¿Por qué no me obedecen mis hijos?
Tus hijos pueden no obedecerte básicamente por dos razones. La primera es que se trata de un chaval especialmente ‘rebelde’. La segunda proviene de una falta de autoridad por tu parte y cómo sea tu niño no es demasiado importante.
Vayamos con el primer caso. Por puras razones naturales, es decir, por el hecho de que no hay dos individuos genéticamente iguales, los niños nacen con distintas predisposiciones innatas. Desde los más sumisos hasta los más rebeldes, pasando por quienes se encuentren a caballo entre ambos extremos, aquellos que no son ni especialmente sumisos ni rebeldes. Los padres que tengan más de un niño estarán de acuerdo con esta declaración. Saben que sus hijos no son iguales. Tanto los realmente rebeldes como los auténticamente sumisos son una proporción menor frente a los chavales que se sitúan alrededor de la zona media. Pero ahí están, son una realidad con la que debemos vivir. Y puestos a vivir con ella, mejor estar preparados.
El niño rebelde presenta una tendencia genética a desobedecer, por lo que es natural que ignoren las consignas disciplinares de los padres o de los profesores. Quieren hacer lo que les venga en gana en cada momento. Si desean el juguete de su hermano, lo cogerán sin más, por mucho que eso suponga un conflicto. Es más, hasta desearán que se produzca tal conflicto, cogiendo el juguete aunque no les interese lo más mínimo, con tal de provocar un enfrentamiento con la autoridad competente, que en ese caso serán los padres. Si el profesor pide silencio al tratar de explicar la lección del día, él disfrutará de desobedecer a quien en ese momento reclama paz y tranquilidad.
Mientras que el niño sumiso se educa prácticamente por sí mismo, el rebelde requiere una enorme dedicación. Una dedicación que debe estar basada en la consistencia. Un chaval rebelde es un candidato ideal a convertirse, en su vida adulta, en lo que los psicólogos denominan ‘personalidad antisocial’. Salvo que el proceso de socialización haya sido dirigido con exquisito cuidado. Mi recomendación es consultar con un profesional, quien, si es competente en su trabajo, ofrecerá a los padres unas guías maestras para que ese proceso de socialización se pueda materializar apropiadamente. Cuando todavía es niño. Luego será tarde.
Tales guías se construirán sobre el hecho de que los padres poseen la autoridad, una autoridad que deben ejercer sin contemplaciones. La duda de los padres promoverá los desaguisados del chaval, que irán en aumento conforme se demoran las medidas paliativas. Es evidente que hay cosas que están bien y las hay que están menos bien. Las reglas del juego deben estar claras y deben aplicarse sin excepciones, generalmente. Se debe castigar las acciones que el niño haga y que hayan sido tipificadas como de indeseables. Y, al mismo tiempo, debe apoyarse aquello que haga dentro de las normas estipuladas. Aún en el peor de los casos, los padres serán capaces de encontrarlas y usarlas a su favor.
No importa que el chaval proteste de las más creativas maneras. Lo hará, especialmente si es intelectualmente brillante. Pero si él lo es, los padres también. Así que deben usar su cabeza para no dejarse seducir por las triquiñuelas emocionales que el niño usará a discreción para lograr su objetivo, que es, obviamente, salirse con la suya.
No es tan complejo como pudiera parecer, darse cuenta de cuáles son los puntos fuertes y débiles de nuestros hijos. Todos tienen ambos, como los tenemos los que ya dejamos de ser hijos hace tiempo. Usemos los puntos débiles para el castigo y los fuertes para estructurar el proceso de convertirle en un adulto sensato. La línea que separa al adulto conflictivo del que no lo es puede ser delgada, pero existe. Y deberemos encontrarla, porque es nuestro trabajo como padres.
El segundo tipo de razón por la que no os obedecen vuestros hijos está realmente relacionada con la primera, pero es mucho más sencillo resolver la situación. En este caso, el chaval no es naturalmente proclive a la rebeldía, pero se aprovecha de una ausencia de normas para hacer lo que le apetece, independientemente de que pueda saber que no está bien (y lo sabrá). Basta con que los padres cambien de actitud y se hagan con unas normas que hagan cumplir, para que veamos cómo nuestro retoño vuelve al redil del acatamiento de las normas. Pero, también en este caso, dudar es negativo. Se puede dudar, claro, pero en privado.
Si alguien quiere entretenerse en averiguar de qué estoy hablando leyendo una novela de intriga, le recomiendo el thriller de Ken Follet, “El Tercer Gemelo”. Ahí encontrará un ejemplo perfecto de qué significa convertir en un adulto responsable a alguien que, de modo natural, presenta un temperamento y un carácter especialmente adecuado para terminar siendo una personalidad antisocial. No en vano el autor británico se hizo con los servicios de algunos psicólogos famosos en el campo de la personalidad, entre ellos mi admirado David Lykken, quien llegó, poco antes de morir, a proponer una ley, en su estado natal, Minnesota. Esta ley estaba destinada a conceder una licencia de paternidad, al estilo de las usuales para poseer armas o conducir un vehículo. Si consideramos necesaria una licencia de armas o un permiso de conducir, ¿no será también importante licenciarse para ser padre? se preguntaba el psicólogo norteamericano. Desde luego es un interesante tema de debate, ¿verdad?
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