un orden, claro—de modo que algunos se adapten mejor que otros ahora, pero que, llegado el caso, puedan adaptarse a futuras condiciones a las que se adaptarán peor quienes ahora lo hacen estupendamente y mejor quienes ahora se adaptan algo peor. Así mejorarás las posibilidades de que tu especie, como grupo, sobreviva en un futuro.

En resumen, la naturaleza es sabia, como suele decirse. Y esa sabiduría la lleva a crear individuos únicos, distintos entre sí, dentro de cada especie animal. Los seres humanos están incluidos en esta categoría general. Algunos individuos de la especie humana son más simpáticos, atrevidos o inteligentes que otros. Hablar de simpatía, atrevimiento o inteligencia es interesante, pero quizá sea más relevante comprender que es lo que está detrás de esas diferencias de simpatía, atrevimiento o inteligencia. Y lo que está detrás es el mecanismo natural de la selección natural.

Vayamos ahora con la segunda parte de la pregunta. Si dejamos a un lado la simpatía, el atrevimiento o la inteligencia, que son, que duda cabe, factores psicológicos, y usamos el ejemplo de la belleza, la estatura o el color de los ojos, la respuesta cae por su peso: mi cultura no me hace más guapo, más alto o con ojos azules. Mi belleza, estatura o color de ojos depende de los genes que mis padres han tenido la amabilidad de cederme, eso si, al azar. Una combinación aleatoria de los genes de mi padre y de mi madre prepara la receta para cocinar mi cuerpo, incluyendo mi belleza, mi estatura o el color de mis ojos.

Pero, ¿y en el caso de la simpatía, el atrevimiento o la inteligencia? Si fuera un lego, un ciudadano que se dedica a la arquitectura, conduce un autobús o es periodista –bueno, quizá deberíamos hacer una excepción con los periodistas—en lugar de ser psicólogo, diría, sin que me temblase demasiado el pulso, que en este caso la lógica es similar. Soy más o menos simpático dependiendo de la ‘suerte’ que haya tenido en la combinación de genes que heredé de mis progenitores.

Ahora bien, si es así, ¿está todo el bacalao cortado cuando llego a este mundo alumbrado, generalmente con dolor, por mi madre? ¿Soy como soy y no hay nada más de lo que hablar? ¿No puedo ser menos tímido si me lo propongo? ¿No puedo mejorar mi inteligencia hasta equipararme al vecino al que siempre envidié por su perspicacia? ¿No puedo ser más atrevido de lo que soy?

Me temo que la ciencia nos dice, al menos por ahora, que no, que no puedo ser menos tímido, más inteligente o más atrevido de lo que soy ahora. Ciertamente puedo tratar de parecer todas esas cosas, pero seguiré siendo, realmente, igual de tímido, inteligente o atrevido. Los psicólogos, si son competentes, me pueden echar un cable para desarrollar determinadas habilidades que me permitan actuar de modo menos tímido si de eso dependen cosas que me importan en mi vida. Mi conducta puede llegar a parecer menos tímida, pero mi timidez siempre viajará conmigo, no podré librarme de ella.

Para bien o para mal, o mejor todavía, tanto para bien como para mal, soy como soy. Y eso depende, esencialmente, de mis genes. En el barajado genético de las cartas con las que juegan mis padres, me habrán tocado cartas mejores y peores. Aprendamos a sacar provecho de las primeras y a minimizar el efecto las segundas en nuestras vidas. Esta es, a mi juicio –un juicio con el que algunos de mis colegas no comulgarán –una aproximación inteligente a nuestras vidas.

jueves, 10 de enero de 2008

¿RELIGIÓN vs. CIENCIA?

¿ERA LA TIERRA PLANA?

Jeffrey Burton Russell, Profesor de Historia de la Universidad de California, escribió en 1991: “durante los primeros 15 siglos de la era cristiana (…) casi toda la opinión académica afirmaba la esfericidad de la Tierra, y en el siglo XV habían desaparecido todas las dudas al respecto”.

En la edad antigua y media del cristianismo, San Agustín, Santo Tomás, Roger Bacon y Dante ratificaron la idea de una Tierra esférica.

Ninguno de los pensadores racionalistas y anticlericales (Condillac, Condorcet, Diderot, Gibbon, Hume) acusaron jamás a los escolásticos de creer en una Tierra plana. Entonces ¿cómo se puede comprender que se haya transmitido la idea, fuertemente asentada en la educación, de que en la Edad Media pensaban que la Tierra era plana?

Ninguna de las fuentes históricas disponibles sobre el viaje de Cristóbal Colón relata nada relacionado con debates sobre la esfericidad de la Tierra.

Betrand Russell, primero, y Stephen Jay Gould, después, se han cebado con la presunta revolución copernicana y cómo ésta desplazó al hombre del centro del Universo, algo que no deja de ser paradójico en un científico que conoce la teoría de Einstein: el Universo no tiene ningún tipo de referencia, se puede afirmar que algo se mueve en relación a otro algo y no existe ningún punto que tenga superioridad sobre los demás.

El Papa León X expresó su interés por Copérnico y su hipótesis heliocéntrica se ganó el favor papal. Sin embargo, no sucedió lo mismo entre los promotores de la Reforma. Calvino se opuso a Copérnico y Lutero también lo rechazó. Curiosamente, en ningún momento Copérnico sufrió ninguna persecución por parte de la Iglesia Católica.

La Iglesia Católica ha estado más abierta a la ciencia de lo que sugiere su reputación. El Vaticano abrió su propio observatorio en el Siglo XVI, facilitando así la reforma del calendario, un avance de la astronomía moderna. En 1582, el Papa Gregorio XIII estableció el calendario gregoriano en los países católicos.

El objetivo de la ciencia es describir las leyes de la naturaleza. Esas leyes pertenecen a un cosmos creado y no parten del caos. Si el universo se comportase al azar, la ciencia no podría existir:

Descartes: “pienso descubrir las leyes que Dios ha puesto en la naturaleza
Newton: “la regulación del sistema solar presupone el dominio de un ser inteligente y poderoso
Kepler: “estoy pensando en los pensamientos de Dios

¿UNA ABDICACIÓN DE LA INTELIGENCIA HUMANA?

Las teorías científicas que tratan de explicar la aparición de la vida como resultado del azar y la necesidad ¿son realmente científicas o son una abdicación de la inteligencia humana?

Si la evolución a partir de una caos y debida a cambios fortuitos no queda establecida por la ciencia y depende de las presunciones filosóficas de sus seguidores, es necesario que se nos enseñe dogmáticamente en las escuelas.

La teoría de la selección natural de Darwin se reduce a la afirmación de que algunos organismos tienen más descendencia que otros. No comienza a jugar algún papel hasta que se produce la auto-reproducción de los mecanismos ya existentes. Por tanto, no es una explicación del origen de los organismos auto-reproductores. La teoría de la evolución por selección natural se parece demasiado a la teoría político-económica del primer capitalismo. De hecho, se podría declarar que el darwinismo es una economía política victoriana traducida a la biología.

¿Cómo llegaron a existir los complejos sistemas bioquímicos? Son esenciales para el funcionamiento de la vida y su aparición no se puede atribuir a la casualidad. En 1990 Francis Crick tuvo que recurrir al principio de parmspermia dirigida. Como Premio Nobel de Biología, sabía lo bastante sobre biología molecular como para percatarse de que un origen de la vida que no fuera dirigido tenía graves inconvenientes. Otros bioquímicos menos eminentes suelen callar las dificultades de la filosofía materialista imperante en la actualidad.

Aceptar la explicación de Darwin conlleva creer que basta con disponer de vástago de émbolo para que un coche ande un poco. Después, si se le aplica una manivela, andará un poco más. Finalmente, cuando todas las partes estén en su sitio, el coche podrá alcanzar los 40 kilómetros por hora.

Tendrían que ocurrir al mismo tiempo demasiados e improbables acontecimientos para que una cadena de accidentes produjera la vida.

¿Cuáles son realmente las pruebas de la evolución? ¿Cuál es su fuerza?

LAS PRUEBAS DE LA EVOLUCIÓN: ¿SON REALMENTE CONCLUYENTES?

Los cambios genéticos son indudables, omnipresentes y triviales. La evolución implica algo más que eso.

Veamos algunas palabras del paleontólogo británico Colin Patterson: “una mañana me desperté y sentí que algo debía haber sucedido por la noche, porque tuve la desagradable impresión de que había estado trabajando en esa materia durante veinte años y no sabía ni una sola cosa de ella. Aquello fue un completo schock para mi; darse cuenta de que uno puede estar tan despistado durante tanto tiempo (…) Resulta bastante fácil establecer historias sobre cómo una forma de vida dio origen a otra y encontrar razones para explicar el proceso que debió favorecer la selección natural. Pero tales historias no forman parte de la ciencia, porque no hay manera de ponerlas a prueba”.

Darwin tomó las estructuras homólogas como una prueba de la evolución. Todo lo que tenemos son unos huesos. Naturalmente, al apoyarnos en los fósiles no tenemos otra forma de identificar a los antepasados comunes más que contemplando sus estructuras homólogas. Pero existen significativas similitudes de estructura que incluso los darvinistas más radicales se niegan a atribuir a un antepasado común. El intervalo de tiempo que separa a los fósiles es tan enorme que no podemos decir nada definitivo sobre sus posibles conexiones en relación a su linaje y descendencia. Hay conjeturas, eso si.

Sin embargo, los textos de biología aseguran a los estudiantes que el árbol de la vida de Darwin es un hecho científico confirmado por las pruebas. Sin embargo, cuando se valora conforme a las auténticas pruebas fósiles y moleculares, se comprueba que es una hipótesis disfrazada de hecho.

En el famoso experimento de laboratorio de Miller y Urey, de 1953, solo se pudieron crear aminoácidos simples. La creación de proteínas, bastante relevantes para la vida, enseguida se contempló como un paso inabordable. Para que nos hagamos una idea: un aminoácido es con respecto a un organismo viviente lo que una letra del alfabeto a una obra de Lope de Vega.

Es más, en los años setenta, los científicos comenzaron a darse cuenta de que la atmósfera primordial de la Tierra no tenía nada que ver con la mezcla de gases utilizada por Miller y Urey en su laboratorio.

Sin embargo, a día de hoy, los manuales siguen usando el experimento de Miller y Urey como argumento de que los científicos han demostrado un primer paso en el descubrimiento del origen de la vida.

Jonathan Wells: “¿cómo puede hablarse de la evolución darwiniana desde las amebas a los mamíferos, si ni siquiera se ha podido demostrar el origen de una especie de mosca de la fruta a partir de otras especies de moscas de la fruta?”

Un parte de la comunidad científica sostiene que la evolución es un hecho. Se regodea en su monopolio y defiende que no debería enseñarse el creacionismo en el colegio, porque eso es religión y no ciencia.

FUENTE: Tom Bethell (Redactor de American Spectator)