viernes, 18 de noviembre de 2016

Un siglo de estudios sobre la precocidad intelectual

El gran Lubinski (no confundir con Lebowski) ha escrito un magnífico artículo de revisión sobre el estudio de la precocidad intelectual durante los últimos 100 años para la revista equivalente al Annual Review of Psychology en el campo de la educación (Review of Educational Research).

En el mensaje en el que me enviaba personalmente este artículo escribía David:

La tecnología moderna aumenta la visibilidad de las, a veces, conspicuas diferencias individuales.
Lejos de reducir las diferencias que separan a los ciudadanos en sus logros sociales, la igualdad de oportunidades las magnifica.
La situación es compleja”.

Tan compleja como apasionante.

En ese siglo se ha pasado de usar solamente la inteligencia general (durante los primeros 50 años) a emplear, además, capacidades cognitivas específicas a la hora de seleccionar chavales precoces. Y no solamente capacidades, como veremos.

¿Quién es intelectualmente precoz?

Aquel que se sitúa en el 1% superior en las medidas de capacidad, tanto a nivel general como específico (en unidades de CI, una capacidad por encima de 137 aprox.). Son quienes se ubican en esa región de la distribución poblacional los que alimentan el capital humano de las naciones modernas. Deberíamos prestarles la debida atención, en lugar de sentirnos amenazados.

Por encima de 137 hay una extraordinaria variabilidad y debe caracterizarse adecuadamente para aventurar cuáles pueden ser los logros más probables de los individuos identificados como precoces. Además de una enorme capacidad general, Lubinski considera la capacidad numérica, verbal y espacial. Las medidas criterio de excelencia que suelen considerarse son títulos educativos, nivel de ingresos, prestigio o productos socialmente valorados como creativos, entre otros.

La revisión se cimenta sobre dos estudios longitudinales fundamentales: el comenzado por Lewis Terman en 1921 y el que inició Julian Stanley en 1971 –aunque también se describen otros como el ‘Project TALENT’. Los principales resultados de esos dos proyectos se han publicado en seis volúmenes (en cada uno de los casos). La cantidad de información acumulada posee dimensiones enciclopédicas.

El de Terman se basa en 1.528 adolescentes seleccionados, en la década de 1920, después de haber obtenido puntuaciones en el 1% superior en el Test Stanford-Binet. El proyecto sigue vivo hoy en día.

El de Stanley comenzó cincuenta años después que el de Terman. Desde 1991 es responsabilidad de Camila Benbow y David Lubinski e incluye más de 5.000 individuos organizados en cinco cohortes y seleccionados cuando sus puntuaciones en el SAT se situaban en el 1% superior a sus 12/13 años de edad.

Lubinski describe el encuentro que tuvo lugar en la Universidad de Iowa en 2003, patrocinado por la Fundación Templeton, destinado a delimitar las mejores prácticas educativas para los individuos intelectualmente precoces. La aceleración reclutó el acuerdo general de los asistentes (“todos los estudiantes tienen el derecho de aprender algo nuevo cada día”).

Una de las preguntas esenciales para el autor de esta revisión es cómo entender los logros, en el mundo real, de quienes presentan puntuaciones de capacidad entre 137 y 200 aprox. Es posible que a partir de una determinada puntuación ser más capaz ya no sea tan relevante. David critica sutilmente el enfoque de J. Renzulli (cuyo modelo está ahora bastante en boga) por aceptar esta (equivocada) idea popular. El hecho es que cuanta más capacidad, mejor.

Sin embargo, eso no significa que, llegado un cierto punto, esos individuos excepcionales no puedan caracterizarse por destacar en algún campo disciplinar. Cuando son jóvenes es difícil percatarse porque, para ellos, todo resulta demasiado sencillo: las evaluaciones son incapaces de distinguir el capaz del muy capaz.

De ahí se salta a los individuos excepcionalmente capaces (CI > 160) grupo sobre el que ya escribimos en este blog en un par de ocasiones:


Naturalmente, el logro no se agota recurriendo solamente a las capacidades cognitivas. Los intereses, los valores y la persistencia (willingness to work long hours) también son variables relevantes. Son estas variables la que ayudan a predecir hacia dónde dirigirá su capacidad el individuo intelectualmente precoz.

El aumento de los niveles de complejidad en las sociedades modernas impone, de modo inexorable, unas crecientes demandas cognitivas (intelectuales). No todos los ciudadanos poseen la capacidad necesaria y suficiente para seguir ese ritmo. Y también están quienes pudiendo no están dispuestos. Distintas combinaciones son posibles. Pero lo que está fuera de duda es que las organizaciones actuales premian a quienes pueden y están dispuestos a responder a esas demandas, contribuyendo, en la medida de lo posible, a tirar, en lugar de limitarse a subirse, al carro (“cuatro excelentes programadores superarán a mil programadores mediocres”).

El aumento de las oportunidades para sobresalir revela las extraordinarias diferencias que separan a los ciudadanos (el efecto Matthew o la primera ley de las diferencias individuales). Al menos en parte, estas diferencias contribuyen a la sofisticación cultural mediante una creciente especialización cuyos resultados económicos, políticos y sociales son evidentes, tal y como describió brillantemente Matt Ridley en ‘The Rational Optimist’.

David se encarga de subrayar que esas diferencias que separan a los ciudadanos existen, independientemente de que las midamos o no. Las diferencias de estatura que separan a Gandalf de Frodo están ahí, son evidentes, aunque no usemos una cinta métrica para cuantificarlas con precisión. Como las meigas, haberlas haylas.

Al final de su extenso artículo, Lubinski invita a los genetistas moleculares y a los neurocientíficos a explorar las posibilidades que ofrece la enorme cantidad de información acumulada en los estudios longitudinales relacionadas con la precocidad intelectual. Sería apasionante embarcarse en la empresa de “alcanzar un conocimiento más profundo de las estructuras, sistemas, y subsistemas que subyacen a la inteligencia humana y a la cognición”.

Desgraciadamente el esfuerzo que se ha invertido en esta última dirección es tan escaso que da miedo. Nuestra solidaridad puede explicar que dediquemos estrecha atención y enormes recursos al otro extremo de la curva, pero olvidarse de los ciudadanos ubicados en el tramo al que Lubinski dedica su artículo puede contribuir a un suicidio sociológico de descomunales proporciones en el mundo moderno. Los países que pierdan el ritmo lo pasarán mal, muy mal. Recemos para que el nuestro no esté entre ellos.

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