Como anunciamos el viernes, el
artículo de los diez hallazgos replicados en genética de la conducta dirigido
por Robert Plomin recibió un par de
comentarios críticos publicados en la misma revista. Sus responsables fueron James Lee y Matt McGue, por un lado, y Eric Turkheimer por otro.
El de los científicos de Minnesota es
bastante tibio. Se centran en un punto inédito en el listado de Plomin y sus
colegas: la interacción genes-ambiente
(GxE). Subrayan que constituye un aspecto que no suele ser blanco de las
críticas de los escépticos, pero también que los resultados encontrados al
respecto distan de ser tan replicables como los puestos encima de la mesa en el
artículo target.
Resaltan también que aunque los
efectos observados en los estudios GWAs, en los que se relacionan las
variaciones en el ADN con las diferencias psicológicas, son minúsculos, eso no
significa que no sean biológicamente relevantes.
Pero es el científico de Virginia
quien trae a colación una serie de cuestiones por las que el artículo target pasa de puntillas. Eso no
significa que rechace la esencia de los Top Ten:
“Desde el día que nacemos presentamos una distinta
probabilidad de convertirnos en extravertidos o pianistas.
Este
‘resultado’ no sorprendería a nuestros tatarabuelos:
la
manzana no se aleja mucho del árbol al caer”.
Pero esta clase de hechos no resultan
particularmente interesantes, según él.
Demostrar que un rasgo es heredable o
no posee un cierto interés, pero ayuda poco a comprender lo verdaderamente
relevante, es decir, el mecanismo
genético que subyace al desarrollo de los rasgos humanos complejos. Ni
siquiera los sofisticados modelos multivariados de la genética conductual han ayudado
a desentrañar ese mecanismo:
“Se supuso que el debate naturaleza-crianza giraba alrededor
de si las diferencias conductuales se podían caracterizar mejor desde una
perspectiva genética o ambiental, pero se ha demostrado que esa era una
pregunta incorrecta”.
Turkheimer se pregunta qué ganaremos
en la desesperada caza de genes en la que se encuentra inmersa actualmente la
comunidad científica. Con muestras enormes y paciencia se encontrarán algunas
relaciones significativas del ADN con las diferencias de conducta pero ¿cuál
será su significado? Al final la estrategia que siguen se puede resumir así: “high-tech p-hacking”.
Cuando estudiamos la conducta humana,
los resultados que se replican son los más generales y menos interesantes.
Subrayar lo que se logra replicar ignorando lo más relevante puede no ser
particularmente útil para contribuir a un avance real:
“No es la ciencia de la conducta humana la que fracasa al
intentar replicar sus resultados, sino la conducta humana en sí
(…)
ese fracaso proviene de una combinación de la complejidad del desarrollo humano
y de la imposibilidad de establecer un control experimental sobre la mayor
parte de los fenómenos de interés
(…)
el logro educativo y el divorcio no constituyen entidades que se puedan discernir
a un nivel de análisis genético.
Por
tanto, nos espera una proliferación de resultados pequeños, diversos y contingentes
que no se acumularán para construir teorías científicas coherentes.
No
serán resultados sólidos con grandes efectos, sino la firma de un problema
complejo explorado a un nivel de análisis equivocado”.
A pesar de su escepticismo, Eric
reconoce que puede estar equivocado. Además, concuerda con Plomin y sus colegas
en que existe una influencia genética clara sobre las diferencias individuales
de naturaleza psicológica. Y ese hecho demostrado (debería) posee(r) una enorme
influencia sobre el modo en el que los científicos estudian la conducta humana.
Me temo que los escépticos se
olvidarán de ésta última parte y se cebarán en las demás cosas discutidas por
Turkheimer para seguir con sus absurdos juegos de guerra.
Una lástima.
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