¿Qué hacemos con los profesores?
Los populares quieren que se contrate a los mejores y, también, premiar los méritos de los que están en plantilla.
En el mundo sajón se habla seriamente de castigar, además de estimular. Si los chavales no llegan a los criterios previstos en exámenes estatales de conocimientos, el profesorado puede llegar a pasarlo fatal.
Naturalmente, los profesores se oponen:
“Nosotros, los directores de las escuelas del Estado de Nueva York, llegamos a la conclusión de que ese sistema será un desperdicio de unos recursos cada vez más limitados.
Más importante aún, desmoralizará a los educadores y será perjudicial para los niños a los que guiamos.
Nuestros estudiantes son más que la suma de los resultados de sus exámenes, y poner un énfasis excesivo en las notas no se traducirá en un mejor aprendizaje”.
Aquí en España, sociólogos como Julio Carabaña se suman:
“La propuesta no consiste en que haya incentivos ligados al buen cumplimiento (cosa ya de dudosa eficacia y moralidad), sino en trabajar a destajo.
Pero los profesores no podemos trabajar a destajo, como tampoco los periodistas, los jueces o los policías.
Se puede trabajar a destajo cuando el producto es perfectamente especificable, exactamente medible e inequívocamente atribuible al trabajador.
A destajo se segaba, se ponen ladrillos o se cosen prendas de vestir.
Pero no se enseña a destajo y, menos aún, se educa”.
Sin embargo, el también sociólogo Mariano Fernández Enguita discrepa:
“Los resultados académicos de los alumnos no pueden ser, desde luego, el único criterio para evaluar a un profesor, ni pueden manejarse con ligereza.
Pero dependen también, y mucho, del profesor, que puede marcar la diferencia, para bien y para mal.
Y cuando lo hace claramente para mal, la Administración educativa tiene el derecho y el deber de plantearle un plan de mejora y, si no lo cumple, prescindir de sus servicios.
Hablar de despedir a un profesor puede sonar muy agresivo, pero desde el punto de vista de la sociedad no es ningún problema: entre los cinco millones de parados actuales hay sin duda miles que serían mejores profesores que otros tantos que ahora lo son”.
Personalmente pienso que no puede hablarse de los profesores olvidando a los alumnos. Ni, por supuesto, referirse a estos sin aquellos.
Como sugería Guy Claxton hace años, se puede llevar el caballo a la fuente, pero no se le puede obligar a beber.
Hablar menos y trabajar más puede convertirse en una estrategia eficiente.
No hay, en general, profesores buenos y profesores malos, sino más y menos competentes en lo que hacen, ateniéndose, seguramente, a la misma distribución normal que ordena la aptitud educativa de los chavales.
La mitad de la población escolar está por debajo de la media en esa aptitud, poco se puede hacer para evitar ese hecho.
Pero pueden articularse mecanismos para atenuar su poderoso efecto sobre los resultados escolares.
Hágase ayudando al profesorado a bregar con la variabilidad real presente en su aula, no amenazándole con despedirle.
Y hágase con determinación y huyendo del romanticismo educativo.
Finalmente, no puedo reprimir el comentario de que a José Ignacio Wert le iría de perlas leer a Luri:
Y, por supuesto, a Murray: