El
autor de este trepidante ensayo, Nick Lane,
confiesa en la segunda frase de su texto que no
sabemos por qué la vida es como es.
Eso
sí, algo creemos conocer como, por ejemplo, que todos los organismos complejos
provienen de un único ancestro que se manifestó hace dos mil millones de años
(el planeta tiene 4.500 millones de años de antigüedad y, por cierto, su
apariencia actual es similar a la de aquel entonces).
No
existe conexión entre las bacterias (procariotas, que carecen de núcleo celular)
y todos los demás seres vivos (eucariotas, que posee núcleo celular). Entre
ambos se abre un gigantesco agujero negro.
Descubrimos
las células hace más de trescientos años, pero seguimos sin tener respuestas a
por qué la vida es como es, aunque el autor apuesta por la ‘adquisición de
mitocondrias’ como suceso clave. La idea, relativamente reciente (1998), es de Bill Martin: la vida compleja surge a consecuencia de una
endosimbiosis con dos únicas células como protagonistas.
Las
células obtienen su energía del flujo de
protones. La energía resultante de quemar los alimentos en la respiración,
se usa para proyectar protones a través de la membrana celular, formando una
especie de embalse a un lado de la membrana. El flujo de protones que sale posteriormente
de ese embalse, se puede usar para obtener fuerza (power) del mismo modo en que se obtiene de una turbina en una presa
hidroeléctrica:
“El uso de
gradientes de protones es universal en la vida terrestre –la fuerza de protones
es una parte tan integral de la vida como el código genético”.
Lane
sostiene que comprender ese mecanismo energético es esencial para captar las
propiedades de la vida: “(esas propiedades) surgieron, necesariamente, del
desequilibrio de un inquieto planeta (…) la distinción entre un planeta vivo
–geológicamente activo—y una célula viva es solo una cuestión de definición”.
El ensayo desarrolla esta idea porque se encuentra en el límite de lo
desconocido, es decir, donde se hace la ciencia más interesante.
La
cuestión clave es que el paso de los organismos procariotas a los eucariotas
sucedió en un momento puntual durante la evolución (“todos los eucariotas están relacionados”)
y no tuvo nada que ver con restricciones ambientales (como la Gran Oxidación),
sino con propiedades físicas intrínsecas.
La variabilidad en las formas de vida que supuso la aparición de las células
eucariotas es simplemente extraordinaria:
“Sabemos mucho sobre
cómo los genes codifican los componentes físicos de las células, pero muy poco
sobre cómo las restricciones físicas dictan la estructura y evolución de las
células”.
Para
vivir, los organismos necesitan una enorme cantidad de energía. La moneda
energética que usan todas las células vivas es una molécula conocida como ATP.
Funciona como una moneda en una máquina tragaperras. Activa una sola vez una
máquina que se desactiva a continuación. Esa máquina suele ser una proteína.
Activarla de nuevo requiere otra molécula ATP:
“Imagínese la célula
como un gigantesco salón de juegos, repleto de proteínas alimentadas por
monedas de ATP.
¡Una sola célula consume
diez millones de moléculas ATP cada segundo!
La cifra te deja sin aliento
(…) solo tenemos en
nuestro organismo 60 gramos de ATP, por lo que sabemos que cada molécula ATP se
recarga una o dos veces por minuto
(…) la energía de la
respiración –liberada por la reacción del alimento con el oxígeno—se usa para
fabricar ATP
(…) respirar y quemar son
equivalentes; el ligero desfase intermedio es lo que conocemos como vida”.
Los
40 trillones de células de los que está compuesto un individuo (“el maravilloso
mosaico tridimensional que es un ser humano”) contienen al menos un
cuatrillón de mitocondrias. La superficie equivalente a esa cantidad de
mitocondrias es de cuatro campos de futbol y su tarea consiste en mover
protones. Ese número de mitocondrias mueve 1021 protones cada
segundo –tantos como estrellas hay en el universo. La proteína funciona como
una turbina hidroeléctrica. La transferencia de protones a través de la
membrana celular se resume con el término ‘quimio-osmótica’ (la respiración
empuja los protones a través de una delgada membrana, en contra de un
gradiente, y, por tanto, es quimio-osmótica).
El
origen de la vida necesita una cesta de la compra muy pequeña: rocas, agua y
CO2. Lane lo explica con un detalle que aquí está fuera de lugar, pero, en
esencia, supone admitir que la vida en la Tierra se sirve de los gradientes de
protones a través de membranas para impulsar el metabolismo del carbono y de la
energía. Por eso la vida en la Tierra se basa en el carbono. Todos los seres
vivos son ‘Carbon
Based Lifeforms’.
Las
eucariotas tienen 200.000 veces más energía por gen que las procariotas.
Solamente el 2% de la energía de la que dispone la célula se destina a la
replicación del ADN, mientras que un 80% se dedica a la síntesis de proteínas.
Cuantos más genes haya en el genoma, más alto será el precio de sintetizar
proteínas. A diferencia de las bacterias (procariotas), las eucariotas pudieron ganar complejidad gracias a las mitocondrias.
Las
mitocondrias perdieron la mayor parte de sus genes, pero una parte se
transfirió al núcleo de la célula sin que supusiese ningún coste para esa
célula. Todas las mitocondrias originales del individuo humano (100.000)
provienen de la madre para evitar que puedan competir con las del padre (y huir de un mal negocio molecular). El proceso respiratorio requiere de la
cooperación de los genes del núcleo celular y de los genes de las mitocondrias:
“Mejorar la salud
del individuo adulto requiere reducir la varianza de las mitocondrias de modo
que los tejidos que se crean reciban mitocondrias similares (y saludables)
(…) las mitocondrias
controlan la muerte celular (apoptosis), el cáncer y los trastornos
degenerativos”.
El
sexo (como intercambio) es necesario para mantener la función de los genes
individuales en genomas de gran tamaño, mientras que se requieren dos sexos
(pero no más) para preservar la calidad de las mitocondrias. Los genes del
núcleo celular se recombinan cada generación gracias al intercambio que supone
el sexo, mientras que los genes de las
mitocondrias (que evolucionan más rápido) pasan de la madre a la hija a través del óvulo (y raramente se
recombinan). El padre no tiene ningún papel en el juego mitocondrial.
El
potencial eléctrico que atraviesa la delgada membrana de la mitocondria produce
una fuerza de 30 millones de voltios por metro (¡equivalente a un rayo!). Se
necesitan genes para controlar esta colosal potencia en respuesta al cambio en
el flujo de protones, la disponibilidad de oxigeno o el número de proteínas
respiratorias:
“Los genomas no
predicen el futuro sino que recuerdan el pasado: reflejan las exigencias de la
historia”.
Los
genes del núcleo y de las mitocondrias deben actuar coordinadamente o el
proceso respiratorio fallará y se producirá apoptosis. Esta muerte celular no
es una cuestión de todo o nada: fallecen primero aquellas con mayor demanda
metabólica (cerebro y corazón, por ejemplo). La rapidez con la que evolucionan
los genes de las mitocondrias tiene ventajas adaptativas (p. e. fertilidad),
pero también desventajas (enfermedades consecuencia del desajuste con los genes
del núcleo celular).
Son
interesantes las recomendaciones de Lane para atenuar el deterioro que se
produce con la edad. Los antioxidantes no solamente no funcionan, sino que son
nocivos porque reducen la disponibilidad de energía. El ejercicio aeróbico es
positivo porque reduce el número de radicales libres. Finalmente, recomienda la
restricción calórica y una dieta baja en hidratos de carbono porque se promueve
una respuesta fisiológica de estrés que facilita la eliminación de células
defectuosas con mitocondrias comprometidas:
“Desde la simple
consideración de las exigencias que impone la presencia de dos genomas, podemos
suponer que nuestros ancestros aumentaron su capacidad
aeróbica, redujeron la fuga de radicales libres, se auto-indujeron
problemas de fertilidad y aumentaron su esperanza de vida”.
El
autor considera algo demencialmente extraño la vida compleja que observamos en nuestro
planeta. Por razones energéticas, la evolución de esa vida requiere la
endosimbiosis entre dos procariotas y este es un “suceso aleatorio rarísimo, un ‘freak
accident’, que aún se complica más por el conflicto interno de las células. Si
se acepta que eso sucedió, entonces podremos recuperar la mecánica de la
selección natural”.
En
las frases finales de su ensayo se asombra Lane de que la máquina más
improbable del universo, es decir, nuestra mente, pueda preguntarse ahora por
qué la vida es como es.
Es
fácil simpatizar con esa sensación
de asombro.
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