¿Hay gente con buena y mala suerte?
Aunque resulte un tanto desagradable decirlo, si, la verdad es que hay gente que tiene más suerte que otra. No sabemos si las diferencias en el nivel de suerte que separan a unas personas de otras se distribuyen igual que otras facetas humanas, tales como la estatura, la timidez o la capacidad intelectual. Sería un excelente objeto de estudio –que yo sepa ese estudio no existe--. Si así fuera, entonces habría muy poca gente con mucha o muy poca suerte, mientras que el resto de la población tendría, generalmente, unas dosis de suerte equilibradas, pero no idénticas.
Hay algunos dichos populares que se refieren a la suerte. Se dice que algunos nacen con estrella, mientras que otros nacen estrellados. También se escucha, y perdón por la expresión, que hay gente que tiene ‘una flor en el culo’. Este tipo de suerte se podría calificar dentro de la categoría ‘suerte constitucional’. Mediante este término se quiere indicar que hay gente que tiene suerte y gente que no la tiene por motivos desconocidos, quizá una suerte promovida por alguna clase de gracia divina o por algún tipo de providencia.
Sin embargo, existe otra categoría que suponemos no tiene relación con la persona en sí. Esta segunda clase de suerte es, pensamos, azarosa. Un golpe de suerte puede cambiarte la vida. Creemos que estos golpes de suerte son independientes de quién sea concretamente el beneficiario. Puesto que se trata de caprichos del destino, no importa el individuo sino las circunstancias que, como por arte de magia, se ponen de su lado en esa concreta ocasión de su vida.
Tales golpes de suerte pueden cambiarnos la vida, pero su efecto puede ser, en principio, tanto para bien como para mal. Ganar grandes sumas de dinero en alguna clase de sorteo puede permitirnos cambiar de vida sustancialmente. Pero no está escrito, en ninguna parte, que ese cambio sea necesariamente positivo. Solemos pensar, un tanto ingenuamente, esa es la verdad, que disponer de millones de euros nos permitirá materializar todos aquellos sueños que siempre tuvimos. Sin embargo, la vida está repleta de ejemplos de que esa presunción no se cumple rigurosamente: más a menudo de lo que creemos, quien tuvo suerte económica en un momento puntual termina por arruinar su vida, una vida que podía ser sencilla, pero era más o menos satisfactoria, una vida en la que se había aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas.
Aún a sabiendas de que esa clase de suerte circunstancial puede hundirnos en un abismo del que resultará difícil salir, hacemos todo lo posible para ser agraciados. En la pregunta anterior discutíamos sobre la conducta supersticiosa. Naturalmente, existe una interesante conexión con el problema de la suerte. Hacemos muchas cosas absurdas para atraer a la buena suerte y evitar el lado negativo: tocamos madera, arrojamos monedas en los estanques más inverosímiles, compramos un boleto de la lotería en los lugares en los que previamente ha caído el gordo aunque eso nos suponga recorrer cientos de kilómetros, o rodeamos cuidadosamente a un gato negro que se nos ha cruzado en medio de la acera.
Mediante ese tipo de conductas nos retratamos: tener suerte es algo que nos atrae poderosamente, que nos seduce hasta extremos difíciles de medir. En cambio, ser gafe, es decir, tener mala suerte sistemática, es de lo peor que le puede pasar a un ser humano en la civilización que conocemos. Los presuntos gafes son casi peor que los gatos negros: huimos de ellos como si fuera a contagiarnos el peor de los virus. ¿Se trata de un miedo ancestral? Quién sabe, pero, por descontado, es una reacción prácticamente unánime, en la que apenas hay diferencias culturales.
Nos gusta rodearnos de gente con estrella. Acariciamos la idea, íntima, de que estando cerca de ellos, obtendremos, tarde o temprano, alguna clase de beneficio. Evitamos, si podemos, convivir con gente estrellada. Igual que en el caso anterior, evitamos así, o eso creemos, compartir su mala suerte.
A pesar de que haya gente con buena o mala suerte, no es psicológicamente conveniente, ni saludable, organizar nuestras vidas según la racha por la que suponemos estar pasando o por la que desearíamos estar pasando. Seguramente esas vidas deberían vivirse procurando combinar, sabiamente, nuestras propias virtudes y defectos para sacar lo mejor que llevamos dentro y aplacar aquello que preferimos que no influya en lo que nos sucede. Naturalmente, esta estrategia, psicológicamente más saludable, no garantiza nada, pero invita a llevar una vida más honesta, más integra. Una vida de la que, al final, podamos sentirnos orgullosos por lo que nosotros hicimos o dejamos de hacer.
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