En diciembre de 2009 le prometí a Charles Murray leer su obra sobre el proyecto Apolo --publicada veinte años atrás-- sobre la carrera hacia la luna emprendida por los Estados Unidos en la década de los sesenta. Nos confesó entonces, aquí en Madrid, que era el libro del que se sentía más orgulloso, aunque, desgraciadamente, tuvo escaso éxito comercial.
Tardé en cumplir mi promesa, pero lo hice. Y ha merecido la pena. Es un libro excelente, y también diferente, sobre ese fascinante episodio de la historia de la humanidad.
Los protagonistas de la narración desarrollada por Murray y su esposa no son los astronautas, sino quienes tuvieron que diseñar los dispositivos necesarios para que naves tripuladas por humanos llegasen a ese bello satélite que nos ilumina de noche. Leyendo es fácil imaginar la ardua tarea de convertir en algo comprensible la extraordinaria complejidad de lo que supuso construir esas máquinas.
Los ingenieros contratados por la NASA, así como las compañías que trabajaron para ella, hicieron un esfuerzo realmente titánico para que un humano pusiese su píe en la luna, antes de que pasase una década desde que JFK lanzase el reto a su país con un discurso que ya hemos presentado en este blog:
Hay muchos nombres propios en la obra, pero, salvo excepciones puntuales, corresponden a ingenieros. No es una lectura fácil, pero, créanme, resulta tremendamente estimulante. Se van desgranando las fases cubiertas hasta llegar al Apolo en sentido estricto, desde el embrión de la NASA (formado por un puñado de ingenieros de Langley) hasta el momento en el que los políticos ---y el mundo-- pierden su interés por los viajes espaciales.
El primer 'Space Task Group' tuvo que enfrentarse a algo completamente desconocido. Se adoptaron, literalmente, miles de decisiones novedosas para alcanzar la meta, para llegar a la luna, y regresar a salvo a la tierra. Tras el famoso episodio del ruso Yuri Gagarin, los Estados Unidos tenían tres opciones: abandonar la carrera espacial, mantenerse en un segundo plano, o hacer algo dramático. Optaron por lo último.
Y para dramatizar con éxito se aferraron a eso de que lo mejor es enemigo de lo bueno, de mantener las cosas tan simples como fuese posible, de hacer responsable a la gente de ser lista y cuidadosa, de que si no se sabe qué hacer es mejor no hacer nada, de que es sabio reconocer la propia ignorancia, de ser disciplinado, profesional y de no improvisar, de no eliminar una posibilidad hasta que sea estrictamente necesario, y de esforzarse no para medrar personalmente, sino para sacar lo mejor de cada uno.
Este es un breve listado de los nombres destacados por los autores a lo largo de su obra: Chris Kraft, George Low, Don Arabian, Bill Tindall, Emil Schiesser, Jim Webb, Joe Shea, George Mueller, Robert Gilruth, Rocco Petrone, Kurt Debus, Scott Simpkinson, Max Faget, Wernher von Braun, Walt Williams, John Hodge, John Aaron, Sam Phillips, George Hage, Deke Slayton y Jack Garman.
Reconozco que Don Arabian es mi favorito. Tenía una fe casi ciega en las máquinas porque se limitaban a obedecer las leyes de la física y le disgustaba confiar en la conducta humana: "el cerebro es increíble, puede percibir cosas, crearlas, y todo eso. Pero es el dispositivo menos fiable y predecible que existe". Le daba pánico la tendencia de ese órgano a rechazar la evidencia que le permitiese llegar a una conclusión conveniente. Su perspectiva resultó esencial en varios momentos cruciales.
Las miles de personas envueltas en el proyecto Apolo, estuvieron tan absorbidas por su trabajo que, en la práctica, apenas se enteraron de Vietnam, de las elecciones presidenciales, de la guerra contra la pobreza, del LSD, o de los Beatles.
El último Apolo (17) despegó de Cabo Cañaveral en diciembre de 1972: "no importa lo que pase con el programa espacial en el futuro, nunca volverá a ser igual" declaró Petrone al ver entrar en la atmósfera terrestre la nave. "habrá muchos peregrinos, pero sólo hubo un Cristóbal".
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