James
Coyne
publica en PLOS Blogs (Mind the Brain)
un extenso artículo
sobre el supuesto fraude de Eysenck del que ya hablamos aquí.
En concreto, Coyne se centra en la
tesis de Eysenck de que la terapia psicológica puede contribuir a prevenir el
cáncer y los trastornos coronarios, así como prolongar la esperanza de vida de
personas con un cáncer avanzado. Ofrece información detallada para demostrar
que los datos de base habían sido cocinados.
Aunque los científicos actuales apenas
citan los informes técnicos en los que Eysenck presentó esos supuestos datos
fraudulentos, la tesis básica que sustentó la evidencia publicada sigue
vigente. Un importante meta-análisis
relativamente reciente sobre la relevancia de los factores psicológicos en el
cáncer, por ejemplo, incluyó los datos de Eysenck, revelando un panorama que
puede ser, por tanto, falso.
En realidad los datos usados por Esyenck
fueron recogidos por el croata Grossarth Maticek, quien usó una
clasificación tipológica (alta versus baja racionalidad versus
anti-emocionalidad) generalmente rechazada por Eysenck a favor de los modelos
dimensionales.
Los resultados más
llamativos parecían apoyar que la terapia psicológica podía reducir sustancialmente
la mortalidad por cáncer o cardiopatía. Los efectos destacados fueron sobresalientes,
a pesar de que la
terapia aplicada fue bastante informal.
A partir de 600 sujetos
experimentales y 500 controles, se observó que, en el seguimiento, fallecían
128 por cáncer y 176 por cardiopatía del grupo control, mientras que fallecían 27
por cáncer y 47 por cardiopatía del grupo experimental.
Por tanto, el efecto
profiláctico de esa casi informal terapia psicológica resultó apabullante. Los
psicólogos daban palmas con las orejas. Los médicos se ponían más nerviosos que
los asistentes al bautizo de un Gremlin.
Un problema que señala
Coyne es que el encargado de aplicar esa terapia semi-informal fue exclusivamente
el propio Grossarth Maticek, lo que hubiera producido una demencial carga de
trabajo. Y añade que la perspectiva original del investigador croata era claramente
psicoanalítica, mientras que es de sobra conocido que Eysenck aborrecía
cualquier cosa relacionada con Freud y sus secuaces.
Cuando comienza su
colaboración, los datos se ‘reorganizan’ para demostrar que la terapia
psicoanalítica posee un efecto dañino sobre el cáncer y la cardiopatía. Se
modifica el lenguaje usado en la terapia para eliminar la jerga psicoanalítica
y darle un tinte cognitivo-conductual.
Según parece, los datos
recopilados por Grossarth Maticek no se registraron sino que se fabricaron y
Eysenck se subió al carro porque el mensaje le atrajo. Sin embargo, no había
realmente nada en ellos que llevara a la conclusión de que los factores
psicológicos se asociaban a la salud física del modo en el que asumía el
tratamiento psicológico aplicado.
Coyne hurga en la herida
señalando que Eysenck había defendido de modo beligerante que la terapia psicológica
era tan efectiva como la recuperación espontánea y que modificar la
personalidad era una tarea que rayaba lo imposible. Sin embargo, al pasar los
datos del croata por la batidora aceptó sin rechistar que una simple terapia
breve podía cambiar el tipo de personalidad que aumentaba el riesgo de fallecer
por cáncer o por cardiopatía.
No es esa la conclusión
que extraigo después de mi lectura del libro
de Eysenck en el que se resume la evidencia. Su modelo expresa la secuencia en
la que tienen lugar las interacciones de la personalidad, el estrés, los
sentimientos de desesperación, desamparo y depresión, los niveles de cortisol y
la inmunodeficiencia. La terapia psicológica no estaba destinada a cambiar la
personalidad de nadie. Se dirigía a modificar la conexión de la interacción
personalidad-estrés con las variables fisiológicas que promueven la
inmunodeficiencia.
Pero sigamos con la
historia de Coyne.
Las dudas sobre la calidad
de los datos de Grossarth Maticek ya se habían manifestado antes de que
comenzase su colaboración con Eysenck. Un famoso psicólogo diferencial alemán, Manfred Amelang –que Coyne consigna
incorrectamente en su artículo—tuvo que valorar los méritos del croata cuando optó
a una plaza en su país, llegando a la conclusión de que esos datos eran “demasiado bonitos para ser verdad”.
Eysenck conocía la
historia y le pidió los datos al croata para hacer cálculos por su cuenta. Las
compañías de tabaco que financiaban a Eysenck exigieron una valoración
independiente de la evidencia. El resultado del intercambio con los críticos se
publicó en Psychological
Inquiry. Los comentarios resultaron demoledores, pero la tormenta
escampó con el paso del tiempo porque no hubo un frente común. Solamente la críticas
de Tony Pelosi y Louis Appleby publicadas en el BMJ lograron atraer la atención de los
medios. Eysenck respondió,
naturalmente.
Pero veinte años después
de esa polémica, las instituciones implicadas siguen declinando adoptar
resolución alguna. La academia británica no desea mojarse. O eso es lo que
concluye Coyne.
No soy un especialista en salud e informarse
seriamente sobre esta historia requiere invertir un tiempo que prefiero dedicar
a otros menesteres. Pero valdría la pena que alguien del gremio se animase a
profundizar, especialmente ahora que estas cosas del fraude científico se han
puesto de moda. El efecto halo podría contribuir a un injustificado veredicto
de culpabilidad. No sería la primera vez.
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