FGM: El hecho de que unas
determinadas emociones hayan arraigado puede significar que han sido
adaptativas para la especie humana, una de las tesis fundamentales de la
psicología evolucionista. Ahora bien, yendo un poco más allá, ¿consideras que
existe algún criterio, o criterios, que nos permitan distinguir las emociones
buenas de las malas? ¿O entre un buen y un mal moldeamiento de esas emociones?
Por el momento, me basta con que contestes desde la perspectiva de la
psicología de las diferencias individuales, especialidad tuya.
RC: Tentativamente, los criterios podrían ser los siguientes.
Sufrimiento: se puede sufrir ostensiblemente cuando no se capta las
emociones que los demás expresan o al fracasar cuando se trata de expresarlas.
Si se experimenta sufrimiento, por muy subjetivo que este pueda ser,
seguramente la gestión emocional está naufragando en un mar de confusión.
Desadaptación: alguien puede no relacionarse “normalmente” con los
demás por causas vinculadas al proceloso mundo de las emociones. Si alguien nos
expresa que no desea tener relaciones con nosotros, pero no captamos el
mensaje, podemos encontrarnos desplegando un variado abanico de conductas propias
del “loco de amor”, muy románticas desde cierto punto de vista, pero claramente
desadaptadas. Tan desadaptadas que pueden llevarnos a cometer un crimen
pasional en un arranque de impulsividad irrefrenable.
Violación de las convenciones sociales: desnudarse en una clase de
Filosofía puede llevarse a cabo con la clara intención racional de expresar
desinhibición emocional, pero sería una conducta extraña. Tanto el profesor
como los compañeros pensarán que algo “raro” nos ocurre.
Falta de predicción y control: si, de un modo sistemático, la gente
que nos rodea es incapaz de percibir cómo nos sentimos, algo anda mal. Si paso
de la euforia a la depresión en cuestión de minutos, sin que haya un motivo
aparente, quizá debería percatarme de que la gente que me rodea no sabrá a qué
atenerse para interactuar conmigo de un modo sensato.
Irracionalidad: quedarse en pelota picada en la clase de filosofía
no sería considerado una conducta especialmente racional. Seguramente tendré la
poderosa sensación de que mostrar mis carnes de ese modo me convierte en un
individuo capaz de expresarse emocionalmente con total libertad, pero ¿no
estaré atentando contra la libertad de los demás?
Sorpresa del observador: la conducta está gobernada por una serie
de reglas de convivencia, aunque no hayan sido publicadas en el BOE. Si tenemos
por costumbre observar con mirada penetrante a nuestro interlocutor,
independientemente de lo que esté diciendo, quizá sea razonable concluir que
nuestra conducta no es demasiado “normal”.
Violación de las normas morales: las normas morales suelen ser
convenciones sociales, pero no siempre. No expresar enfado golpeando al
interlocutor va más allá de una pura convención social. Equivocadamente podemos
pensar que expresarse emocionalmente conlleva llegar hasta las últimas
consecuencias. Si esa idea nos pasa por la cabeza, quizá deberíamos pensar que
algo anda mal en nuestro mundo emocional.
Naturalmente se pueden proponer otros criterios, pero no creo que
sean demasiado diferentes en lo esencial.
Por otro lado, el término “moldear” las emociones no me resulta
especialmente atractivo. Teniendo en cuenta las respuestas a algunas preguntas
formuladas anteriormente, desde mi punto de vista la educación emocional
pasaría por tomar conciencia de que a las personas no se las educa, sino que
las personas aprenden.
Mis intentos de imponer un determinado modo de percibir y expresar
las emociones esta abocado al fracaso si ignoro con quién estoy tratando. No
puedo recompensar o castigar del mismo modo a distintas personas. Naturalmente,
mi meta puede permanecer, a saber, que la persona perciba y exprese
apropiadamente sus emociones, pero el modo de llegar a la meta puede cambiar
sustancialmente dependiendo de cuál sea su temperamento. Es una realidad que,
simplemente, debería tener muy presente.
FGM: Entiendo tus reservas y estoy
de acuerdo en el papel fundamental de cada sujeto en la apropiación de las
pautas de conducta que considera adecuadas. No obstante, parece ser que los
sentimientos se moldean siguiendo unas pautas sociales. Hubo un tiempo en que
los hombres no debían llorar, como hubo otras épocas en las que la expresión de
los sentimientos estaba seriamente coartada. Quizá viste una bella película, Sentido y Sensibilidad, en la que se
reflejaba esta situación. ¿No depende de ciertas convenciones sociales una
parte de los sentimientos que expresamos y, por tanto, también de los que somos
capaces de percibir? Estoy pensando igualmente en el duro entrenamiento al que
eran sometidos los cuerpos especiales de las SS para eliminar sus sentimientos
de empatía, procedimientos que, según mis datos, se siguen empleando.
RC: Naturalmente, las convenciones sociales están ahí y quizá se
pueda afirmar que influyen en las cosas que hacemos y en aquellas que dejamos
de llevar a la práctica. De todos modos, lo que está fuera de duda, para
quienes observan su sociedad al menos con una cierta imparcialidad, es que la
fidelidad con la que se acatan las convenciones sociales constituye un
parámetro que se distribuye normalmente en la población: hay individuos que las
siguen a rajatabla, también están quienes las siguen algunas veces si pero
otras no y, finalmente, tenemos a quienes tienen por objetivo vital ir contra
tales convenciones a cualquier precio.
Esta realidad debería hacernos pensar que, y siento ser
reiterativo, no todo el mundo percibe, interpreta y expresa las mismas cosas
ante la misma situación o convención. Esto es un hecho que, además, contribuye
a explicar por qué se van produciendo cambios en las convenciones sociales que,
en promedio, se dan por buenas en un determinado periodo histórico, pero no en
otro. Funcionaría de un modo análogo a la selección natural en el mundo
biológico, aunque sólo de un modo análogo.
En suma, mi propia posición, en este sentido, es interactiva.
Cierto es que las convenciones sociales están ahí, escritas o implícitas, pero
no es menos cierto que la manera en la que distintas personas interpretan tales
convenciones difieren, de hecho, sustancialmente. Tengo para mí, por las
evidencias de las que actualmente disponemos los científicos, que los cambios
sociales que, un tanto apresuradamente, atribuimos a entes abstractos de
naturaleza sociológica, en realidad provienen de la iniciativa de personas muy
concretas que, actuando como líderes, sirven de modelo a otros ciudadanos,
también muy concretos, que deciden proclamar “basta ya” y ponerse, por ejemplo,
a llorar en público si les viene en gana.
La sociedad es la suma de sus partes y nada es sin ellas.
FGM: Sigo compartiendo el
individualismo ontológico que planteas: al final nos las habemos con individuos
concretos que adoptan decisiones también concretas, que pueden ser imitadas o
no por otros individuos igualmente concretos. No obstante, esos entes
abstractos de naturaleza sociológica parece ser que también tienen su
específico estatuto de realidad, no reducible a las partes individuales que lo
forman y parece también que inciden en nuestro comportamiento. La familia es
algo más que los miembros individuales que la configuran, aunque sin estos no
existiría, desde luego. Aceptando, por tanto, tu posición interactiva, que me
parece sustancialmente correcta, ¿cómo interpretas la actual difusión y
aceptación de publicaciones relacionadas con la inteligencia emocional y la
gestión de las emociones? ¿Se podría considerar que existen en la sociedad
actual algunas carencias sentimentales relevantes?
RC: Tu pregunta es demasiado compleja. Voy a comenzar con una
anécdota que quizá sirva para preparar mi respuesta. Daniel Goleman publicó hace ahora 10 años su famoso libro
Inteligencia emocional. El impacto, dentro y fuera de su país, sirvió de
pistoletazo de salida a una tendencia verdaderamente impresionante, dentro y
fuera de la comunidad científica, que reivindicaba el papel de las emociones en
nuestras vidas. Sin embargo, es poco conocido el motivo que llevó a Goleman a
preparar un libro que, por las razones que podríamos considerar más adelante, resulta
bastante poco sólido.
Un año antes se publicó, también en los Estados Unidos, un libro
que generó un considerable revuelo: La
Curva en Campana. Fue preparado por un psicólogo, Richard Herrnstein, y un sociólogo, Charles Murray. Este texto describía una seria de evidencias que
llevaban a la conclusión de que, en la sociedad occidental de finales del siglo
XX, la inteligencia racional constituía un poderoso “determinante” de la
actuación de los ciudadanos. Esa sociedad premia a los individuos más
inteligentes, en el sentido clásico del término, mientras que el panorama para
los menos inteligentes se presenta bastante borroso. El libro está repleto de
matices, pero, en esencia, este es el mensaje: si potenciamos un modelo social
en el que prima la igualdad de oportunidades, entonces es inevitable que los
más inteligentes se aprovechen más de ellas. Además, debido a que la
inteligencia, como otros atributos físicos y psicológicos, está influida
genéticamente, entonces es inescapable que los genes contribuyan a explicar las
diferencias sociales. Se podría decir que es una certeza matemática,
parafraseando la sentencia lapidaria del ingeniero que construyó el Titanic sobre su inevitable hundimiento,
poco después de colisionar con un iceberg
en el mar del norte. Si las condiciones sociales no producen las diferencias
que separan a unos ciudadanos de otros, entonces tales diferencias solamente
podrán ser explicadas por factores de corte estrictamente personal, entre los
que, naturalmente, se encuentran los genes.
El panorama descrito detalladamente por Herrnstein y Murray parecía
tan desolador, que Goleman recibió el encargo de contra-atacar. Este último dio
por hecho que esos autores estaban atacando el ideal de una sociedad
igualitaria, cuando, realmente, se limitaban a formular la predicción más
lógica si las condiciones sociales vigentes se mantenían. Frente a la
inteligencia bruta, dice Goleman, lo que garantiza el éxito en nuestra sociedad
es la habilidad para gestionar nuestras emociones de un modo inteligente.
Desde mi punto de vista, y también desde el de los científicos que
han estudiado esta cuestión desapasionadamente, no existe tal contraposición
entre la inteligencia bruta y la emocional. Si uno desea gestionar sus
emociones de un modo inteligente, debe usar (parece lógico) su inteligencia. El
problema es que en los casos más extremos, es decir, aquellos que resultan
especialmente desadaptativos, la inteligencia bruta puede resultar insuficiente
para solventar la situación. Es poco probable que podamos convencer a alguien,
mediante las estrategias terapéuticas con las que cuenta un psicólogo, para que
después de agredir a su hijo durante seis años, deje de hacerlo.
Como es natural, también contamos con casos en los que la persona
puede incluso sobrellevar una grave esquizofrenia. Seguramente recordarás la
historia del largometraje “Una Mente
Maravillosa”. Tras pasar por una serie de episodios psicopatológicos
extremadamente desadaptativos, el protagonista termina por controlar sus
delirios. ¿Por qué lo consigue? Según mi propio análisis, consigue mantener
bajo control sus episodios precisamente por su extraordinaria inteligencia
bruta.
En suma, se puede tratar de gestionar de un modo inteligente las
emociones, pero las emociones no quieren ser gestionadas. Las emociones no se
eligen, sino que se contraen, como la gripe. De ahí que, en cierto modo, los
mensajes de Goleman y autores similares puedan ser considerados engañosos,
aunque, eso si, se trata un engaño bienintencionado. Ojalá pudiéramos decidir
la emoción que deseamos sentir o expresar. Ojalá pudiéramos tener la certeza de
que un mensaje repetido hasta la saciedad en los medios de comunicación
lograría convertirnos en seres pacíficos, comprensivos y compasivos. Pero los
seres humanos no somos así. Siempre hay casos y casos, lógicamente. Pero se
trata de verdaderas excepciones.
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