domingo, 13 de noviembre de 2016

Reválidas, exámenes y evaluación –por Félix García Moriyón

La enseñanza en España tiene problemas diversos, en gran parte relacionados con la crisis y los recortes, pero no solamente.

Tenemos algunos problemas que ya pueden considerarse endémicos y cuya solución demora que se logren soluciones adecuadas. No es que estemos mejor ni peor que otros países, pero sí está claro que las diferencias domésticas (es decir, entre distintas comunidades del país) es mayor que las diferencias internacionales (el resto de los países de la OCDE, por ejemplo). Basta revisar el último informe elaborado por el Monitor de la Unión Europea sobre el estado de la educación para observar algunos datos relevantes.

No obstante, un problema ha concitado especial atención en los últimos tiempos: las reválidas.

El duro ataque político a la LOMCE tenía las reválidas como blanco central de sus críticas, compartidas por las administraciones educativas en comunidades regidas por el Partido Popular. Las reválidas era un modelo de evaluación que estuvo vigente en el sistema educativo durante el franquismo, pero que empezó a devaluarse entonces y fue eliminado del sistema educativo en la Ley General de Educación de 1970. Casi 50 años después, el gobierno del PP las restaura, pensando que van a ser un instrumento fundamental en la mejora del sistema educativo.

En el tema de las reválidas confluyen dos asuntos bien diversos: por un lado, todo sistema educativo debe tener un modelo de evaluación de su funcionamiento, prestando especial atención al logro de los objetivos más importantes que orientan su actividad. El asunto es de primordial importancia y merece nuestra completa atención. Se trata de saber si el alumnado aprende lo que se supone que debe. Recordemos el papel central que la educación formal desempeña en el proceso de socialización y maduración de las personas y recordemos, igualmente, el elevado gasto (también se puede entender como inversión) que la sociedad dedica a la enseñanza formal, ya sea gasto público o privado, directamente aportado por las familias.

No es extraño que se quieran datos que evidencien que, efectivamente, la educación cumple esos objetivos formativos, pues está en juego la clase de sociedad en la que queremos vivir y la clase de personas que queremos formar. Las ideas al respecto están parcialmente claras. Lo que quizá no esté tan claro es cómo evaluar que esos objetivos se cumplen. Es más, si nos fijamos en las presentaciones de las leyes generales elaboradas desde 1991, esos objetivos son sustancialmente los mismos independientemente del gobierno que elabore la ley.

Tampoco es extraño que se quiera exigir una rendición de cuentas, tanto al alumnado como al profesorado. Mucho invertimos y queremos saber si nuestros recursos están bien invertidos. Hace falta saber lo que aprende el alumnado y, de este modo, averiguar la calidad del trabajo del profesorado. Por tanto, exigimos a la educación formal lo mismo que se exige a las instituciones básicas de una sociedad democrática: mostrar cuál es el rendimiento de su trabajo.

Por otra parte, terminada la enseñanza universal y obligatoria que debe conducir a un único título para todo el mundo, se hace necesario, teniendo en cuenta la tarea profesionalizante que tiene la educación formal, decidir cuáles son los mecanismos mediantes los cuales se accede a los niveles superiores y, por tanto, se tiene acceso también a los puestos de trabajo asociados con titulaciones superiores. Se trata de un problema crucial con dos enfoques bien distintos.

El primero de ellos es determinar cuál es la necesidad que tiene el país de titulados en los diversos niveles. Un titulado universitario cuesta mucho dinero y no conviene gastarlo si luego la preparación adquirida no se va a poder ejercer.

Sin duda, en los años setenta del pasado siglo, en un proceso acelerado de modernización social y económica,  la urgente necesidad de titulados superiores provocó que se suprimiera la prueba final de bachillerato para acceder a la Universidad, pero pocos años después se recuperó y se hizo definitiva en la primera ley general educativa de la restauración democrática, la LOGSE.

Ahora parece que la situación no es la misma y se radicaliza un poco más el modelo selectivo anterior: el alumnado que pasa a formación profesional es insuficiente y es excesivo el que accede a la universidad. Se necesita, por tanto, algo que contribuya a corregir esos flujos de alumnado.

Pero el asunto se complica, puesto que el modelo de democracia basa su legitimidad, en parte, en garantizar que el reparto de los puestos de responsabilidad, asociados a estatus y nivel económico superiores, no está sesgado por mecanismos que permiten una presencia desproporcionada de personas procedentes de las clases sociales que ya ocupan esas posiciones.

Para garantizar esa legitimidad, dos son las ideas claves que debe tener en cuenta el sistema educativo: garantizar la igualdad de oportunidades y basar la selección en los méritos personales de los estudiantes. La movilidad social se da, y es políticamente justa,  si se garantizan esas oportunidades y si es el mérito personal el que la hace posible.

Se trata, por tanto, de un asunto relacionado con la movilidad social y con la justicia.

Es un tema difícil y apasionante, pues se enfrentan criterios de mérito personal que justifican el acceso basado en la excelencia personal, lo que podemos llamar la meritocracia. Y esto se mantiene a pesar de tozudos y persistentes estudios que muestran el sesgo que conceden la inteligencia general y el nivel socio-cultural de la familia. El mérito termina reducido a una cuestión de azar (lo que nos toca de inteligencia al nacer) y de sabia elección (lo bien que hemos sabido elegir a nuestra madre y nuestro padre). Es decir, poco mérito personal y mucho de desiguales condiciones de partida que pueden invalidar los intentos de garantizar esos objetivos de justicia social, al menos tal y como están planteados en el modelo actualmente vigente.

Pero volvamos a la evaluación y a las revalidas y al rechazo que estas últimas suscitan.

Es absolutamente loable el esfuerzo realizado por las autoridades académicas para evaluar los resultados de los sistemas educativos. Basta consultar la página del Instituto Nacional de Evaluación Educativa para darse cuenta de que se trabaja duro. Una impresión similar se obtiene si visitamos la página de la OCDE. Incluso es muy interesante el modelo de evaluación de contenidos y competencias que establece el mismo Ministerio que luego propone las reválidas.

No obstante, el esfuerzo y dedicación no garantizan la calidad de los resultados y existen serias dudas de que tanto trabajo termine redundando en una mejora de los sistemas que son sometidos a tan riguroso escrutinio. Las críticas recibidas por los informes PISA son muy duras y el uso mediático que se hace de esos informes indica a las claras que quizá tenga efectos contraproducentes, haciendo válido el pesimista dicho español de que «el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones». Lo cual no quita que, adecuadamente manejados esos datos, se puedan sacar conclusiones sugerentes que, desgraciadamente, es muy posible que no sean tenidas en cuenta por los políticos.

Más dudas suscita que las reválidas puedan ser un instrumento útil para resolver los problemas mencionados anteriormente. No parecen adecuadas para evaluar cómo funciona el sistema, del que luego se puedan extraer ideas que ayuden a mejorarlo. Y mucho menos parecen adecuadas para garantizar la selección de las personas que deben acceder a los estudios superiores.

No solo se trata de que hayan sido mal diseñadas, a último ahora, con precipitación y nulo consenso con quienes tienen que preparar al alumnado y con quienes tiene que aplicarlas y evaluarlas. Se añade a eso que prima en exceso una visión simplista de reclutamiento de los alumnos excelentes que al final, se traducirá en una clasificación de centros por resultados obtenidos y se ocultarán los mecanismos reales que hacen posible el acceso a los niveles superiores de la educación.

Volvemos a procedimientos simplistas que nos alejan de la solución adecuada de los problemas.

Una evaluación por resultados en una prueba escrita va a arrojar poca luz sobre el estado de la educación. Y es posible que favorezca el sesgo de centrar los objetivos del profesorado y el alumnado en salir bien parados en esa prueba, algo que ya está ocurriendo en las comunidades en las que se han ido implantando las pruebas de nivel, como es el caso de Madrid.

Mientras tanto, seguimos eludiendo la responsabilidad de verificar qué estamos haciendo en la educación, pues tanto alumnos como profesores y familias se resisten a ser evaluados de manera rigurosa y sistemática. Tampoco las autoridades académicas parecen interesadas en abordar, con soluciones pertinentes, los problemas reales que podrían descubrirse por procedimientos más válidos y fiables.

Eso sí, utilizan las pruebas que administran como instrumentos ideológicos que, en su momento, les servirán, adecuadamente manejados, para encubrir su incompetencia política.


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