En un sorprendente ensayo (The Rational Optimist, 2010), el
periodista científico británico Matt
Ridley se entrega a la ardua tarea de insuflar ánimo a quienes han aceptado
la visión pesimista sobre los humanos y el planeta que habitan. Según él,
podemos y debemos mirar el lado brillante de nuestra historia y deponer la
destructiva actitud de cebarnos en la (ahora menor) cara negativa:
“Este libro anima a la raza humana a aceptar ese cambio, a
ser un optimista racional, y, por tanto, a luchar por la mejora de la humanidad
y el mundo que habita
(…)
discrepo de los reaccionarios de todos los colores: de los azules porque les
disgusta el cambio cultural, de los rojos porque les disgusta el cambio económico y de los verdes
porque les disgusta el cambio tecnológico”.
Él es un optimista racional porque existen
motivos sobrados. Ni estamos destruyendo nuestro hábitat, ni el futuro del homo sapiens sobre el planeta azul es
oscuro, casi negro.
Su perspectiva se puede resumir así:
los humanos dominan el planeta y han prosperado increíblemente como especie, no
porque tengan un cerebro privilegiado, sepan hablar o sean muy buenos aprendiendo:
“Si buscamos una explicación a nuestra extraordinaria
capacidad de cambio, mirar dentro de nuestras cabezas será inútil.
No
se trata de algo que suceda dentro de un cerebro, sino que emerge de la
relación entre distintos cerebros.
Es
un fenómeno colectivo (…) de inteligencia
colectiva
(…)
en algún momento de nuestra historia, la inteligencia humana se hizo colectiva
y acumulativa de un modo único en el reino animal”.
Los humanos perfeccionaron el intercambio de ideas. No puede negarse
que las ideas son producidas por el cerebro humano, pero hay algo más. Esas
ideas deben tener ‘relaciones sexuales’:
“El intercambio es a la evolución cultural lo que el sexo es
a la evolución biológica”.
Ridley sostiene que la inmensa
mayoría de los humanos poseen mejores condiciones de vida hoy en día que en el
pasado:
“Naciones Unidas ha estimado que la pobreza se ha reducido en
los últimos 50 años más que en los 500 años anteriores
(…)
hoy en día, se considera que de los norteamericanos que viven en el umbral de
la pobreza el 99% disfruta de electricidad, agua potable en su hogar, aseos y
frigoríficos, el 95% tiene televisión, el 88% tiene teléfono, el 71% tiene un
vehículo y el 70% tiene aire acondicionado
(…)
las cuatro necesidades humanas más básicas –comida, ropa, combustible y
refugio—se han hecho más asequibles durante los dos últimos siglos”.
Fue una grata sorpresa que el autor
de este ensayo usase una referencia a nuestros estudios
sobre el efecto Flynn para demostrar que, en España, las ganancias
generacionales de inteligencia se han observado en las zonas más bajas de la
distribución poblacional: mejoraron más los peor parados.
El comercio (trade) es
esencial, según Ridley, para comprender por qué han prosperado los humanos. La
gente se enriquece cuando los productos se abaratan. La sociedad de consumo mejora
la felicidad de la gente:
“Cuanto más individualizado está un país, más ciudadanos
disfrutan de su vida”.
Esa sociedad de consumo estimula la innovación, superando las destructivas
economías de subsistencia:
“Esta es la característica diagnóstica de la vida moderna, la
verdadera definición de un alto nivel de vida: consumo variado, producción
simple.
Haz
una cosa, usa muchas
(…)
la prosperidad se basa en pasar de la autosuficiencia a la interdependencia,
transformar la familia de una unidad de producción laboral lenta y diversa en
una unidad de consumo fácil, rápida y diversa asalariada gracias a una
explosión de producción especializada”.
Resulta esencial comprender que la
vida moderna se sostiene sobre la interdependencia comercial a nivel mundial:
“El incremento en la acumulación de conocimientos por parte
de especialistas que permite consumir cosas cada vez más variadas a la vez que
producimos cada vez menos, es la historia central de la humanidad”.
Una historia que comienza hace
100.000 años y que el autor revisa con detalle (“Homo economicus was not an eighteenth-century
Scottish invention”) para demostrar que el futuro será cada vez
mejor, si mantenemos los principios básicos.
Y fue, además, un proceso bottom-up (de abajo arriba) basado en la
economía. Los humanos comenzaron a intercambiar cosas (comerciar) y eso
estimuló su inteligencia colectiva. La creciente división del trabajo
estimulada por el comercio es un fenómeno espontáneo. Y no se trata de ‘reciprocidad’, sino de ‘trueque’ (barter). El comercio no tiene por qué regirse por la reciprocidad
en la medida en que ambas partes se beneficien. Es ese trueque el motor que ha
movido la evolución cultural en los humanos, según Ridley: “barter was the trick
that changed the world”.
Eso si, para que la cosa funcione es
necesaria una masa crítica de individuos. Por eso, sostiene el autor, las
grandes ciudades (Hong Kong, Manhattan) son, actualmente, un contexto ideal
para el intercambio y la innovación. Las sociedades mercantiles son proclives a
desarrollar, además, una cultura de la cooperación, la justicia y el respeto
por el individuo.
Una faceta psicológica fundamental
para que el comercio entre extraños pueda funcionar es la ‘confianza’ (trust):
“Like biological evolution, the market is a bottom-up world
with nobody in charge
(…)
nobody planned the global capitalist system, nobody runs it, and nobody really
comprehends it.
This
particularly offends intellectuals, for capitalism renders them redundant.
It
gets on perfectly well without them
(…)
the intelligentsia has disdained commerce throughout Western history”.
Ridley no se reprime y comenta que
los ciudadanos libertarios (libertarians)
son más generosos que los socialistas, por la sencilla razón de que los
primeros piensan que es su obligación mientras que los segundos piensan que el
Estado debe encargarse de los pobres (olvidando que los impuestos que gestiona
el Estado provienen del comercio).
Con respecto a las críticas dirigidas
a las grandes compañías, que se supone fagocitan el mercado, el autor sostiene
que están obsoletas. Es absurdo mantener una retórica dirigida a fantasmas del
pasado. Las grandes corporaciones tienen los días contados porque se está
imponiendo la innovación que proviene de los pequeños comerciantes, un fenómeno
que internet promueve felizmente:
“Las buenas reglas recompensan el intercambio y la
especialización, mientras que las malas reglas premian la confiscación y el
politiqueo
(…)
un mal gobierno puede empobrecer gravemente un país
(…)
la libertad económica de un país predice su prosperidad en mucha mayor medida
que su riqueza mineral, su sistema educativo o sus infraestructuras
(…)
los países ricos lo son gracias a las habilidades de su población y la calidad
de las instituciones que apoyan la actividad económica”.
La obra está plagada de interesante
información. Sería estúpido intentar resumirla en este post, pero no puedo resistir algunas referencias:
-. La agricultura intensiva y la
urbanización a gran escala protegen el planeta.
-. Las granjas de animales destinados
al consumo humano mejoran la salud.
-. Los biocombustibles reducen
peligrosamente la superficie terrestre destinada a la alimentación: “American drivers
were taking carbohydrates out of the mouths of the poor to fill their tanks”.
-. Modificar genéticamente los
cultivos para que se defiendan por sí mismos reduce el uso de insecticidas y,
por tanto, protege la vida animal del planeta.
-. Greenpeace y Friends Of The
Earth se oponen a que fundaciones occidentales provean gratuitamente semillas
modificadas que permitirían alimentar al continente africano.
-. Los Estados raramente promueven el
comercio, aunque les encanta capturar sus productos: “soon, through tax, regulation and monopoly,
the wealth generated by trade was being diverted into the luxury of the few and
the oppression of the many (…) strong governments are, by defnition, monopolies
and these always grow complacent, stagnant and self-serving (…) they also fall
for the perpetual fallacy that they can make business work more efficiently if
they plan it rather than allow and encourage it to evolve”.
-. Los fenicios constituyen un ejemplo paradigmático para el progreso de
la humanidad: “they
never had an emperor, had comparatively little time for religion and fought no
memorable battles (…) through Enterprise they discovered social virtue”.
-. La competición y las dificultades
para unirse en un gran estado incentivaron la industrialización en Europa,
evitando una burocracia conducente al estancamiento, como sucedió, por ejemplo,
en China durante la dinastía Ming (“free trade causes mutual prosperity while proteccionism
causes poverty (…) free trade works for countries even if they do it and their
neighbours do not”). Ridley no se atreve, pero este argumento puede
apoyar a quienes mantienen que la Unión
Europea es una idea de mala a muy mala, ¿no creen?
-. Huyamos de utopías como las de
Thoreau o Skinner: “living in the country is not the right way to care for the
Earth. The best thing that we can do for the planet is build more skycrapers
(…) the story of the XX century was the story of giving everybody access to the
privileges of the rich, both by making people richer and by making services
cheaper”.
-. Olvídense de políticas dirigidas a
controlar la natalidad para evitar una supuesta superpoblación mundial. El
mejor modo es estimular la prosperidad: “los países reducen su natalidad a medida que aumenta su
riqueza, su salud, su educación, su urbanización y el nivel de emancipación de
sus ciudadanos”.
-. El capitalismo, y, más en
concreto, la explotación de los combustibles fósiles, exterminó la esclavitud:
“el desarrollo
económico se hizo sostenible cuando se apoyó en energías no-renovables,
no-verdes y no-limpias (…) arruinar hábitats y paisajes, así como eliminar
especies, para obtener combustible, es un error medieval que no deberíamos
repetir, teniendo en cuenta que podemos usar carbón y reactores nucleares”.
-. El motor de la prosperidad en el
mundo moderno es la creación cada vez más rápida de conocimiento útil: “el conocimiento se
encuentra disperso por la sociedad porque cada persona tiene una perspectiva
especial. El conocimiento no puede reunirse en un solo lugar, es colectivo, no
individual”.
Como científico, una de las partes
más interesantes del ensayo es la búsqueda de respuestas a la pregunta de qué
mueve la máquina de la incesante innovación en el mundo moderno.
La ciencia NO es una de ellas: “it is what happens today in the garages and cafés of
Sillicon Valley, but not in the labs of Stanford University (…) rarely is a
result of the application and transfer of knowledge from the ivory towers of
the intelligentsia”. Tampoco es el capital: “today, plenty of money is wasted on research that does not
develop, and plenty of discoveries are made without the application of much
money”. Ni la propiedad
intelectual. La gente se enriquece vendiendo cosas, no ideas. Las patentes
no estimulan los inventos. Ni, por supuesto, los gobiernos. La innovación no se puede predecir, ni responde al dirigismo
de los políticos. De hecho, la inversión de los gobiernos en I+D carece de
impacto en el desarrollo económico (“this rather astonishing conclusion has been almost
completely ignored by governments”).
La respuesta correcta es, por
supuesto, el intercambio (de ideas).
El gran secreto del mundo moderno es su conectividad. La promiscuidad de ideas
es descomunalmente maravillosa: “almost every technology is a hybrid (…) the result is
gloriously unpredictable”. Ridley predice un mundo post-capitalista
y post-compañías en el que los individuos se unen temporalmente para compartir,
colaborar e innovar, y en el que internet permite encontrar empresarios,
empleados y clientes en cualquier rincón del planeta: “the top-down years are coming to an end”.
El capítulo 9 (turning points: pessimism after 1900) es glorioso. No les cuento
nada porque lo pasarán en grande al leerlo. Solo una cosa: me recuerda el
repaso que hizo Michael Crichton en su magnífica
conferencia en el Smithsonian
después de publicar ‘State of Fear’:
“good news is no
news, so the media megaphone is at the disposal of any politician, journalist
or activist who can plausibly warn of a coming disaster”.
Ridley predice un aumento del orden
espontáneo creado por el intercambio y la especialización. La inteligencia será
cada vez más colectiva. La innovación y el orden serán cada vez más bottom-up. El trabajo será cada vez más
especializado y el ocio cada vez más diverso:
“The bottom-up world is to be the great theme of this century
(…)
here comes everybody
(…)
the XXI century will be a magnificent time to be alive.
Dare
to be an optimist”.
Pensando sobre la tesis de Ridley no
pude evitar recordar la obra de Charles Murray
sobre los logros de la humanidad (Human
Accomplishment, 2003). En concreto, sobre las respuestas a la pregunta de
qué factores estimulan los descubrimientos, los logros y la eminencia de la que
nos beneficiamos los humanos.
Una sociedad pacífica no sirve como
explicación: que haya guerra o paz es irrelevante. El capital económico no
siempre contribuye, como demuestra, por ejemplo, el caso de España después de
descubrir (o conquistar) el Nuevo Mundo. Pero la presencia de grandes figuras a las que
emular, ciudades culturalmente vibrantes, y la libertad de acción (tanto en
sistemas monárquicos como democráticos) parecen respuestas prometedoras.
El sociólogo hace cálculos
(regresión) usando la ingente base de datos considerada en su obra y estos son
los resultados: 1) “war and civil unrest have no relationship”, 2) “a large and
statistically significant relationship exists between wealth and the production
of significant figures”, 3) “being a political or financial center increased the expected
number of significant figures by 64%, holding everything else constant, while
having an elite university increased that expected number by 184 percent”.
El análisis de Murray considera el
periodo que va desde el 800 antes de Cristo hasta 1950, y, por tanto, la
brillante perspectiva de futuro que presenta Ridley, basándose en la segunda
parte del siglo XX, no puede contrastarse con las conclusiones del sociólogo
norteamericano. Pero se aprecia un acuerdo relevante con la importancia, en
general, del bienestar económico, de la prosperidad, en ambos casos. Me resultó
chocante que el periodista británico ignorase en ‘The Rational Optimist’ el faraónico análisis del sociólogo norteamericano.
En resumen, Ridley nos anima a
facilitar el libre comercio para mejorar nuestra prosperidad, reduciendo el
intervencionismo político y fomentando la autonomía de los individuos. La
presencia permanente y cansina de los representantes políticos en los mass media es absurda en el mundo
actual, un mundo en el que los ciudadanos de a píe son los verdaderos
protagonistas. Dirigir desde arriba (top-down)
es una estrategia obsoleta y dañina para fomentar la prosperidad. La sociedad
actual es un sistema altamente complejo que se regula mejor desde abajo (bottom-up). El futuro será brillante siempre
que los representantes dejen de empeñarse en dictarnos (con la connivencia
activa de los mass media) lo que
debemos o no debemos hacer. Nosotros ya sabemos lo que hemos de hacer, y, si no
lo sabemos, ya lo descubriremos. Nuestra inteligencia colectiva nos sirvió bien
y seguirá haciéndolo si nos libramos de los parásitos sociales, de esos individuos
que viven a costa del esfuerzo de los demás inventándose reglas y normativas
que conducen al estancamiento, a una parálisis contraria a la prosperidad
creciente.
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