Me
ha costado un tiempo ilógico culminar la lectura del último libro de Jim Flynn (Does your family make you
smarter? –Cambridge, 2016). Acabaremos este post recuperando esa declaración, así que dejémoslo aquí por ahora.
Además
de usar un nuevo método para estimar el
efecto del contexto familiar sobre el nivel de inteligencia, recupera aquí
su invitación –original
de 2007—a considerar evidencia de distintos niveles de análisis para
avanzar en nuestro estado de conocimientos sobre la inteligencia humana.
El
método de estimación de la influencia familiar es críptico, pero parece
interesante. Se sirve de las decenas de tablas incluidas en los manuales –publicados
durante más de 60 años—de algunas baterías de evaluación, como el Wechsler o el
Stanford-Binet (Age-Table Method) para mostrar que la familia puede beneficiar
o perjudicar el desarrollo intelectual de los individuos. Los resultados
rechazan la extendida percepción de que, a partir de los 17 años de edad, la
influencia familiar se desvanece. Flynn enfatiza
el mensaje de que los humanos somos autónomos y podemos esforzarnos por superar
las restricciones que imponen tanto los genes como las familias.
El
libro se divide en dos partes –autonomía (humana) e inteligencia—e incluye tres
extensos apéndices con apabullante información numérica para apoyar sus
cálculos sobre la influencia del ambiente familiar. El esfuerzo titánico que
supone mirárselo con esmero puede llevar a algunos a ignorar ‘the whole thing’. Mala idea. Merece la
pena dedicarle tiempo para disfrutar de los detalles que este post no puede permitirse describir.
En
la primera parte se afana en destruir las ideas que, según él, se derivan de
los estudios en genética conductual:
a)
Superada la adolescencia, la familia posee un escasísimo
efecto sobre el nivel intelectual.
b)
Desde ese momento del ciclo vital, la calidad cognitiva (CC) del
ambiente de un individuo se empareja con su propia calidad genética
(correlación gen-ambiente).
c)
Los factores de oportunidad son constantes durante el ciclo
vital y contribuyen un 20% a las diferencias de inteligencia que separan a los
individuos.
El
cálculo sobre la influencia a largo plazo de la familia se cimenta en la idea
de que existe un desfase entre la potencialidad (genética) del individuo y su
ambiente familiar. Algunas familias beneficiarán el desarrollo cognitivo,
mientras que otras serán perjudiciales. Por tanto, el efecto de la familia cambia según el nivel intelectual:
“Quienes se sitúan
dos desviaciones típicas (SD) por encima de la media (CI = 130) provienen de
familias cuya calidad cognitiva (CC) cae, en promedio, en el percentil 69;
quienes se sitúan una SD por encima de la media (CI = 115) provienen de
familias cuya CC cae en el percentil 61; quienes se sitúan una SD por debajo de
la media (CI = 85) provienen de familias cuya CC cae en el percentil 39; y
quienes se sitúan dos SD por debajo de la media (CI = 70) provienen de familias
cuya CC cae en el percentil 31”.
Quienes
presentan un alto nivel suelen ser perjudicados por la CC de sus familias,
mientras que quienes presentan un bajo nivel suelen ser beneficiados por la CC
de sus familias. Pero lo verdaderamente
importante es la decisión personal de ejercitar el intelecto, nuestra autonomía para buscar ambientes
estimulantes, para superar el pesimismo al que conducen, según él, los
resultados de la genética conductual.
La
segunda parte aplica el método de estimación de la influencia del ambiente
familiar al Test de Raven. Hábilmente, Jim subraya que no es verdad que
lo que mide ese test se encuentre vinculado esencialmente a la potencia
biológica de los individuos. El Raven es tan sensible a la cultura como el
nivel de vocabulario:
“El Raven mide la
capacidad para ver secuencias lógicas en una serie de imágenes que no se
corresponden con objetos concretos
(las nuevas generaciones)
residen ahora en un mundo que invita a usar la lógica sobre símbolos abstractos
desapegados de la realidad concreta
(…) la modernización ha
modificado nuestra perspectiva
(…) el Raven,
más que cualquier otro test, es un
barómetro de los estadios de la modernización,
y, por tanto, tiene un papel crucial para estudiar la inteligencia”.
Es
decir, el Test de Raven es especialmente importante, aunque por razones
totalmente distintas a las esgrimidas por teóricos del factor g como A. R. Jensen. Pero más sobre esta cuestión después.
En
el tramo final de esta obra –pequeña, pero matona—Jim se centra en la relevancia de la meta-teoría para
contribuir a liberar a los científicos de sus lógicas ataduras. En ciencia,
determinados fenómenos denuncian los fallos en una teoría (paradigmática). Las
ganancias generacionales han ayudado a formularse preguntas sobre la teoría de
la inteligencia basada en la relevancia del factor g. Las teorías científicas exigen precisión, mientras que las
meta-teorías requieren amplitud de miras. Para ayudarnos a comprender esa
diferencia, Flynn se entretiene en un útil paralelismo con la astronomía, desde
Galileo y Kepler, a Newton y Einstein.
El
debate entre Flynn y Jensen cayó originalmente, durante muchos años, del lado
del segundo:
“Las flechas iban
desde un cerebro saludable hasta la resolución eficiente de problemas, nunca al
revés
(…) en el fondo de la
estructura cerebral, tan en el fondo que el ambiente apenas puede tener algún
efecto, existe una estación de servicio que inyecta una cierta cantidad de combustible
–g –hacia los motores que subyacen a la mente consciente: los motores que se
usan para resolver los test del Wechsler.
El nivel de rendimiento de
los motores depende de g”.
Los
científicos han abrazado, mayoritariamente, la concepción de Jensen, rechazando
la realidad de las ganancias generacionales de inteligencia: no influyen sobre
la estación de servicio, y, por tanto, deben ser irreales. Recuerda Jim una
observación que le hice en Cataluña en septiembre de 2002:
“Impartí un
seminario en Barcelona y alguien me dijo: ‘pero no demuestras que las ganancias
generacionales son ganancias en g’”.
En
aquel momento estaba encima de la mesa esa crítica al efecto al que su apellido
da nombre. Si los cambios estimulados culturalmente no influyen en la estación
de servicio, entonces no pueden tener verdaderas consecuencias. Comenzaba a discrepar
entonces de esa perspectiva y sigue en esa línea ahora:
“El hecho de que las
nuevas generaciones hayan desarrollado nuevos hábitos mentales explica por qué
las ganancias no son invariantes”.
Un
post que se publicó en este
mismo foro hace algún tiempo denunciaba ese hecho, lo que me valió el chaparrón
(cariñoso, pero contundente) de algunos de mis colegas del departamento de metodología y ciencias
del comportamiento. Me comentaron que esa invarianza es esencial para demostrar
que se está midiendo el mismo constructo en distintas generaciones. Es correcto, naturalmente. Pero en la
concepción que nos invita a usar Flynn, esa invarianza es irrelevante porque se
basa en un supuesto discutible, como veremos después.
Bill Dickens mostró que los estudios
en genética conductual conceden a los genes un protagonismo inmerecido. Los
genes y el ambiente simplemente se encuentran más correlacionados a medida que
nos hacemos mayores. Además, el ambiente actual oculta el efecto del ambiente
pasado. Estas dos ideas permitieron poner de manifiesto el supuesto oculto de Jensen:
“A medida que nos
hacemos mayores [sostuvo Jensen y siguen manteniendo sus seguidores] los genes y el ambiente juegan a un juego de suma cero: lo que
gana un jugador lo pierde el otro.
Si aumenta el efecto de
los genes, debe reducirse el del ambiente
(…) sin embargo, cuando
aumenta la correlación de los genes con el ambiente, la potencia de uno de los
factores se suma a la potencia del otro, no desaparece”.
No
existe una sola causa detrás del solapamiento positivo (la correlación del
rendimiento en distintos test de inteligencia), sino a) factores fisiológicos
genéticamente guidados que influyen en nuestra capacidad para resolver
problemas, b) factores familiares, c) las amistades, y d) factores laborales:
“Emerge una nueva
teoría gracias, en parte, a un fenómeno que la antigua teoría no puede encajar:
las ganancias generacionales de inteligencia”.
La
meta-teoría que propone Jim divide el estudio de la inteligencia en tres áreas:
1)
Diferencias individuales dentro de una determinada cohorte
(medidas predictivas).
2)
Ganancias generacionales (cambio en los hábitos mentales).
3)
Prerrequisitos fisiológicos de la cognición (federalismo
neuronal).
Los
psicólogos buscan integrar estas áreas de algún modo, pero el autor piensa que
es una empresa improductiva.
En
el capítulo 10, Jim discute una serie de teorías sobre la inteligencia (Cattell, Jensen, Carroll, Sternberg,
Gardner, Bandura), pero ninguna se salva de la quema. Se decanta por
cambiar de paradigma sirviéndose del paraguas que ofrece la teoría de Dickens/Flynn o el mutualismo de van der Maas, aunque
también lanza un capote a las teorías sobre la fisiología cerebral (que deben
rehuir la tentación del reduccionismo) –le agradezco que reconozca mis modestos
esfuerzos por combinar la neurociencia con la investigación de la inteligencia
a distintos niveles, aunque está por ver dónde conduce esa estrategia.
El
libro se cierra con una confesión del autor:
“Al igual que Pinker
no simpatizo con quienes piensan que la naturaleza humana puede reducirse a una
pizarra en blanco sobre la que el ambiente puede escribir caprichosamente.
Acepto los resultados
derivados de la investigación con gemelos, pero rechazo el pesimismo al que
conducen”.
Jim
interpreta exquisitamente su papel de agitar el árbol de la ciencia de la inteligencia. Nos obliga a los
investigadores a mirar hacia lugares a los que evitamos prestar atención, sin
que sepamos muy bien por qué. Estamos tan metidos en nuestras batallas domésticas
que olvidamos que la guerra se desarrolla a escala global.
Si
es cierto que los científicos buscamos iluminación, y no simplemente publicar
nuestros resultados en revistas ‘cool’
e incrementar así nuestros índices h,
entonces quizá deberíamos dedicar un parte de nuestro tiempo a meditar sobre si
lo que este gran pensador nos ofrece vale la pena.
A
meditar seriamente.
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Interesantísimo el tema, Roberto. A la vez que "inquietante". Le deja a una con la sensación de estar caminando por tierras desconocidas, y lo que es peor, con pocas posibilidades de conocer realmente. A mí me ha hecho recapacitar sobre la teoría de Judith Harris, que le resta tanta importancia a la influencia familiar...y me ha recordado una frase: si nuestro cerebro fuese tan simple como para poder comprenderlo, entonces nosotros seríamos tan simples que no lo podríamos comprender. Problemas que surgen cuando sujeto y objeto de estudio coinciden.
ResponderEliminarEnhorabuena, Roberto. Sigo tu blog con muchísimo interés.
Saludos de Pilar.
Muchas gracias por tus amables palabras, Pilar. Seamos optimistas: todo parece demasiado complicado hasta que lo comprendemos. Siempre es así. Y luego nos preguntamos: ¿pero cómo no lo vimos antes? Saludos, R
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