Volpi es un tipo brillante y culto.
Sus producciones destilan una refrescante combinación de ambos factores. Su
breve e intenso ensayo (Leer la mente. El cerebro y el arte de la
ficción, 2015) es un ejemplo más.
Su tesis es atrevida:
“El arte no sólo es una prueba de nuestra humanidad; somos
humanos gracias al arte (…) la literatura nos hace humanos”.
Su hipótesis central (mal formulada)
es que la ficción es un instrumento para escudriñar la naturaleza, porque la ficción es real.
Según su perspectiva, realidad y
ficción comparten el mismo sustrato neurobiológico; se usan los mismos
pedacitos de cerebro.
Así visto, un psicólogo mostrará su
sorpresa. Quien no distingue realidad y ficción se convierte en un psicótico.
¿Sugiere Volpi que somos unos psicóticos hiper-controlados, como el matemático
John Nash? Su recurso a Alonso Quijano
reafirma la sospecha.
El autor mejicano va más allá y se
refiere a un ‘Yo’, así, en cursiva,
que “nos
estructura, nos controla, nos vuelve quienes somos (…) mi yo es una fantasía de
mi cerebro (…) los humanos somos rehenes de la ficción (…) en vez de homúnculo,
lo llamaré Mini-Me” (me gusta esta referencia a la hilarante
trilogía de Austin Powers).
El acceso a las historias inventadas,
o su creación por el narrador, es un juego en el que siempre se gana. Permite
ponerse en la piel de los demás humanos y eso rindió beneficios en nuestro
pasado como especie. Por eso persiste:
“Los humanos somos símbolos mentales obsesionados con
relacionarnos con otros símbolos mentales”.
Me recuerda el grandioso título de
una obra de nuestro querido Ángel Rivière (Objetos con Mente, 1991, Editorial
Alianza).
Me interesó su aceptación de cómo la
misma historia es interpretada de modo peculiar por cada lector, sirviéndose
del término ‘experiencia’. Lástima
que no aproveche para conectar la idea con los resultados de la genética
conductual, aunque no me sorprendió, porque sus conocimientos sobre ese campo
de investigación no son demasiado finos (al igual que su escaso dominio sobre
el mundo de los superhéroes –querido Jorge, Louis Lane no es la novia de
Spiderman, sino de Superman).
Su esfuerzo por vincular su línea argumental
con el cerebro me seduce, en general:
“Sólo conozco el mundo exterior tal como se representa en mi
cerebro
(…)
todo se concentra en mis cien mil millones de neuronas
(…)
las ideas (y la cultura) son un claro producto del cerebro
(…)
no somos más que nuestro cerebro”.
Se confiesa admirador incondicional
de Douglas Hofstadter, especialmente de su ‘Gödel, Escher, Bach (1979)’
(“cuando aún era
estudiante de Filología en Salamanca, leí por primera vez esta obra y quedé
anonadado por su profundidad y su grandeza”). También de Daniel Dennett
y Jeff Hawkins.
Recuerda Volpi que la cantidad de
conexiones nerviosas que se proyectan desde el sistema nervioso central al
periférico es sustancialmente mas abundante que al revés. Debe existir una
poderosa razón y supone cuál puede ser recurriendo a Hawkins (On Intelligence, 2004). En esencia, el
cerebro hace cuatro cosas (literalmente):
1.
Almacena secuencias de sucesos.
2.
Crea y almacena asociaciones de sucesos.
3.
Crea y almacena invariantes, más allá de las diferencias
superficiales.
4.
Ordena la información almacenada según su relevancia, es
decir, en una jerarquía.
Sus ideas sobre el ‘yo’ recuerdan el
famoso libro de Mike Gazzaniga (The social brain, 1985) y su ‘módulo
intérprete’ deducido de la investigación de pacientes con el cerebro dividido:
“El yo necesita coherencia y estabilidad
(…)
nuestra historia personal es nuestra primera ficción
(…)
la ficción nos inocula el síndrome de personalidad múltiple”.
A medida que avanzamos, Volpi se
anima a decepcionarnos porque reconoce que los humanos somos incapaces de leer
la mente de los demás:
“Una novela contada en primera persona es lo más cerca que
estaremos nunca de contemplar, en directo, una conciencia ajena”.
Conecta la tesis del gen egoísta de
Richard Dawkins con la del ‘meme’ egoísta (“las ideas nos subyugan, somos máquinas a su servicio”).
En suma, el autor mejicano usa su
artillería para llevarnos al huerto, para que admitamos que los humanos
necesitamos de la ficción. Aunque, en realidad, no es una cuestión de
necesidad, sino un producto inevitable de nuestro cerebro, de ese gran
inventor.
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