La enseñanza en España tiene
problemas diversos, en gran parte relacionados con la crisis y los recortes,
pero no solamente.
Tenemos algunos problemas que
ya pueden considerarse endémicos y cuya solución demora que se logren
soluciones adecuadas. No es que estemos mejor ni peor que otros países, pero sí
está claro que las diferencias domésticas (es decir, entre distintas
comunidades del país) es mayor que las diferencias internacionales (el resto de
los países de la OCDE, por ejemplo). Basta revisar el último informe elaborado
por el Monitor
de la Unión Europea sobre el estado de la educación para observar algunos
datos relevantes.
No obstante, un problema ha
concitado especial atención en los últimos tiempos: las reválidas.
El duro ataque político a la
LOMCE tenía las reválidas como blanco central de sus críticas, compartidas por
las administraciones educativas en comunidades regidas por el Partido Popular. Las
reválidas era un modelo de evaluación que estuvo vigente en el sistema
educativo durante el franquismo, pero que empezó a devaluarse entonces y fue
eliminado del sistema educativo en la Ley
General de Educación de 1970. Casi 50 años después, el gobierno del PP las
restaura, pensando que van a ser un instrumento fundamental en la mejora del
sistema educativo.
En el tema de las reválidas
confluyen dos asuntos bien diversos: por un lado, todo sistema educativo debe
tener un modelo de evaluación de su funcionamiento, prestando especial atención al logro de los objetivos más importantes
que orientan su actividad. El asunto es de primordial importancia y merece
nuestra completa atención. Se trata de
saber si el alumnado aprende lo que se supone que debe. Recordemos el papel
central que la educación formal desempeña en el proceso de socialización y
maduración de las personas y recordemos, igualmente, el elevado gasto (también
se puede entender como inversión) que la sociedad dedica a la enseñanza formal,
ya sea gasto público o privado, directamente aportado por las familias.
No es extraño que se quieran
datos que evidencien que, efectivamente, la educación cumple esos objetivos
formativos, pues está en juego la clase de sociedad en la que queremos vivir y
la clase de personas que queremos formar. Las ideas al respecto están
parcialmente claras. Lo que quizá no esté tan claro es cómo evaluar que esos objetivos se cumplen. Es más, si nos fijamos
en las presentaciones de las leyes generales elaboradas desde 1991, esos objetivos son sustancialmente los
mismos independientemente del gobierno que elabore la ley.
Tampoco es extraño que se
quiera exigir una rendición de cuentas, tanto al alumnado como al profesorado.
Mucho invertimos y queremos saber si nuestros recursos están bien invertidos.
Hace falta saber lo que aprende el alumnado y, de este modo, averiguar la
calidad del trabajo del profesorado. Por tanto, exigimos a la educación formal
lo mismo que se exige a las instituciones básicas de una sociedad democrática:
mostrar cuál es el rendimiento de su trabajo.
Por otra parte, terminada la
enseñanza universal y obligatoria que debe conducir a un único título para todo
el mundo, se hace necesario, teniendo en cuenta la tarea profesionalizante que
tiene la educación formal, decidir cuáles son los mecanismos mediantes los
cuales se accede a los niveles superiores y, por tanto, se tiene acceso también
a los puestos de trabajo asociados con titulaciones superiores. Se trata de un problema crucial con dos enfoques bien
distintos.
El primero de ellos es
determinar cuál es la necesidad que
tiene el país de titulados en los diversos niveles. Un titulado
universitario cuesta mucho dinero y no conviene gastarlo si luego la
preparación adquirida no se va a poder ejercer.
Sin duda, en los años setenta
del pasado siglo, en un proceso acelerado de modernización social y
económica, la urgente necesidad de
titulados superiores provocó que se suprimiera la prueba final de bachillerato
para acceder a la Universidad, pero pocos años después se recuperó y se hizo
definitiva en la primera ley general educativa de la restauración democrática,
la LOGSE.
Ahora parece que la situación
no es la misma y se radicaliza un poco más el modelo selectivo anterior: el
alumnado que pasa a formación profesional es insuficiente y es excesivo el que
accede a la universidad. Se necesita, por tanto, algo que contribuya a corregir
esos flujos de alumnado.
Pero el asunto se complica,
puesto que el modelo de democracia basa su legitimidad, en parte, en garantizar
que el reparto de los puestos de responsabilidad, asociados a estatus y nivel
económico superiores, no está sesgado por mecanismos que permiten una presencia
desproporcionada de personas procedentes de las clases sociales que ya ocupan
esas posiciones.
Para garantizar esa
legitimidad, dos son las ideas claves que debe tener en cuenta el sistema
educativo: garantizar la igualdad de
oportunidades y basar la selección en los méritos personales de los estudiantes.
La movilidad social se da, y es políticamente justa, si se garantizan esas oportunidades y si es el
mérito personal el que la hace posible.
Se trata, por tanto, de un asunto relacionado con la movilidad
social y con la justicia.
Es un tema difícil y
apasionante, pues se enfrentan criterios de mérito personal que justifican el
acceso basado en la excelencia personal, lo que podemos llamar la meritocracia. Y esto se mantiene a
pesar de tozudos y persistentes estudios que muestran el sesgo que conceden la
inteligencia general y el nivel socio-cultural de la familia. El mérito termina
reducido a una cuestión de azar (lo que nos toca de inteligencia al nacer) y de
sabia elección (lo bien que hemos sabido elegir a nuestra madre y nuestro
padre). Es decir, poco mérito personal y mucho de desiguales condiciones de
partida que pueden invalidar los intentos de garantizar esos objetivos de
justicia social, al menos tal y como están planteados en el modelo actualmente
vigente.
Pero volvamos a la evaluación y
a las revalidas y al rechazo que estas últimas suscitan.
Es absolutamente loable el
esfuerzo realizado por las autoridades académicas para evaluar los resultados
de los sistemas educativos. Basta consultar la página del Instituto Nacional de Evaluación
Educativa para darse cuenta de que se trabaja duro. Una impresión similar
se obtiene si visitamos la
página de la OCDE. Incluso es muy interesante el modelo de evaluación de
contenidos y competencias que establece el
mismo Ministerio que luego propone las reválidas.
No obstante, el esfuerzo y
dedicación no garantizan la calidad de los resultados y existen serias dudas de
que tanto trabajo termine redundando en una mejora de los sistemas que son
sometidos a tan riguroso escrutinio. Las críticas
recibidas por los informes PISA son muy duras y el uso mediático que se
hace de esos informes indica a las claras que quizá tenga efectos contraproducentes,
haciendo válido el pesimista dicho español de que «el camino del infierno está empedrado de
buenas intenciones». Lo cual no quita que, adecuadamente
manejados esos datos, se puedan sacar conclusiones sugerentes que,
desgraciadamente, es muy posible que no sean tenidas en cuenta por los
políticos.
Más dudas suscita que las
reválidas puedan ser un instrumento útil para resolver los problemas
mencionados anteriormente. No parecen adecuadas para evaluar cómo funciona el
sistema, del que luego se puedan extraer ideas que ayuden a mejorarlo. Y mucho
menos parecen adecuadas para garantizar la selección de las personas que deben
acceder a los estudios superiores.
No solo se trata de que hayan
sido mal diseñadas, a último ahora, con precipitación y nulo consenso con
quienes tienen que preparar al alumnado y con quienes tiene que aplicarlas y
evaluarlas. Se añade a eso que prima en
exceso una visión simplista de reclutamiento de los alumnos excelentes que
al final, se traducirá en una clasificación de centros por resultados obtenidos
y se ocultarán los mecanismos reales que hacen posible el acceso a los niveles
superiores de la educación.
Volvemos
a procedimientos simplistas que nos alejan de la solución adecuada de los
problemas.
Una evaluación por resultados
en una prueba escrita va a arrojar poca luz sobre el estado de la educación. Y
es posible que favorezca el sesgo de centrar los objetivos del profesorado y el
alumnado en salir bien parados en esa prueba, algo que ya está ocurriendo en
las comunidades en las que se han ido implantando las pruebas de nivel, como es
el caso de Madrid.
Mientras tanto, seguimos eludiendo la responsabilidad de
verificar qué estamos haciendo en la educación, pues tanto alumnos como
profesores y familias se resisten a ser evaluados de manera rigurosa y
sistemática. Tampoco las autoridades académicas parecen interesadas en abordar,
con soluciones pertinentes, los problemas reales que podrían descubrirse por
procedimientos más válidos y fiables.
Eso sí, utilizan las pruebas
que administran como instrumentos
ideológicos que, en su momento, les servirán, adecuadamente manejados, para encubrir su incompetencia política.
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