domingo, 25 de septiembre de 2016

Una entrevista sobre las emociones (Parte 2 de 4)

FGM: El hecho de que unas determinadas emociones hayan arraigado puede significar que han sido adaptativas para la especie humana, una de las tesis fundamentales de la psicología evolucionista. Ahora bien, yendo un poco más allá, ¿consideras que existe algún criterio, o criterios, que nos permitan distinguir las emociones buenas de las malas? ¿O entre un buen y un mal moldeamiento de esas emociones? Por el momento, me basta con que contestes desde la perspectiva de la psicología de las diferencias individuales, especialidad tuya.

RC: Tentativamente, los criterios podrían ser los siguientes.

Sufrimiento: se puede sufrir ostensiblemente cuando no se capta las emociones que los demás expresan o al fracasar cuando se trata de expresarlas. Si se experimenta sufrimiento, por muy subjetivo que este pueda ser, seguramente la gestión emocional está naufragando en un mar de confusión.

Desadaptación: alguien puede no relacionarse “normalmente” con los demás por causas vinculadas al proceloso mundo de las emociones. Si alguien nos expresa que no desea tener relaciones con nosotros, pero no captamos el mensaje, podemos encontrarnos desplegando un variado abanico de conductas propias del “loco de amor”, muy románticas desde cierto punto de vista, pero claramente desadaptadas. Tan desadaptadas que pueden llevarnos a cometer un crimen pasional en un arranque de impulsividad irrefrenable.

Violación de las convenciones sociales: desnudarse en una clase de Filosofía puede llevarse a cabo con la clara intención racional de expresar desinhibición emocional, pero sería una conducta extraña. Tanto el profesor como los compañeros pensarán que algo “raro” nos ocurre.

Falta de predicción y control: si, de un modo sistemático, la gente que nos rodea es incapaz de percibir cómo nos sentimos, algo anda mal. Si paso de la euforia a la depresión en cuestión de minutos, sin que haya un motivo aparente, quizá debería percatarme de que la gente que me rodea no sabrá a qué atenerse para interactuar conmigo de un modo sensato.

Irracionalidad: quedarse en pelota picada en la clase de filosofía no sería considerado una conducta especialmente racional. Seguramente tendré la poderosa sensación de que mostrar mis carnes de ese modo me convierte en un individuo capaz de expresarse emocionalmente con total libertad, pero ¿no estaré atentando contra la libertad de los demás?

Sorpresa del observador: la conducta está gobernada por una serie de reglas de convivencia, aunque no hayan sido publicadas en el BOE. Si tenemos por costumbre observar con mirada penetrante a nuestro interlocutor, independientemente de lo que esté diciendo, quizá sea razonable concluir que nuestra conducta no es demasiado “normal”.

Violación de las normas morales: las normas morales suelen ser convenciones sociales, pero no siempre. No expresar enfado golpeando al interlocutor va más allá de una pura convención social. Equivocadamente podemos pensar que expresarse emocionalmente conlleva llegar hasta las últimas consecuencias. Si esa idea nos pasa por la cabeza, quizá deberíamos pensar que algo anda mal en nuestro mundo emocional.

Naturalmente se pueden proponer otros criterios, pero no creo que sean demasiado diferentes en lo esencial.

Por otro lado, el término “moldear” las emociones no me resulta especialmente atractivo. Teniendo en cuenta las respuestas a algunas preguntas formuladas anteriormente, desde mi punto de vista la educación emocional pasaría por tomar conciencia de que a las personas no se las educa, sino que las personas aprenden.

Mis intentos de imponer un determinado modo de percibir y expresar las emociones esta abocado al fracaso si ignoro con quién estoy tratando. No puedo recompensar o castigar del mismo modo a distintas personas. Naturalmente, mi meta puede permanecer, a saber, que la persona perciba y exprese apropiadamente sus emociones, pero el modo de llegar a la meta puede cambiar sustancialmente dependiendo de cuál sea su temperamento. Es una realidad que, simplemente, debería tener muy presente.

FGM: Entiendo tus reservas y estoy de acuerdo en el papel fundamental de cada sujeto en la apropiación de las pautas de conducta que considera adecuadas. No obstante, parece ser que los sentimientos se moldean siguiendo unas pautas sociales. Hubo un tiempo en que los hombres no debían llorar, como hubo otras épocas en las que la expresión de los sentimientos estaba seriamente coartada. Quizá viste una bella película, Sentido y Sensibilidad, en la que se reflejaba esta situación. ¿No depende de ciertas convenciones sociales una parte de los sentimientos que expresamos y, por tanto, también de los que somos capaces de percibir? Estoy pensando igualmente en el duro entrenamiento al que eran sometidos los cuerpos especiales de las SS para eliminar sus sentimientos de empatía, procedimientos que, según mis datos, se siguen empleando.

RC: Naturalmente, las convenciones sociales están ahí y quizá se pueda afirmar que influyen en las cosas que hacemos y en aquellas que dejamos de llevar a la práctica. De todos modos, lo que está fuera de duda, para quienes observan su sociedad al menos con una cierta imparcialidad, es que la fidelidad con la que se acatan las convenciones sociales constituye un parámetro que se distribuye normalmente en la población: hay individuos que las siguen a rajatabla, también están quienes las siguen algunas veces si pero otras no y, finalmente, tenemos a quienes tienen por objetivo vital ir contra tales convenciones a cualquier precio.

Esta realidad debería hacernos pensar que, y siento ser reiterativo, no todo el mundo percibe, interpreta y expresa las mismas cosas ante la misma situación o convención. Esto es un hecho que, además, contribuye a explicar por qué se van produciendo cambios en las convenciones sociales que, en promedio, se dan por buenas en un determinado periodo histórico, pero no en otro. Funcionaría de un modo análogo a la selección natural en el mundo biológico, aunque sólo de un modo análogo.

En suma, mi propia posición, en este sentido, es interactiva. Cierto es que las convenciones sociales están ahí, escritas o implícitas, pero no es menos cierto que la manera en la que distintas personas interpretan tales convenciones difieren, de hecho, sustancialmente. Tengo para mí, por las evidencias de las que actualmente disponemos los científicos, que los cambios sociales que, un tanto apresuradamente, atribuimos a entes abstractos de naturaleza sociológica, en realidad provienen de la iniciativa de personas muy concretas que, actuando como líderes, sirven de modelo a otros ciudadanos, también muy concretos, que deciden proclamar “basta ya” y ponerse, por ejemplo, a llorar en público si les viene  en gana. La sociedad es la suma de sus partes y nada es sin ellas.

FGM: Sigo compartiendo el individualismo ontológico que planteas: al final nos las habemos con individuos concretos que adoptan decisiones también concretas, que pueden ser imitadas o no por otros individuos igualmente concretos. No obstante, esos entes abstractos de naturaleza sociológica parece ser que también tienen su específico estatuto de realidad, no reducible a las partes individuales que lo forman y parece también que inciden en nuestro comportamiento. La familia es algo más que los miembros individuales que la configuran, aunque sin estos no existiría, desde luego. Aceptando, por tanto, tu posición interactiva, que me parece sustancialmente correcta, ¿cómo interpretas la actual difusión y aceptación de publicaciones relacionadas con la inteligencia emocional y la gestión de las emociones? ¿Se podría considerar que existen en la sociedad actual algunas carencias sentimentales relevantes?

RC: Tu pregunta es demasiado compleja. Voy a comenzar con una anécdota que quizá sirva para preparar mi respuesta. Daniel Goleman publicó hace ahora 10 años su famoso libro Inteligencia emocional. El impacto, dentro y fuera de su país, sirvió de pistoletazo de salida a una tendencia verdaderamente impresionante, dentro y fuera de la comunidad científica, que reivindicaba el papel de las emociones en nuestras vidas. Sin embargo, es poco conocido el motivo que llevó a Goleman a preparar un libro que, por las razones que podríamos considerar más adelante, resulta bastante poco sólido.

Un año antes se publicó, también en los Estados Unidos, un libro que generó un considerable revuelo: La Curva en Campana. Fue preparado por un psicólogo, Richard Herrnstein, y un sociólogo, Charles Murray. Este texto describía una seria de evidencias que llevaban a la conclusión de que, en la sociedad occidental de finales del siglo XX, la inteligencia racional constituía un poderoso “determinante” de la actuación de los ciudadanos. Esa sociedad premia a los individuos más inteligentes, en el sentido clásico del término, mientras que el panorama para los menos inteligentes se presenta bastante borroso. El libro está repleto de matices, pero, en esencia, este es el mensaje: si potenciamos un modelo social en el que prima la igualdad de oportunidades, entonces es inevitable que los más inteligentes se aprovechen más de ellas. Además, debido a que la inteligencia, como otros atributos físicos y psicológicos, está influida genéticamente, entonces es inescapable que los genes contribuyan a explicar las diferencias sociales. Se podría decir que es una certeza matemática, parafraseando la sentencia lapidaria del ingeniero que construyó el Titanic sobre su inevitable hundimiento, poco después de colisionar con un iceberg en el mar del norte. Si las condiciones sociales no producen las diferencias que separan a unos ciudadanos de otros, entonces tales diferencias solamente podrán ser explicadas por factores de corte estrictamente personal, entre los que, naturalmente, se encuentran los genes.

El panorama descrito detalladamente por Herrnstein y Murray parecía tan desolador, que Goleman recibió el encargo de contra-atacar. Este último dio por hecho que esos autores estaban atacando el ideal de una sociedad igualitaria, cuando, realmente, se limitaban a formular la predicción más lógica si las condiciones sociales vigentes se mantenían. Frente a la inteligencia bruta, dice Goleman, lo que garantiza el éxito en nuestra sociedad es la habilidad para gestionar nuestras emociones de un modo inteligente.

Desde mi punto de vista, y también desde el de los científicos que han estudiado esta cuestión desapasionadamente, no existe tal contraposición entre la inteligencia bruta y la emocional. Si uno desea gestionar sus emociones de un modo inteligente, debe usar (parece lógico) su inteligencia. El problema es que en los casos más extremos, es decir, aquellos que resultan especialmente desadaptativos, la inteligencia bruta puede resultar insuficiente para solventar la situación. Es poco probable que podamos convencer a alguien, mediante las estrategias terapéuticas con las que cuenta un psicólogo, para que después de agredir a su hijo durante seis años, deje de hacerlo.

Como es natural, también contamos con casos en los que la persona puede incluso sobrellevar una grave esquizofrenia. Seguramente recordarás la historia del largometraje “Una Mente Maravillosa”. Tras pasar por una serie de episodios psicopatológicos extremadamente desadaptativos, el protagonista termina por controlar sus delirios. ¿Por qué lo consigue? Según mi propio análisis, consigue mantener bajo control sus episodios precisamente por su extraordinaria inteligencia bruta.

En suma, se puede tratar de gestionar de un modo inteligente las emociones, pero las emociones no quieren ser gestionadas. Las emociones no se eligen, sino que se contraen, como la gripe. De ahí que, en cierto modo, los mensajes de Goleman y autores similares puedan ser considerados engañosos, aunque, eso si, se trata un engaño bienintencionado. Ojalá pudiéramos decidir la emoción que deseamos sentir o expresar. Ojalá pudiéramos tener la certeza de que un mensaje repetido hasta la saciedad en los medios de comunicación lograría convertirnos en seres pacíficos, comprensivos y compasivos. Pero los seres humanos no somos así. Siempre hay casos y casos, lógicamente. Pero se trata de verdaderas excepciones.


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