La
revista ‘Behavioral and Brain Sciences’ publica un artículo titulado ‘The
evolution of general intelligence’. Su objetivo es resolver un
rompecabezas creado por el fenómeno en el que se basa la inteligencia general (g) de los humanos. Naturalmente, eso
obliga a revisar las perspectivas basadas en la especificidad y en la
generalidad de la cognición, no solamente en humanos, sino también en animales.
Los
autores, J. M. Burkart, M. N. Schubiger y C. P. van Schaik, sostienen que la presencia
de la inteligencia general puede comprenderse apelando a la cultura. En la
mente de humanos y animales existe una mezcla de habilidades basadas en módulos primarios y secundarios. En el
primer caso existe un desarrollo automático con un contenido fijo, mientras que
en el segundo se requiere un aprendizaje que permita la automatización, pero
que incluya un contenido más variable.
Los animales también pueden
caracterizarse por una inteligencia general, aunque su presencia pueda imponer
obstáculos a la selección natural. Esa inteligencia subraya la relevancia de la
capacidad de razonar y de la
flexibilidad conductual:
“El concepto de
inteligencia general en los humanos se construye sobre uno de los resultados
más replicados de la psicología diferencial”.
Y
esa inteligencia general se encuentra estrechamente relacionada con las funciones ejecutivas. Se han observado,
por ejemplo, relaciones prácticamente isomórficas entre el factor g y la memoria operativa (working memory capacity). Pero la
inteligencia general debe incluir algo más que funcionamiento ejecutivo.
Cuando
los animales deben resolver los mismos problemas durante largos periodos de
tiempo, en términos evolucionistas, la selección natural favorecerá una
solución de carácter genético que quede impresa en el hardware. Este mecanismo resulta incompatible con la esencia del
factor g, pero si se encuentra
presente en animales y humanos es porque permite
resolver problemas ambientales y sociales que no se pueden predecir.
Las
soluciones a problemas novedosos, en términos evolucionistas, deben encontrarse
con esfuerzo, lentamente y a través del aprendizaje.
Siendo
cierto que los módulos son menos costosos evolutivamente, su presencia no es
incompatible con la existencia de procesos generales y de la inteligencia
general. Conviene tener presente que el hecho de que algo sea innato no
significa que sea inflexible. Las disposiciones innatas a prestar atención a
algunos estímulos en detrimento de otros, pueden ser condicionales.
Los mecanismos cognitivos implicados
en el aprendizaje social poseen una naturaleza general. No son específicos de
ese tipo de aprendizaje. Además, todas las formas de aprendizaje social
incluyen el aprendizaje individual. La presencia de capacidades cognitivas
generales en distintas especies, puede demostrarse cuando individuos
genéticamente similares presentan distintos niveles de habilidad. Numerosos
estudios con roedores y primates han permitido confirmar la presencia de un
factor general de inteligencia más allá de los humanos.
Los
autores subrayan que la investigación hecha con animales no humanos puede
producir datos contradictorios porque, por ejemplo, es habitual que se carezca
del poder estadístico deseado. También se suelen emplear métodos de análisis
equivocados (p. e. procedimientos de análisis factorial que impiden ‘ver’ la
presencia de un factor general). También se debe poner un exquisito cuidado,
por supuesto, en el tipo de tareas que resolverán esos animales.
Es
relevante preguntarse si el factor g
que se obtiene en animales predice, por ejemplo, el tamaño de sus repertorios
culturales, la capacidad para subir en su jerarquía social, o la habilidad para
encontrar alimento en periodos de escasez. Pero la investigación al respecto es
todavía demasiado escasa como para llegar a conclusiones relativamente sólidas.
Los
cerebros de mayor tamaño suelen presentar una mayor flexibilidad conductual,
así como mayores grados de innovación, en contextos naturales. Estas
características son beneficiosas para algunas especies cuando se enfrentan a
ambientes novedosos e impredecibles.
Pero
poseer cerebros de mayor tamaño no solamente conlleva beneficios.
El
cerebro es un glotón, energéticamente hablando, y, por tanto, ralentiza el
desarrollo del individuo. Eso exige que deba cuidarse de la prole durante el
periodo de tiempo más largo en el que serán vulnerables:
“El balance
coste-beneficio se encuentra influido de modo crítico por la eficiencia con la
que un individuo traduce el tejido cerebral (o la potencia cognitiva general)
en innovaciones que aumentan la supervivencia (habilidades y conocimiento)”.
Los
autores sostienen que la frecuencia de
oportunidades para el aprendizaje social responde, al menos en parte, la pregunta de por qué algunos linajes han
desarrollado grandes cerebros. El desarrollo del intelecto se encuentra,
por tanto, estrechamente relacionado con el desarrollo cultural:
“Nuestra dependencia
extrema de la construcción ontogenética, socialmente guiada, de habilidades,
puede explicar la débil relación observada en humanos entre tamaño cerebral e
inteligencia general”.
En
resumen, las habilidades cognitivas resultan, por un lado, de la inteligencia
general (g), la que, a su vez, se
asocia al tamaño cerebral y al funcionamiento ejecutivo. Estas habilidades se
podrían equiparar a la inteligencia cristalizada (Gc) estudiada por los
psicólogos diferenciales. El aprendizaje social constituye un mecanismo
particularmente eficiente de canalización ontogenética en animales con grandes
cerebros.
Por
otro lado, las habilidades cognitivas también pueden provenir de la actuación
de módulos encapsulados independientes, tanto de la inteligencia general como de las funciones ejecutivas y del tamaño
cerebral.
Ambos
mecanismos pueden coexistir sin ningún problema.
Subrayan,
hacia el final de su escrito, que los científicos deberíamos deponer la actitud
de empeñarnos en demostrar, obsesivamente, cuánta varianza explica el factor g. Sería mas informativo esforzarse por estimar
la relevancia de una y otra vía (top-down
y bottom-up) para configurar las
habilidades del individuo.
Asimismo,
habría que terminar con la obsesión logocéntrica: nuestra capacidad para el
habla no explica el fenómeno de la inteligencia general. Invitan a que aumente
la atención sobre ese factor en animales, aprovechando lo que ya se sabe por la
extensa investigación hecha con humanos. Los beneficios no se harían esperar:
“La disponibilidad
de modelos animales válidos sobre la inteligencia general permitiría estudiar
los mecanismos genéticos y neurobiológicos de un modo impensable al estudiar humanos”.
Que
así sea.
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