Estuve
en Nueva Orleans allá por el año 2000. Asistía al encuentro anual de la Psychonomic Society que se celebra en el
mes de noviembre en distintos lugares de los Estados Unidos. Suelen ir
cambiando de Norte a Sur y de Este a Oeste. Las jornadas científicas son interminables
y el sistema nervioso de los investigadores se resiente después de escuchar las
enrevesadas ideas que se les ocurren a los psicólogos para exprimir a sus
sujetos experimentales.
Pero
como no solo de ciencia vive el hombre, planifiqué mi estancia en la famosa
ciudad del sur de ese país norteamericano para rentabilizar el tiempo de ocio.
Una
de las actividades que estaba seguro materializaría suponía asistir a un
concierto en el Preservation Hall, para
disfrutar de música jazz en estado puro. Una de las características de la Preservation Hall Jazz Band es que los
músicos poseen un cargo vitalicio. Solamente son re-emplazados cuando abandonan
este mundo –o existe alguna otra causa mayor que les impida actuar.
Recuerdo
este hecho porque me parece oportuno para el diagnóstico al que estoy llegando
sobre una cuestión relacionada con la universidad actual en nuestro país. En
cierto sentido, nuestra universidad se está convirtiendo en un Preservation Hall con la pasiva, y seguramente bienintencionada, complicidad de las autoridades competentes.
Los
profesores universitarios se resisten activamente a jubilarse, a retirarse de
la circulación para dejar vía libre a los jóvenes. ¿Será que no se fían de su
competencia? ¿Será que piensan que aún acumulan acné cognitivo? ¿Será que resulta demasiado duro que se suelten las amarras y ver
cómo el barco en el que tu ya no estás se aleja de la costa?
Esos
profesores ‘resilientes’ –creo que
ahora se dice así—alcanzan la edad cronológica a la que podrían retirarse
dignamente después de una larga (y quizá provechosa) carrera universitaria,
pero optan por prolongar su estancia en el lugar que han calentado durante tres
o cuatro décadas de sus vidas. Es probable que consideren que su edad mental no
casa con la que reza en su ID y piensen que, si se retirasen de la circulación,
la humanidad que les rodea sentirían un irreparable desgarro existencial,
caería en un pozo sin fondo, a una profundidad abismal de la que ninguna cuerda podría
sacarla. Seguramente se consideran moralmente responsables de que algo así
pueda llegar a suceder. Intolerable.
No
estoy hablando de algo que me hayan contado, sino que lo estoy viviendo en los
últimos años a mi alrededor. Ya sabemos que los humanos somos egoístas, pero el
caso de algunos profesores universitarios supera la peor de las expectativas. Les resulta irrelevante seguir ocupando
espacio a pesar de que su tiempo se haya agotado. Parecen disfrutar de
seguir pululando por las estancias universitarias tratando de influir en quienes
toman las decisiones. Sin su guía y su lumbre el edificio se derrumbaría.
Cuando
se produce el caso, raro, de que fracasan al optar al título de Profesor
Emérito, experimentan un drama de griegas dimensiones. Me pregunto si estos
compañeros no tienen vida más allá de la universitaria. Por el tesón con el que
se agarran a su antigua posición, me inclino –con un punto de tristeza—a pensar
que la respuesta es negativa.
Lejos
de mi la intención generalizar porque soy consciente de que de todo hay en
la viña del señor. Igual que veo compañeros que son incapaces de desengancharse
de su vida profesional, observo con admiración cómo otros hacen números para
calcular con precisión el día en el que podrán colgar los hábitos e irse a pasear
a la playa, escribir sin presiones sobre lo que nunca pudieron porque estaban demasiado ocupados con su productividad, y, quizá, disfrutar de sus nietos. Pero los síntomas que observo me hacen temer
que los segundos son minoría.
Confieso
que, en realidad, no sé qué piensan en su fuero interno, pero sé lo que hacen.
Quieren
seguir como si tal cosa ostentando roles que ya no les corresponden. En lugar de dejar paso a las nuevas
generaciones, a aire fresco que renueve el inevitable rancio olor de la estancia, se
aferran a lo que fue.
Es
una pena que las autoridades no sean más asertivas. Las decisiones firmes
destinadas a alejarles de lo que ya no les corresponde no contradicen el
respeto que esos compañeros merecen por los servicios prestados. Pero su
tiempo pasó y deben tener la sabiduría para encajar, con la madurez que se les
supone, esa nueva realidad.
Esto
es lo que yo les diría a quienes persisten en emular a la Preservation Hall Jazz Band:
“Abandonen el barco
para que sean otros quienes lo gobiernen. Las nuevas generaciones merecen la
oportunidad de la que ustedes han disfrutado ya. Sean generosos y se lo
agradecerán. Persistan en su egoísmo y los jóvenes se olvidarán activamente de ustedes. Es elegante retirarse a tiempo, tenebroso retrasar lo
inevitable”.
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