viernes, 30 de mayo de 2014

Estoy totalmente en desacuerdo con lo que dice…

pero mataría por defender su derecho a expresarse libremente.

Eso escribía Voltaire en una carta dirigida a Helvetius.

Vivimos, desde hace ya demasiados años, inmersos en una sociedad en la que se percibe una obsesión por limitar lo que puede y no puede decirse, porque sigamos un carril establecido, una ruta correcta de pensamiento, palabra, obra y omisión. Ojalá me equivoque pero opino que son pocos quienes, actualmente, ‘matarían’ por defender mi derecho a expresarme libremente si lo que digo discrepa de sus ideas.

Sería ingenuo por mi parte pretender encontrar las causas de esta situación, y, la verdad, dudo de que fuese realmente útil. Quienes se sienten limitados en su capacidad para hablar libremente suelen encontrar algún culpable, concreto o abstracto. Pero propenden a permanecer en silencio y los otros, sean quienes sean, ganan.

El ‘imperio’ de lo políticamente correcto ha triunfado gracias a nuestra negligencia, a nuestra pasividad. Quizá sea aún más grave que también se haya logrado aplastar la libertad de expresión en quienes decidieron dedicar su vida a la investigación, a la búsqueda de la verdad mediante la aplicación del método más poderoso inventado por los humanos para desentrañar los secretos de la naturaleza.

El veto a la libertad de expresión influye en la ciencia en general (el calentamiento global es un ejemplo destacado), pero en las ciencias sociales el mal es realmente endémico. El relativismo postmoderno ha sido esgrimido con agresividad por colectivos interesados para relativizar la investigación dirigida a la comprensión del comportamiento humano y poder actuar caprichosamente para imponer un determinado modo de hablar y de pensar, para establecer qué puede o no puede investigarse. Un caso paradigmático, y particularmente dramático, es el de la violencia doméstica. Pero me centraré en otro tópico que me coge más de cerca, a saber, la inteligencia.

Existe un rechazo cerval hacia la investigación formal de ese atributo tan humano, especialmente cuando se dirige al análisis de poblaciones humanas (sexo, etnias). Se niega tajantemente que la psicología científica posea una definición consensuada sobre la inteligencia, que, por supuesto, se pueda medir, o que posea alguna utilidad para comprender el comportamiento cotidiano. Los medios de comunicación contribuyen con entusiasmo a propagar esa visión negativa sobre el estudio científico de la inteligencia.

Las falsedades repetidas hasta la saciedad terminan por aceptarse como verdades. Pero siguen siendo falsedades. Por supuesto que sabemos qué es la inteligencia, que puede medirse con una extraordinaria fiabilidad o que es, posiblemente, el rasgo más relevante para comprender la conducta de los humanos (véase Colom, 2002, “En los límites de la inteligencia. ¿Es el ingrediente del éxito en la vida?”, Madrid, Pirámide). Pero la visión contraria se impone porque quienes deberían manifestarse públicamente prefieren esconder la cabeza debajo del ala y evitarse problemas mayores.

Es políticamente correcto decir que la inteligencia es irrelevante, que medir la mente humana es algo trasnochado, o que la conducta es demasiado compleja para poder ser estudiada científicamente. Es ‘correcto’ declarar que el individuo puede alcanzar el objetivo que se proponga. Decir o pensar lo contrario, aunque los datos disponibles concuerden, se considera reaccionario y debe censurarse. No importa que la evidencia científica sea abrumadora. Si no se ajusta a lo que se espera, debe dormir el sueño de los justos en el cajón del despacho del científico. Quien niega esa evidencia recibe una zanahoria como premio a sus mentiras, mientras que quien la defiende obtiene un palo como recompensa por su honestidad.

Son bastantes los investigadores que han sido perseguidos tras manifestar públicamente cuáles podrían ser las consecuencias políticas de los conocimientos que poseemos sobre las diferencias que separan a los ciudadanos según su nivel intelectual. Se ha demostrado que es prácticamente imposible entablar un diálogo racional, sosegado. Las posturas se extreman, se esgrimen calificativos denigrantes y se hacen atribuciones para demostrar la maldad de los científicos que no dicen lo que se espera que digan.

Hace ahora algo más de quince años, el Profesor Antonio Andrés-Pueyo y quien esto escribe editamos un ensayo titulado ‘Ciencia y política de la inteligencia en la sociedad moderna’ (Madrid, Biblioteca Nueva, 1998). Allí se recogieron artículos clave sobre la ciencia de la inteligencia, pero también se discutieron cuestiones de carácter político destacadas por los bandos contendientes. Pretendíamos racionalizar la discusión desatada a raíz de la publicación de ‘The Bell Curve’, de Richard Herrnstein y Charles Murray (1994). El temporal suscitado por esa obra tuvo que ser capeado por Murray, quien escribía lo siguiente en respuesta a las críticas: “los ataques son una confirmación de nuestra visión de la élite cognitiva como una nueva casta, con sumos sacerdotes, dogmas, herejías y apóstoles. Esas críticas han revelado hasta qué punto la ciencia social de finales del siglo XX que presta atención a las políticas públicas, se ha convertido en algo autocensurado y repleto de tabúes –en una palabra, corrupta”.

Son diversos los mensajes que se pueden extraer de las interminables y agresivas discusiones que provoca la investigación científica de la inteligencia humana. Pero quisiera subrayar la declaración de David Lubinski y Lloyd Humphreys de que el bienestar de la sociedad y de sus miembros, especialmente de los más desfavorecidos, exige que prestemos atención de un modo constructivo a la variable inteligencia y a sus efectos. La actitud de evitación y negación colapsa la reflexión necesaria para reducir las divisiones sociales que esa actitud cree evitar, pero que, en realidad, agrava.

Estoy seguro de que no somos pocos quienes pensamos que una sociedad ilustrada es mejor que una sociedad oscura. Y que todas las ideas deben poderse discutir en un ambiente tolerante y respetuoso. Pero no basta con pensarlo. Hay que defenderlo públicamente. No hay que dejarse atenazar por las presiones, vengan de donde vengan. Hay que gritar libertad y suscribir, con los hechos, la celebérrima máxima de Tomás de Aquino según la cual la confianza en la razón debería conducirnos a preferir perder una discusión, pero alcanzar la verdad, que a ganarla y permanecer ignorante.

ARTÍCULO PUBLICADO ORIGINALMENTE EN ‘Acontecimiento’ (2014, 1, 110, 59-60). Instituto Emmanuel Mounier.

Descargar PDF aquí:

https://dl.dropboxusercontent.com/u/10862393/rColom.pdf

3 comentarios:

  1. Sustancialmente de acuerdo.
    Comparto cita de Darwin, un buen antídoto contra el pensamiento políticamente correcto: «He seguido [...] durante muchos años una regla de oro; a saber, siempre que un dato publicado, una nueva observación o un pensamiento se oponían a mis resultados generales, sin falta tomaba nota de ello al instante, [...] pues la experiencia me ha llevado a descubrir que tales hechos y pensamientos so mucho más proclives a abandonar la memoria que aquellos que me resultan favorables». Siento no saber de donde procede la cita; yo la he tomado de un artículo sobre el efecto Einstellung, publicado en Investigación y Ciencia, nº 452
    Y el filósofo francés Jean Guitton aconsejaba en su libro El trabajo Intelectual, que el libro de nuestros enemigos intelectuales o políticos debía ser nuestra libro de cabecera.
    Solo escuchando inteligentemente a quienes piensan distinto tendremos posibilidades de evitar los males de un pensamiento políticamente correcto y adocenado.

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  2. Muchas gracias por la cita Félix. Imponerse a los demás parece tener tanto sex appeal que será complejo corregir esa clase de problemas de comunicación.

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