viernes, 23 de septiembre de 2016

Una entrevista sobre las emociones (Parte 1 de 4)

Hace algo más de una década, mi colega y amigo Félix García Moriyón, me hizo una entrevista sobre las emociones. Voy a reproducir ese contenido aquí, pero por entregas. Vivimos una época en la que exponer distintas visiones sobre determinados supuestos puede llegar a ser relevante. A medida que lean comprenderán por qué. O eso espero.
  
(Publicado originalmente en ‘Diálogo Filosófico’, Año 21, Mayo/Agosto, II/2005, páginas 223-240)

Félix García Moriyón: Sin duda, el tema de las emociones y sentimientos está teniendo una amplia acogida en la sociedad actual. Basta con ver los anaqueles de las librerías generalistas, en especial los dedicados a la autoayuda y prácticas afines. Si bien volveré sobre esta moda más adelante, me gustaría comenzar con una pregunta sencilla: ¿Existe en estos momentos un acuerdo suficiente entre los psicólogos en lo que entienden por sentimientos y emociones? ¿Cómo se definen ambos en estos momentos?

Roberto Colom: Raymond Cattell distinguió hace muchos años entre ergios y sentimientos. Los primeros constituyen tendencias innatas de actuación, tales como el temor, la sexualidad, el gregarismo o la lucha. Los segundos son resultado de la inversión cultural de los ergios; algunos ejemplos son el sentimiento religioso, el conyugal, el profesional o el comunitario. Esta distinción es consistente con la idea de que los sentimientos están fuertemente anclados en nuestra biología ancestral, pero también con la necesidad de considerar el contexto cultural en el que nos ha tocado vivir. Precisamente por situarse en esta zona media entre biología y cultura me parece una propuesta especialmente interesante sobre los sentimientos humanos, aunque debo confesar que otros psicólogos pueden discrepar.

En cuanto a las emociones, tu pregunta acierta al señalar que están de actualidad. La psicología ha estudiado extensamente el papel de las emociones: cómo las expresamos e interpretamos, o como las encajamos en nuestra personalidad. Durante décadas, las emociones han sido tratadas como un componente independiente de nuestra racionalidad. De hecho, se consideraba que las emociones debían simplemente mantenerse bajo control para poder actuar racionalmente. Sin embargo, en los últimos años parece cobrar protagonismo la visión de que razón y emoción forman parte de un mismo sistema. En otras palabras, podemos estudiarlas independientemente, pero se ha de tener muy presente que interactúan de un modo sistemático para entender por qué los humanos actuamos como lo hacemos.

Sin embargo, mi visión es bastante pesimista. Sentimientos y emociones dependen fuertemente de mecanismos que escapan al control racional. Son, por decirlo directamente, componentes primitivos de nuestra personalidad que se distribuyen normalmente en la población. Por pura probabilidad, habrá personas muy temerosas y nada temerosas, individuos adictos al sexo y ajenos al intercambio de fluidos, gregarios y asociales, o creyentes y ateos. Entre ambos extremos nos situaremos la mayor parte de los mortales, con niveles que giran en torno a una media, pero no idénticos. Estas tendencias difícilmente se pueden controlar racionalmente. El único modo de lograrlo es emplear mecanismos igualmente primitivos que contra-resten las tendencias iniciales.

Desgraciadamente, entre estos mecanismos no se cuenta nuestra racionalidad.

Un ejemplo de lo que trato de expresar proviene del campo de la delincuencia. Un caso especialmente dramático es el maltrato familiar. Difícilmente se puede afirmar que la sociedad fomenta conductas de esta naturaleza de ninguna manera. Muy al contrario, cada vez existen más campañas destinadas a la eliminación de esta lacra social. Sin embargo, el número de casos no remite. ¿Qué sucede? Una explicación probable radica en mi declaración anterior: no se puede combatir los accesos emocionales con la razón. Sencillamente ese no es el camino, aunque debo confesar que puedo estar equivocado.

Psicólogos como Hans Eysenck o David Lykken sostuvieron que la prevención de la delincuencia exigía instaurar una conciencia pro-social en los individuos cuando todavía estábamos a tiempo, es decir, durante el proceso de socialización. Y las vías para hacerlo en ningún caso suponían el empleo de la razón, sino procesos tan elementales como el condicionamiento clásico: una conducta antisocial debían ser castigada de modo contingente, de manera que ante la tentación de volver a expresarla, el individuo experimentase ansiedad como un anticipo al posible castigo.

FGM: Si bien no me ha quedado del todo clara la distinción entre emociones y sentimientos, en el supuesto de que haya alguna, me interesa centrarme más en lo que planteas respecto a la educación. En cierto sentido pareces mostrarte tan escéptico como Aristóteles quien consideraba difícil, si no imposible, proporcionar una educación moral a las personas que padecían incontinencia pasional o akrasia, mucho menos apelando a la razón. Tú pareces apoyar la necesidad de un aprendizaje temprano más próximo al condicionamiento clásico y/o instrumental. ¿Qué significa exactamente que debemos reforzar de modo contingente determinadas conductas? Por otra parte, ¿qué relación guarda esto con otra propuesta tuya en la que dabas mucha importancia a la gestión inteligente de las emociones?

RC: Mi hija puede desear fervientemente el CD de Avril Lavigne que me acaba de regalar mi esposa, pero no lo hace porque sabe que la castigaré. Cuando se imagina cogiendo mi CD predice (correctamente) que, si me entero, no podrá salir el sábado por la tarde con sus amigas. Opta entonces, inteligentemente, por pedirme permiso. ¿Por qué predice que será castigada? Porque sabe que si la pillo, lo haré sin contemplaciones, como ocurrió en una anterior ocasión con el CD de Pat Metheny que me sustrajo aprovechando que estaba en el gimnasio.

Sin embargo, si mi hija fuese poco temerosa y, además, impulsiva, me costaría más trabajo y tiempo lograr que sintiese ansiedad ante la tentación de birlarme el CD durante mi ausencia deportiva. Pero lo conseguiré si persisto.

El proceso de convertir a mi hija en una persona que sea capaz de gestionar sus emociones de un modo inteligente consiste precisamente en (a) averiguar cómo es, cuál es su temperamento y su carácter, (b) actuar de modo consistente en aquello que le está permitido hacer y en lo que bajo ningún concepto debe llevar a la práctica sin mi permiso y (c) saber que si mi hija es poco temerosa, impulsiva, agresiva o extravertida no deberé actuar como padre igual que si es muy temerosa, controlada, pacífica o introvertida.

Convendría olvidar la vieja, pero extendida, idea de que existe una receta para educar en una gestión inteligente de las emociones o los sentimientos. Es falso. Cada niño presenta su propio carácter y quien va a educarle debe tener esta patente realidad muy presente. Si castigamos reiteradamente a un niño temeroso, con el tiempo lograremos convertirle en un neurótico. Si evitamos castigar a un niño poco temeroso, terminaremos conviviendo con una versión doméstica de Al Capone.

FGM: En cierto sentido, parece ser que complicas algo más la educación de los sentimientos, convirtiéndolo casi en un arte, en el que la atención a las exigencias de cada caso concreto es fundamental. Dejemos por el momento la educación sentimental y volvamos al tema central. Tú mismo acabas de decir que son componentes primitivos fuertemente arraigados en la biología. ¿Crees que los trabajos de los psicólogos evolucionistas, como Buss o Pinker, está aportando ideas importantes para la comprensión de los sentimientos? ¿O es un enfoque que sirve para todo y termina no explicando nada?

RC: “Los genes entonan un canto pre-histórico que en el momento presente se puede re-escribir, pero que, en cualquier caso, sería estúpido ignorar”. Así terminan el Profesor Thomas Bouchard y sus colegas un artículo escrito para la revista Science en 1990 sobre el proyecto para el estudio científico de los gemelos criados por separado, patrocinado por la Universidad de Minnesota.
No estoy seguro de que la psicología evolucionista nos brinde importantes ideas sobre los sentimientos y las emociones, pero si de que puede ayudarnos a entender por qué sentimos y hacemos determinadas cosas. Quizá tres ejemplos sirvan para justificar esta declaración.

Se ha demostrado que los varones propenden a valorar negativamente la posibilidad de que su pareja tenga intercambio sexual con otros hombres, mientras que las mujeres valoran negativamente la posibilidad de que su pareja tenga intercambio emocional con otras mujeres. En situaciones de laboratorio se ha registrado la actividad psicofisiológica que denota tensión ante escenas en las que un varón “se implica emocionalmente con” una mujer distinta a su pareja habitual y ante escenas en las que una mujer “se acuesta con” un hombre distinto a su pareja habitual. Los resultados señalan que los varones reaccionan con signos de tensión cuando la pareja se implica sexualmente, mientras que las mujeres reaccionan con signos de tensión cuando la pareja se implica emocionalmente.

El segundo ejemplo se refiere a los bien conocidos kibbutz en Israel. Estas granjas comunales se diseñaron bajo unos principios de igualdad radical. El trabajo se distribuía paritariamente entre los sexos, se desmontó la familia por su influjo tradicional y conservador, se desalentó el matrimonio y los niños no vivían con sus padres, sino en centros comunitarios. El kibbutz, más que la familia, era el centro del sistema de valores del niño. Hubo un empeño en que la mujer participase del gobierno del kibbutz y dejase de preocuparse por cuestiones tradicionales como los adornos personales o los vestidos.

¿Dónde terminó este extraordinario esfuerzo de ingeniería social?

Tras varios años, los varones acabaron realizando el trabajo agrícola y las mujeres las tareas de servicio doméstico. Ellas rara vez asumían roles de liderazgo y optaban por ocuparse de los asuntos familiares. Cuando comenzó la experiencia, ellas se referían a sus esposos como “mi amigo” o “mi hombre”, pero años después “mi marido” era la expresión favorita. Se produjo un retorno a la boda pública y tradicional, y, además, el divorcio se veía con malos ojos. Uno de los cambios más drásticos consistió en decidir asignar recursos públicos al consumo privado de las parejas casadas y no al consumo colectivo en las instituciones comunales, como se pretendió originalmente. Madres y padres echaban abiertamente de menos a sus niños, al tener que criarlos en los dormitorios comunales y tardaron poco en solicitar que su crianza tuviese lugar en el hogar familiar cerca de sus padres naturales. Los pioneros creyeron que las actitudes y tendencias sexuales estaban culturalmente determinadas, de modo que pensaron que si los niños fuesen criados en un medio permisivo e ilustrado, con ellos y ellas viviendo juntos desde el momento del nacimiento, familiarizándose con los cuerpos de unos y de otros y mirando la desnudez como algo natural, entonces la exhibición de los órganos sexuales no produciría vergüenza, ni otra reacciones “conservadoras”. De este modo, niñas y niños fueron educados usando los mismos lavabos, se desvestían en el mismo espacio, transitaban desnudos por los dormitorios y se duchaban también juntos. Sin embargo, el sistema mixto funcionó hasta que las niñas alcanzaron la pubertad, momento en el que ellas expresaron sentimientos de vergüenza al ser vistas desnudas por los chicos, llegando a rebelarse contra la normativa, insistiendo en ducharse por separado y desvestirse en privado. Se tuvo que dar por concluida la experiencia de las duchas mixtas y los dormitorios tuvieron que separarse.

El último ejemplo se refiere al temor ante situaciones objetivamente amenazantes. Imaginemos que nos sentamos cómodamente en una silla y un investigador coloca un electrodo en nuestra mano izquierda y otro en nuestra mano derecha. A través de unos auriculares nos avisan de que la voz de Iñaki Gabilondo iniciará una cuenta atrás desde 10, como en los lanzamientos de naves desde Cabo Cañaveral. El electrodo derecho registra nuestra respuesta dermogalvánica (RDG), mientras que el izquierdo está ahí para propinarnos una desagradable descarga eléctrica cuando Iñaki llegué al número 0 en su cuenta atrás. Invariablemente se comprueba que nuestra RDG va creciendo progresivamente conforme Iñaki se acerca al 0. Sin embargo, si resultase que somos la viva imagen del personaje de Hollywood conocido como Aníbal Lecter o si, llegado el caso, dedicásemos nuestra vida profesional a apagar fuegos, entonces nuestra RDG permanecería plana a medida que Iñaki desciende hasta el 0. Lecter y los bomberos comparten un temperamento que les lleva a no expresar temor subjetivo a través de la RDG. Algunos científicos han mantenido que los individuos con este temperamento caracterizado por el bajo temor ante situaciones amenazantes, son versiones actuales de aquellos antiguos cazadores capaces de enfrentarse con éxito a terribles alimañas del pleistoceno. Sucede que este temperamento puede expresarse de un modo pro-social o anti-social. Que gane una u otra vía de expresión del mismo temperamento depende de los mecanismos de socialización vigentes en un determinado momento histórico.

En suma, la psicología evolucionista nos invita a percatarnos de que nuestro pasado como especie no se puede ignorar. Es insensato declarar ingenuamente que la cultura es todopoderosa. Sin embargo, eso no implica que no podamos moldear muchas de nuestras conductas, sentimientos y emociones, recordando, eso si, que es mejor conocer que ignorar.

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