El
gran Lubinski (no confundir con
Lebowski) ha escrito un
magnífico artículo de revisión sobre el estudio de la precocidad
intelectual durante los últimos 100 años para la revista equivalente al Annual Review of Psychology en el campo
de la educación (Review of Educational
Research).
En
el mensaje en el que me enviaba personalmente este artículo escribía David:
“La tecnología moderna aumenta la visibilidad de las, a veces, conspicuas diferencias individuales.
Lejos de reducir las diferencias que separan a los ciudadanos en sus logros
sociales, la igualdad de oportunidades las magnifica.
La situación es compleja”.
Tan compleja como apasionante.
En
ese siglo se ha pasado de usar solamente la inteligencia general (durante los
primeros 50 años) a emplear, además, capacidades cognitivas específicas a la
hora de seleccionar chavales precoces. Y no solamente capacidades, como
veremos.
¿Quién
es intelectualmente precoz?
Aquel
que se sitúa en el 1% superior en las medidas de capacidad, tanto a nivel
general como específico (en unidades de CI, una capacidad por encima de 137
aprox.). Son quienes se ubican en esa región de la distribución poblacional los
que alimentan el capital humano de las
naciones modernas. Deberíamos prestarles la debida atención, en lugar de
sentirnos amenazados.
Por
encima de 137 hay una extraordinaria variabilidad y debe caracterizarse
adecuadamente para aventurar cuáles pueden ser los logros más probables de los
individuos identificados como precoces. Además de una enorme capacidad general,
Lubinski considera la capacidad numérica, verbal y espacial. Las medidas
criterio de excelencia que suelen considerarse son títulos educativos, nivel de ingresos,
prestigio o productos socialmente valorados como creativos, entre otros.
La
revisión se cimenta sobre dos estudios longitudinales fundamentales: el
comenzado por Lewis Terman en 1921 y
el que inició Julian Stanley en 1971
–aunque también se describen otros como el ‘Project TALENT’. Los principales
resultados de esos dos proyectos se han publicado en seis volúmenes (en cada
uno de los casos). La cantidad de información acumulada posee dimensiones enciclopédicas.
El
de Terman se basa en 1.528 adolescentes seleccionados, en la década de 1920, después
de haber obtenido puntuaciones en el 1% superior en el Test Stanford-Binet. El
proyecto sigue vivo hoy en día.
El
de Stanley comenzó cincuenta años después que el de Terman. Desde 1991 es
responsabilidad de Camila Benbow y David Lubinski e incluye más de 5.000
individuos organizados en cinco cohortes y seleccionados cuando sus
puntuaciones en el SAT se situaban en el 1% superior a sus 12/13 años de edad.
Lubinski
describe el encuentro que tuvo lugar en la Universidad de Iowa en 2003,
patrocinado por la Fundación Templeton,
destinado a delimitar las mejores prácticas educativas para los individuos
intelectualmente precoces. La aceleración reclutó el acuerdo general de los
asistentes (“todos
los estudiantes tienen el derecho de aprender algo nuevo cada día”).
Una
de las preguntas esenciales para el autor de esta revisión es cómo entender los
logros, en el mundo real, de quienes presentan puntuaciones de capacidad entre
137 y 200 aprox. Es posible que a partir de una determinada puntuación ser más
capaz ya no sea tan relevante. David critica sutilmente el enfoque de J. Renzulli (cuyo modelo está ahora
bastante en boga) por aceptar esta (equivocada) idea popular. El hecho es que cuanta más capacidad,
mejor.
Sin
embargo, eso no significa que, llegado un cierto punto, esos individuos
excepcionales no puedan caracterizarse por destacar en algún campo disciplinar.
Cuando son jóvenes es difícil percatarse porque, para ellos, todo resulta
demasiado sencillo: las evaluaciones son
incapaces de distinguir el capaz del muy capaz.
De
ahí se salta a los individuos excepcionalmente capaces (CI > 160) grupo sobre
el que ya escribimos en este blog en
un par de ocasiones:
Naturalmente,
el logro no se agota recurriendo solamente a las capacidades cognitivas. Los
intereses, los valores y la persistencia (willingness
to work long hours) también son variables relevantes. Son estas variables
la que ayudan a predecir hacia dónde dirigirá su capacidad el individuo intelectualmente
precoz.
El
aumento de los niveles de complejidad en las sociedades modernas impone, de
modo inexorable, unas crecientes demandas cognitivas (intelectuales). No todos
los ciudadanos poseen la capacidad necesaria y suficiente para seguir ese
ritmo. Y también están quienes pudiendo no están dispuestos. Distintas
combinaciones son posibles. Pero lo que está fuera de duda es que las
organizaciones actuales premian a quienes pueden y están dispuestos a responder
a esas demandas, contribuyendo, en la medida de lo posible, a tirar, en lugar
de limitarse a subirse, al carro (“cuatro excelentes programadores superarán a mil
programadores mediocres”).
El
aumento de las oportunidades para sobresalir revela las extraordinarias
diferencias que separan a los ciudadanos (el efecto Matthew o la primera ley de
las diferencias individuales). Al menos en parte, estas diferencias contribuyen
a la sofisticación cultural mediante una creciente especialización cuyos
resultados económicos, políticos y sociales son evidentes, tal y como describió
brillantemente Matt Ridley en ‘The
Rational Optimist’.
David
se encarga de subrayar que esas diferencias que separan a los ciudadanos
existen, independientemente de que las midamos o no. Las diferencias de
estatura que separan a Gandalf de Frodo están ahí, son evidentes, aunque
no usemos una cinta métrica para cuantificarlas con precisión. Como las meigas,
haberlas haylas.
Al
final de su extenso artículo, Lubinski invita a los genetistas moleculares y a
los neurocientíficos a explorar las posibilidades que ofrece la enorme cantidad
de información acumulada en los estudios longitudinales relacionadas con la
precocidad intelectual. Sería apasionante embarcarse en la empresa de “alcanzar un
conocimiento más profundo de las estructuras, sistemas, y subsistemas que
subyacen a la inteligencia humana y a la cognición”.
Desgraciadamente
el esfuerzo que se ha invertido en esta última dirección es tan escaso que da
miedo. Nuestra solidaridad puede explicar que dediquemos estrecha atención y enormes
recursos al otro extremo de la curva, pero olvidarse de los ciudadanos ubicados
en el tramo al que Lubinski dedica su artículo puede contribuir a un suicidio
sociológico de descomunales proporciones en el mundo moderno. Los países que
pierdan el ritmo lo pasarán mal, muy mal. Recemos para que el nuestro no esté
entre ellos.
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magnífico post... felicidades Roberto
ResponderEliminarMuchas gracias, Antonio, por la positiva evaluación.
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