martes, 29 de diciembre de 2009

La historia humana está escrita en nuestros genes (y II)


Señala Olson que los grupos humanos no son inventos culturales: “existen diferencias físicas reales entre el nigeriano promedio, el noruego promedio y el filipino promedio. La mayor parte de los miembros de estos grupos comparten una historia biológica común que se puede ver en su ADN. Pero el hombre moderno es demasiado joven como especie y se ha emparejado con demasiado entusiasmo como para desarrollar diferencias genéticas sustanciales”.

Debido a este sustancial solapamiento entre los distintos grupos humanos, Olson se sorprende de la tendencia a separar genéticamente a los grupos humanos. Se sirve del reiterado caso del CI (capacidad intelectual) en los Estados Unidos, para argumentar en contra de esa tendencia. Observa que la evaluación del CI en aquel país revela que quienes poseen un origen asiático puntúan más alto en los tests de inteligencia que los que tienen un origen europeo, y que estos logran mayores puntuaciones que quienes provienen de África. A partir de este hecho empírico cuestiona la tendencia a pensar que esta diferencia promedio puede atribuirse a sus diferencias genéticas (“el 85% de la variación genética humana se observa dentro de los distintos grupos y solamente el 15% separa a esos grupos”). Para este periodista, las diferencias se deben a la dieta, la salud y la educación. Sin embargo, la historia no es tan simple, según el informe de la Asociación Americana de Psicología publicado en 1996.

También pone en entredicho Olson al argumento de que si hay diferencias físicas que separan a los grupos, no hay ninguna razón lógica para que no las haya también a nivel psicológico. Es posible, por ejemplo, que climas fríos hayan potenciado un mayor grado de inteligencia en determinados grupos humanos. Sin embargo, el autor encuentra dos problemas: (a) no se ha identificado ningún mecanismo que pueda ordenar atributos complejos, como la capacidad intelectual, dentro de especies tan homogéneas e interconectadas como la nuestra (por cierto, los neandertales estaban muy bien adaptados a los rigores climáticos del norte de Europa) y (b) hay una diferencia radical entre un rasgo simple, como el color de la piel, y un atributo cognitivo complejo como la inteligencia (el desarrollo del cerebro depende de miles de genes y se encuentra indisolublemente ligado a la experiencia). Señala, también, que la vulnerabilidad a determinadas enfermedades que caracteriza a ciertos grupos humanos, es resultado de las influencias ambientales.

La extraordinaria expansión del hombre moderno solamente puede comprenderse por la confluencia de dos factores: el lenguaje y la agricultura. La aparición de la agricultura en la región situada entre el mediterráneo y el golfo pérsico, produjo la aparición de las primeras civilizaciones. Estas civilizaciones promovieron los primeros sistemas de escritura, nuevas formas de gobierno y la mayor parte de las religiones que ahora conocemos. La historia de la humanidad se ha moldeado, en gran medida, mediante las plantas y animales que vivían en Oriente próximo. Hacia el año 3000 antes de Cristo, la civilización sumeria prosperaba en Irak, y el primer faraón unía el alto y bajo Egipto. Más allá de esas regiones, se producían sucesos similares en China, Grecia o Mesoamérica: “se estaba asistiendo a la creación de un nuevo mundo gracias al desarrollo, expansión e invención independiente de la agricultura”.

Olson revisa el famoso ‘Human Genome Diversity Project’ (HGDP) dirigido por Cavalli-Sforza, ya que despierta considerables suspicacias en distintos grupos (por ejemplo, los aborígenes norteamericanos). Sin embargo, “el único modo de comprender lo parecidos que somos es aprender cómo diferimos (…) cómo resolver este dilema es uno de los problemas más difíciles al que se enfrenta el estudio de la genética humana”.

El capítulo final del libro de Olson se titula ‘The End of Race’. En este capítulo presta especial atención al caso de Hawaii (por cierto, acepta que fue descubierto por el británico James Cook, pero hasta los propios hawaianos saben que el archipiélago fue descubierto por los españoles –Olson viaja mucho para escribir, pero a menudo se ‘pierde’ algunos inquietantes detalles). Subraya el incremento de matrimonios entre personas de distintos grupos humanos con el aumento de la movilidad en el mundo. Predice que esta tendencia reducirá las denominadas tensiones raciales. Pero el caso de Hawaii le hace albergar algunas reservas. En contra de lo que suele creerse, también en Hawaii existe una poderosa tendencia a identificar grupos y a establecer distinciones basadas en el carácter supuesto de esos grupos (los japoneses tienen hambre de poder, los filipinos son ignorantes, los hawaianos son gordos y vagos).

La gente habla constantemente de las diferencias que separan a distintos grupos, pero, según Olson, eso no tiene por qué ser negativo. El autor tranquiliza su conciencia del siguiente modo: “nuestras preferencias, nuestro carácter y nuestras capacidades no se encuentran determinadas por la historia biológica de nuestros antepasados. Dependen de nuestros atributos, experiencias y elecciones individuales. A medida que esta inevitable conclusión se generalice, nuestras historias genéticas se harán progresivamente menos importantes. Y cuando miremos a otra persona dejaremos de pensar asiático, negro o blanco. Simplemente pensaremos: persona (…) Somos los miembros de una única familia humana, producto del azar y la necesidad genética, que se enfrenta a un futuro desconocido”.

Con esta conclusión es fácil comprender por qué fue finalista, pero no ganó el concurso al que se presentó (National Book Award). A medida que va leyendo, al lector le queda claro que las diferencias genéticas que nos separan a los humanos modernos son extraordinariamente relevantes. Multitud de ejemplos traídos a colación por Olson así lo atestiguan. Sin embargo, al cerrar la obra le tiembla el pulso melodramáticamente. El autor piensa que el lector no posee la suficiente capacidad para comprender, simultáneamente, que somos miembros de una misma especie, pero que eso no elimina el carácter único e irrepetible de cada uno de nosotros. Falla también al intentar ocultar que los grupos humanos están compuestos por individuos, y que si se acepta que los individuos son genéticamente diferentes también lo serán, inevitablemente, los grupos que ellos componen. La historia de esos grupos, que Olson revisa con exhaustividad, no se puede eliminar de un plumazo. Le falta valentía para ayudarnos a aceptar que las diferencias que nos separan son una riqueza, no algo que se deba ocultar. Nuestro futuro no depende de que sea desconocido, sino de que comprendamos, en toda su extensión, y con todas sus consecuencias, cuál es nuestra naturaleza.

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