Acabo
de terminar la lectura del excelente ensayo de M. Elvira Roca Barea, ‘Imperiofobia
y leyenda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio Español’
(Siruela, 2016).
El
nivel documental de la autora es apabullante, y, por tanto, sus rotundas
declaraciones pueden ser cotejadas por quien tenga reservas. No hay más cera
que la que arde. Lo demás son artificios que, desgraciadamente, pueden llegar a
ser aterradoramente influyentes, tanto humana como económicamente.
Roca
revisa los casos de Roma, Rusia y los Estados Unidos de América para demostrar
que España (casi) no ha sido una excepción al recibir el odio acumulado por un
buen puñado de naciones (o regiones del planeta).
A
mi juicio, el mensaje esencial de esta obra es que las identidades europeas se construyeron por oposición al único Imperio
de éxito de la región, es decir, el materializado por España:
“molesta sobremanera
saberse en la segunda división de la historia
(…) este complejo de inferioridad
busca alivio en la imperio-fobia
(…) el católico Imperio español representó la defensa
de una Europa unida y plurinacional que los protestantes nacionalistas
procuraron destruir
(…) las naciones y las
religiones que se formaron contra el Imperio español no pueden prescindir de la
leyenda negra porque se quedarían sin Historia”.
La
tradición de convivencia entre distintas culturas en la península durante
siglos (católica, musulmana y judía) capacitó a los españoles para tejer, en estrecha colaboración con las gentes aborígenes, un
eficaz e interesantísimo entramado después de la conquista del Nuevo Mundo:
“(en el Norte) se
critica a los españoles por su excesiva tolerancia con moros y judíos, y por no
haberse recatado de mezclarse con ellos”.
Los
nuevos territorios se integraron a la corona española que, por aquel entonces,
incluía también –por derecho, no por conquista de ninguna clase—algunas
regiones del continente europeo (Flandes o Nápoles, por ejemplo).
Lo
que hoy conocemos como Alemania y Reino Unido orquestaron movimientos de
oposición al Imperio español para estimular
los sentimientos nacionalistas entre sus habitantes. La estrategia de separarse
de la iglesia católica –un seña de identidad del Imperio español—estuvo al
servicio de la política. Nada que ver con una supuesta intolerancia impuesta
por los representantes de San Pedro en Roma. De hecho, como Roca demuestra con
detalle, los niveles de intolerancia del
mundo protestante superaron sobradamente cualquier práctica presente en la
esfera católica. Mientras que para los católicos el concepto de libre albedrío constituía un pilar
básico de su doctrina, para los protestantes el destino de los individuos estaba sólidamente prefijado. Por eso
sostuvieron, por ejemplo, que solo ellos estaban destinados a dominar el mundo,
mientras que estaba escrito que el Imperio español era una aberración destinada
a autodestruirse. Ellos eran la luz, los otros la oscuridad.
Los
españoles construyeron su Imperio con exquisita habilidad, negociando con los pueblos de aquellas regiones del planeta, y con un esmerado tesón. No
se deben confundir…
“las circunstancias
con las causas
(…) ni las minas de plata
de Hispania crearon el imperio romano ni las minas de plata de América crearon
el imperio español
(…) una expansión territorial no es nada si no se sabe
qué hacer con ella”.
Hubiera
sido materialmente imposible mantener una razonable armonía dentro de un
territorio tan extenso durante tres siglos, si sus gentes hubiesen tenido que
vivir bajo las condiciones que el mundo protestante le atribuyó al Imperio
Español. Las pruebas sobre la positiva naturaleza de la empresa española eran
rotundas, pero la negativa propaganda de los protestantes y de la ‘Santa
Ilustración’ ganó por goleada.
Hasta ahora.
Hasta ahora.
Confiesa
Roca que no ha escrito este ensayo para aclarar el pasado sino el futuro:
“la Unión Europea
debe servir para crear un espacio de convivencia donde puedan habitar en paz,
prosperidad y solidaridad pueblos muy diversos, y no para que unos prosperen a
costa de los otros, logrando por medios poco éticos y poco visibles una
hegemonía que no lograron por otros procedimientos”.
Nuestros
compañeros de viaje en este viejo continente han actuado pérfidamente contra
nosotros, ignorando u ocultando nuestros logros y resaltando sus sobredimensionadas
virtudes. El mecanismo ha supuesto alumbrar y alimentar el crecimiento de una leyenda negra absolutamente
deleznable, basada en hechos falsos:
“la hispanofobia
pertenece a una clase de racismo que, por su nacimiento vinculado a un Imperio,
vive bajo el camuflaje de la verdad y arropado por el prestigio de la
respetabilidad intelectual”.
El
único modo de que Europa pueda convertirse en un espacio en el que valga la
pena con-vivir, pasa por matar activamente esa leyenda que tanto ha influido a
los pueblos que estuvieron integrados en el Imperio español. Dejar de alimentar
esa leyenda para que tenga una merecida muerte no debería ser un acto pasivo,
sino que, igual que han hecho ya algunos intelectuales del ‘otro bando’
(William S. Maltby, Philip W. Powell, Edward G. Bourne, Archer Milton
Huntington, Gustav Henningsen, James Stephen, Marc Simmons, Charles F. Lummis Lewis
Hanke, Inga Clendinnen), se reconozca la
injusticia cometida y se pidan públicamente las obligadas disculpas. Algunos
pensamos que no es una exigencia desmesurada o irracional.
El
proyecto paneuropeo que muchos de los ciudadanos actuales del continente vemos
con buenos ojos estuvo en la bandeja de Carlos V, el nieto de los Reyes
Católicos:
“comprende que está
en condiciones de modificar las estructuras políticas de la mayor parte de
Europa y concibe un proyecto colosal de unidad
europea
(…) pero no cuenta con la
férrea oposición de los pueblos germánicos a integrarse en una unidad superior
en la que, a su juicio, predominen los latinos”.
Erasmo
de Rotterdam era un entusiasta del proyecto de integración de Carlos, pero el
protestantismo lo dinamitó. De hecho, nació para matar al bebé:
“sólo los españoles,
que acababan de levantar el primer esbozo de Estado, parecen dispuestos a
seguir a un emperador extranjero en una aventura sin precedentes”.
Carlos
abrió América al comercio y a la emigración de alemanes y holandeses, pero su
hijo tuvo que cerrar el grifo por el empecinamiento de los chicos del Norte.
La
autora nos explica por qué tienen éxito algunos Imperios:
1.
Destruyen las viejas y esclerotizadas estructuras locales de poder.
2.
Son meritocracias, es decir, permiten una movilidad social que ignora las redes
clientelares.
3.
Protege a naciones pequeñas amenazadas por sus vecinos más poderosos.
4.
Posee un carácter multinacional en el que sus ciudadanos se integran y se
mezclan generando una identidad compartida.
5.
Mejora objetivamente las condiciones de vida de sus ciudadanos.
Roca
establece una ilustrativa distinción entre ‘imperial’ y ‘colonial’.
“el imperio se distingue del
colonialismo porque avanza replicándose a sí
mismo e integrando territorios y poblaciones
(…) el imperio que se
levantó fue fruto del esfuerzo de los españoles y los indios
(…) la prosperidad fue el
resultado de la Administración imperial y del mestizaje
(…) el imperio es
expansión incluyente que genera
construcción y estabilidad a través del mestizaje cultural y de sangres.
El colonialismo no produce
ni mestizaje ni estabilidad.
Es excluyente y basa su
estructura en una diferencia radical entre colonia y metrópoli”.
También
distingue entre nacionalismo y patriotismo.
“(el primero) suele
servir de trampolín a un grupo que por medio de él consigue riqueza y renombre
social
(…) la dinámica del
nacionalismo es perversa: o gana e impone su criterio, eliminando la
disidencia, o pierde, y entonces convierte la pérdida en ganancia, es decir, en
agravio y excusa para la confrontación
”(el segundo) no reporta
beneficios sino más bien disgustos y esfuerzo”.
También
repasa el fantasioso mundo de la inquisición, recuperando elementos que ya
visitamos en este espacio:
“la investigación
histórica ha conseguido desmontar el mito casi por completo
(…) los inquisidores eran
abogados y apoyaban sus conclusiones en pruebas, no en rumores ni acusaciones
anónimas
(…) no fue nunca un poder
en la sombra ni tuvo capacidad para controlar la sociedad”.
Según
el nada sospechoso Henry Kamen, el
comportamiento de la inquisición española es impecable.
El
capítulo sobre el Nuevo Mundo es sencillamente magnífico:
“nadie con un mínimo
de cultura niega ya el papel pionero que tuvieron los legisladores y la
maquinaria imperial española en el reconocimiento de los derechos de los
pueblos indígenas
(…) muchísimo antes de que
Thomas Jefferson escribiera, desde su hermosa plantación de esclavos, en la Declaración
de Independencia aquella frase inmortal y universalmente conocida ‘Sostenemos
que…todos los hombres son creados iguales e independientes’, el jesuita
Francisco Suárez había escrito: ‘todos los hombres nacen libres por naturaleza,
de forma que ninguno tiene poder político sobre el otro (…) toda sociedad
humana se construye por libre decisión de los hombres que se unen para formar
una comunidad política’”.
El
humanismo y el protestantismo crearon la leyenda negra, pero la ‘Santa
Ilustración’ promovió el mito con entusiasmo: España (y su Imperio) a) es un
país de ignorantes, b) está atrasada, c) la inquisición y el catolicismo son
responsables de su retraso, y d) no forma parte de la civilización:
“un enemigo es un
aliado inapreciable.
Los muros invisibles
dentro de los que viven las auto-justificaciones del protestantismo, la
superioridad indiscutible de las razas nórdicas y el ego social de Francia
están construidos con los ladrillos de la leyenda negra”.
Para
demostrar que la leyenda negra sigue viva, Roca discute la coyuntura europea en
la actualidad. Los chicos del Norte, con sus tradiciones
protestantes/calvinistas, se consideran el culmen de las virtudes, mientras que
los del Sur (católicos) son vagos y corruptos como poco. Los norteños pagan los
platos que rompen (supuestamente) los sureños. Por supuesto, los hechos dicen
otra cosa, algo que la autora demuestra discutiendo los casos de Islandia,
Alemania, Gran Bretaña o Grecia. Los islandeses actuaron de un modo similar a
lo que deseaban hacer los griegos para solucionar su precaria situación económica,
pero nadie les confundió con los del sur, no se convirtieron en PIGS.
Alemania
tiene un prestigio que no merece de ningún modo. Jamás ha pagado sus deudas,
pero no pasa nada. El caso de Gran Bretaña tampoco es envidiable. La segunda
parte de los años 70 fue terrible para el Reino ‘Unido’ y el FMI tuvo que
rescatarlo porque no levantaban cabeza. Pero tampoco pasaron a las filas del Sur.
Los
países del Norte son protestantes y eso les blinda contra cualquier tropiezo, mientras
que los del Sur son católicos y eso les convierte en presuntos culpables, no
solo de los que les pasa a ellos sino también a los demás:
“nunca, desde el fin
de la guerra de Cuba, ha dejado España de pagar sus deudas.
¿Por qué tiene que asumir
entonces un sobrecoste de financiación como si fuera un mal pagador indigno de
confianza?”
Los
europeos deben tener cuidado con la especulación de los grandes bancos. No
puede permitirse que la deuda privada se convierta en soberana. Los créditos
fáciles fomentan el endeudamiento privado, se genera una burbuja de crédito y
los gobiernos deben inyectar dinero para evitar que los bancos quiebren.
Quienes provocan la crisis resultan beneficiados y son quienes la padecen los
que pagan el pato.
Si
queremos una nueva Europa en el siglo XXI, conviene hacer examen de conciencia
con luz y taquígrafos, y, seguidamente, proceder al borrón y la cuenta nueva, pero sin caer en la selectiva ley del silencio que denuncia Roca.
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Razón tiene la autora, Roberto, y haces bien en difundir su mensaje
ResponderEliminarMuchas gracias, Félix. Algunos que se mueven por ahí me han confesado que esta es una clave de todo en Europa. Me temo que tienen razón. Saludos
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