…pero mataría por
defender su derecho a expresarse libremente.
Eso escribía Voltaire
en una carta dirigida a Helvetius.
Vivimos, desde hace ya demasiados años, inmersos en una
sociedad en la que se percibe una obsesión por limitar lo que puede y no puede decirse,
porque sigamos un carril establecido, una ruta correcta de pensamiento, palabra, obra y
omisión. Ojalá me equivoque pero opino que son pocos quienes, actualmente, ‘matarían’
por defender mi derecho a expresarme libremente si lo que digo discrepa de sus
ideas.
Sería ingenuo por mi parte pretender encontrar las causas de
esta situación, y, la verdad, dudo de que fuese realmente útil. Quienes se
sienten limitados en su capacidad para hablar libremente suelen encontrar algún
culpable, concreto o abstracto. Pero propenden a permanecer en silencio y los
otros, sean quienes sean, ganan.
El ‘imperio’ de lo políticamente correcto ha triunfado gracias
a nuestra negligencia, a nuestra pasividad. Quizá sea aún más grave que también
se haya logrado aplastar la libertad de expresión en quienes decidieron dedicar
su vida a la investigación, a la búsqueda de la verdad mediante la aplicación
del método más poderoso inventado por los humanos para desentrañar los secretos
de la naturaleza.
El veto a la libertad de expresión influye en la ciencia en
general (el calentamiento global es un ejemplo destacado), pero en las ciencias
sociales el mal es realmente endémico. El relativismo postmoderno ha sido
esgrimido con agresividad por colectivos interesados para relativizar la
investigación dirigida a la comprensión del comportamiento humano y poder
actuar caprichosamente para imponer un determinado modo de hablar y de pensar,
para establecer qué puede o no puede investigarse. Un caso paradigmático, y
particularmente dramático, es el de la violencia doméstica. Pero me centraré en
otro tópico que me coge más de cerca, a saber, la inteligencia.
Existe un rechazo cerval hacia la investigación formal de ese
atributo tan humano, especialmente cuando se dirige al análisis de poblaciones
humanas (sexo, etnias). Se niega tajantemente que la psicología científica
posea una definición consensuada sobre la inteligencia, que, por supuesto, se
pueda medir, o que posea alguna utilidad para comprender el comportamiento
cotidiano. Los medios de comunicación contribuyen con entusiasmo a propagar esa
visión negativa sobre el estudio científico de la inteligencia.
Las falsedades repetidas hasta la saciedad terminan por
aceptarse como verdades. Pero siguen siendo falsedades. Por supuesto que
sabemos qué es la inteligencia, que puede medirse con una extraordinaria
fiabilidad o que es, posiblemente, el rasgo más relevante para comprender la
conducta de los humanos (véase Colom, 2002, “En los límites de la inteligencia. ¿Es el ingrediente del éxito en la
vida?”, Madrid, Pirámide). Pero la visión contraria se impone porque
quienes deberían manifestarse públicamente prefieren esconder la cabeza debajo
del ala y evitarse problemas mayores.
Es políticamente correcto decir que la inteligencia es
irrelevante, que medir la mente humana es algo trasnochado, o que la conducta
es demasiado compleja para poder ser estudiada científicamente. Es ‘correcto’
declarar que el individuo puede alcanzar el objetivo que se proponga. Decir o
pensar lo contrario, aunque los datos disponibles concuerden, se considera reaccionario
y debe censurarse. No importa que la evidencia científica sea abrumadora. Si no
se ajusta a lo que se espera, debe dormir el sueño de los justos en el cajón
del despacho del científico. Quien niega esa evidencia recibe una zanahoria
como premio a sus mentiras, mientras que quien la defiende obtiene un palo como
recompensa por su honestidad.
Son bastantes los investigadores que han sido perseguidos
tras manifestar públicamente cuáles podrían ser las consecuencias políticas de
los conocimientos que poseemos sobre las diferencias que separan a los
ciudadanos según su nivel intelectual. Se ha demostrado que es prácticamente
imposible entablar un diálogo racional, sosegado. Las posturas se extreman, se
esgrimen calificativos denigrantes y se hacen atribuciones para demostrar la
maldad de los científicos que no dicen lo que se espera que digan.
Hace ahora algo más de quince años, el Profesor Antonio Andrés-Pueyo y quien esto
escribe editamos un ensayo titulado ‘Ciencia
y política de la inteligencia en la sociedad moderna’ (Madrid, Biblioteca
Nueva, 1998). Allí se recogieron artículos clave sobre la ciencia de la
inteligencia, pero también se discutieron cuestiones de carácter político destacadas
por los bandos contendientes. Pretendíamos racionalizar la discusión desatada a
raíz de la publicación de ‘The Bell
Curve’, de Richard Herrnstein y Charles Murray (1994). El temporal suscitado
por esa obra tuvo que ser capeado por Murray, quien escribía lo siguiente en
respuesta a las críticas: “los ataques
son una confirmación de nuestra visión de la élite cognitiva como una nueva
casta, con sumos sacerdotes, dogmas, herejías y apóstoles. Esas críticas han
revelado hasta qué punto la ciencia social de finales del siglo XX que presta
atención a las políticas públicas, se ha convertido en algo autocensurado y
repleto de tabúes –en una palabra, corrupta”.
Son diversos los mensajes que se pueden extraer de las
interminables y agresivas discusiones que provoca la investigación científica
de la inteligencia humana. Pero quisiera subrayar la declaración de David Lubinski y Lloyd Humphreys de que el bienestar de la sociedad y de sus
miembros, especialmente de los más desfavorecidos, exige que prestemos atención
de un modo constructivo a la variable inteligencia y a sus efectos. La actitud
de evitación y negación colapsa la reflexión necesaria para reducir las
divisiones sociales que esa actitud cree evitar, pero que, en realidad, agrava.
Estoy seguro de que no somos pocos quienes pensamos que una
sociedad ilustrada es mejor que una sociedad oscura. Y que todas las ideas
deben poderse discutir en un ambiente tolerante y respetuoso. Pero no basta con
pensarlo. Hay que defenderlo públicamente. No hay que dejarse atenazar por las
presiones, vengan de donde vengan. Hay que gritar libertad y suscribir, con los
hechos, la celebérrima máxima de Tomás
de Aquino según la cual la confianza en la razón debería conducirnos a
preferir perder una discusión, pero alcanzar la verdad, que a ganarla y
permanecer ignorante.
ARTÍCULO PUBLICADO ORIGINALMENTE EN ‘Acontecimiento’ (2014,
1, 110, 59-60). Instituto Emmanuel Mounier.
Descargar PDF aquí:
Amén, Roberto.
ResponderEliminarSustancialmente de acuerdo.
ResponderEliminarComparto cita de Darwin, un buen antídoto contra el pensamiento políticamente correcto: «He seguido [...] durante muchos años una regla de oro; a saber, siempre que un dato publicado, una nueva observación o un pensamiento se oponían a mis resultados generales, sin falta tomaba nota de ello al instante, [...] pues la experiencia me ha llevado a descubrir que tales hechos y pensamientos so mucho más proclives a abandonar la memoria que aquellos que me resultan favorables». Siento no saber de donde procede la cita; yo la he tomado de un artículo sobre el efecto Einstellung, publicado en Investigación y Ciencia, nº 452
Y el filósofo francés Jean Guitton aconsejaba en su libro El trabajo Intelectual, que el libro de nuestros enemigos intelectuales o políticos debía ser nuestra libro de cabecera.
Solo escuchando inteligentemente a quienes piensan distinto tendremos posibilidades de evitar los males de un pensamiento políticamente correcto y adocenado.
Muchas gracias por la cita Félix. Imponerse a los demás parece tener tanto sex appeal que será complejo corregir esa clase de problemas de comunicación.
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