¿Por qué no somos iguales todas las personas? ¿En qué medida depende de los genes nuestro modo de ser?
Los legos pensarán sobre esta pregunta en dos fases. Primero, se preguntarán por qué nos lo cuestionamos. Segundo, se dirán que la respuesta es obvia. Sin embargo, los profesionales de la Psicología, especialmente entre un significativo segmento de quienes se dedican a enseñar a los futuros psicólogos, suelen omitir este hecho incuestionable de la naturaleza.
Ahora que estamos celebrando el segundo centenario del nacimiento de Charles Darwin resulta especialmente apropiado rescatar una de las ideas básicas de su famosa teoría de la evolución para responder esta pregunta. Los seres vivos evolucionan, cambian, se adaptan a las condiciones de un entorno que no para de cambiar también. Pero, y esto es importante, no pueden aventurar cómo irán cambiando las condiciones con las que se encontrarán sus futuras generaciones. ¿Qué hacen, entonces, para prevenir una eventual extinción a resultas de fracasar en el proceso de adaptarse al entorno?
La idea es tan sencilla como genial: no hagas dos individuos iguales dentro de tu especie. Por el contrario, crea variedad –dentro de un orden, claro—de modo que algunos se adapten mejor que otros ahora, pero que, llegado el caso, puedan adaptarse a futuras condiciones a las que se adaptarán peor quienes ahora lo hacen estupendamente y mejor quienes ahora se adaptan algo peor. Así mejorarás las posibilidades de que tu especie, como grupo, sobreviva en un futuro.
En resumen, la naturaleza es sabia, como suele decirse. Y esa sabiduría la lleva a crear individuos únicos, distintos entre sí, dentro de cada especie animal. Los seres humanos están incluidos en esta categoría general. Algunos individuos de la especie humana son más simpáticos, atrevidos o inteligentes que otros. Hablar de simpatía, atrevimiento o inteligencia es interesante, pero quizá sea más relevante comprender que es lo que está detrás de esas diferencias de simpatía, atrevimiento o inteligencia. Y lo que está detrás es el mecanismo natural de la selección natural.
Vayamos ahora con la segunda parte de la pregunta. Si dejamos a un lado la simpatía, el atrevimiento o la inteligencia, que son, que duda cabe, factores psicológicos, y usamos el ejemplo de la belleza, la estatura o el color de los ojos, la respuesta cae por su peso: mi cultura no me hace más guapo, más alto o con ojos azules. Mi belleza, estatura o color de ojos depende de los genes que mis padres han tenido la amabilidad de cederme, eso si, al azar. Una combinación aleatoria de los genes de mi padre y de mi madre prepara la receta para cocinar mi cuerpo, incluyendo mi belleza, mi estatura o el color de mis ojos.
Pero, ¿y en el caso de la simpatía, el atrevimiento o la inteligencia? Si fuera un lego, un ciudadano que se dedica a la arquitectura, conduce un autobús o es periodista –bueno, quizá deberíamos hacer una excepción con los periodistas—en lugar de ser psicólogo, diría, sin que me temblase demasiado el pulso, que en este caso la lógica es similar. Soy más o menos simpático dependiendo de la ‘suerte’ que haya tenido en la combinación de genes que heredé de mis progenitores.
Ahora bien, si es así, ¿está todo el bacalao cortado cuando llego a este mundo alumbrado, generalmente con dolor, por mi madre? ¿Soy como soy y no hay nada más de lo que hablar? ¿No puedo ser menos tímido si me lo propongo? ¿No puedo mejorar mi inteligencia hasta equipararme al vecino al que siempre envidié por su perspicacia? ¿No puedo ser más atrevido de lo que soy?
Me temo que la ciencia nos dice, al menos por ahora, que no, que no puedo ser menos tímido, más inteligente o más atrevido de lo que soy ahora. Ciertamente puedo tratar de parecer todas esas cosas, pero seguiré siendo, realmente, igual de tímido, inteligente o atrevido. Los psicólogos, si son competentes, me pueden echar un cable para desarrollar determinadas habilidades que me permitan actuar de modo menos tímido si de eso dependen cosas que me importan en mi vida. Mi conducta puede llegar a parecer menos tímida, pero mi timidez siempre viajará conmigo, no podré librarme de ella.
Para bien o para mal, o mejor todavía, tanto para bien como para mal, soy como soy. Y eso depende, esencialmente, de mis genes. En el barajado genético de las cartas con las que juegan mis padres, me habrán tocado cartas mejores y peores. Aprendamos a sacar provecho de las primeras y a minimizar el efecto las segundas en nuestras vidas. Esta es, a mi juicio –un juicio con el que algunos de mis colegas no comulgarán –una aproximación inteligente a nuestras vidas.
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