¿Vivimos
en una sociedad libre aquí en Occidente?
Sobre
el papel así es, no hay duda.
Nuestra
constitución, por ejemplo, “garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de
los individuos”.
Además,
“se reconoce y
protege el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y
opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de
reproducción (…) el ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante
ningún tipo de censura previa”.
Sin
embargo, basta con abrir al azar un periódico (en el iPad), mirarse o escuchar
un rato –también aleatoriamente—la televisión o la radio, o brujulear unos
minutos por las redes sociales (Twitter o Facebook serán suficientes) para que
se imponga la sensación de que no es así, en absoluto.
Es
verdaderamente abrumadora el ansia que parecen albergar determinados individuos
y colectivos por imponer a los demás lo que consideran adecuado para ellos.
Optaron por determinadas cosas, las pusieron en práctica, gozaron y después
quisieron que el resto de la sociedad siguiera sus pasos. Si los demás no ven la luz, ya se
les colocará debajo de un potente foco para que terminen confesando que estaban
equivocados al no abrazar la fe verdadera.
Los
mecanismos de presión son, a veces, sutiles, pero no siempre es el caso, ni
mucho menos. Quien discrepa resulta primero marginado y después castigado, no
con el látigo de su indiferencia, sino con un garrote vil en la plaza del
pueblo.
El
veneno antidemocrático no suele provenir de una sola cobra social.
La
situación se parece más a una cacería en la que una jauría de lobos persigue a
una gacela.
Los
católicos son tildados de retrógrados, de medievales –asumiendo, gratuitamente,
que el calificativo es insultante—por quienes han leído –aunque casi seguro que
se limitaron a echarle un vistazo a un YouTube de 12 minutos—a los
intelectuales que han suscrito los mensajes de, por ejemplo, Richard Dawkins.
Los
exfumadores miran con un odio cerval a quien se sienta plácidamente en su
terraza a disfrutar del humo de su puro habano.
Los
veganos blanden sus pancartas para que los despiadados carnívoros depongan su
actitud de asesinar a sus semejantes en el reino animal.
Los
antitaurinos se untan de kétchup y se tiran en las calles para denunciar el
crimen contra la humanidad que supone el arte del toreo.
Algunos
universitarios, profesores y estudiantes, se sienten ofendidos porque un
científico exponga sus dudas sobre la eficacia de las políticas dirigidas a
reducir la violencia en la pareja.
Un
ciudadano, sensibilizado por el uso del cuerpo de la mujer en la publicidad,
visita el Museo de El Prado y eleva una protesta formal por la exposición de la
maja desnuda.
Los
ejemplos son abundantes. Elegí algunos al azar.
A
efectos prácticos ya no vivimos en una sociedad en la que dominen los valores
democráticos. Eso es así. Ahora unos desean imponerse a otros y nadie quiere
sentirse ofendido por las opiniones de los demás. Al decirlo abiertamente suena
ridículo, pero los hechos son contundentes.
Los
miembros de un grupo de personas sentados en un restaurante al que han acudido para
deglutir la paella de los jueves, miran cuidadosamente a su alrededor antes de comenzar
a bromear sobre lo divino y lo humano. Alguien con la sensibilidad a flor de
piel podría estar escuchando y, llegado el caso, denunciar los luctuosos
comentarios ante el correspondiente colectivo. Ahora siempre hay alguno.
Vivimos
en un mundo aterrador aquí en Occidente. Se nos están escurriendo de las manos
los logros alcanzados en el último cuarto del siglo XX. Aún estamos a tiempo de
cerrar el puño, incluso de recuperar lo que yace en el suelo y algunos
disfrutan pisoteando.
¿Tendremos
el valor de reclamar lo que es nuestro?
¿O
nos abandonaremos al albur de los caprichosos vientos sociales?
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Hola, Roberto. Me parece un tema muy interesante el que tratas y que además está a la orden del día. Realmente no somos conscientes de nuestra imposición sobre los demás porque, como dices, a veces es sutil. Sin embargo esto lo podemos ver con nuestros propios ojos tanto en políticos, como en universidades y las propias calles. Creo que la base de que en la sociedad actual no exista la libertad de expresión, tal y como debería, es la falta de respeto hacia las demás opiniones que pueden ser contrarias a la nuestra, lo que parece darnos un motivo suficiente como para negar su existencia e imponer nuestra verdad, cuando realmente no hay opiniones universales y verdaderas, en mi opinión. Gracias por compartir el vídeo con la conversación sobre este tema, me parece muy interesante. Un saludo, Belén.
ResponderEliminarGracias por el comentario, Belén. Sería bastante sencillo superar esta bizarra situación social. Pero debe existir la voluntad para ello. Saludos, R
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