“Hemos acompañado (al homo sapiens) en sus correrías
titubeantes e inseguras por la superficie del Globo, afanoso de conocer los
límites de su terrenal prisión
(…) en el
Adlershof de Berlín arden ya los primeros hornos destinados a la fabricación de
cohetes cuyas energías indomables llevarán al hombre al espacio y al tiempo
infinitos.
‘Vivir es un
placer’ confesó Ulrico von Hutten
(…) ¿por qué
no lo acompañaríamos en su grito de júbilo?”
Así termina la obra de Paul Herrmann, publicada en 1956, cuyo
título original es ‘Mostradme el
testamento de Adán’, traducida el español como ‘Audacia y heroísmo de los descubrimientos modernos. De Colón al siglo
XX’ (Editorial Labor, 1958). Esta es la versión que pude leer gracias al
amable préstamo de mi amigo (y filósofo –nadie es perfecto) Félix.
Es una lectura absorbente en la que se
describe una serie de hitos sobre los descubrimientos y conquistas del homo sapiens en el planeta Tierra, a
través de algunos de sus protagonistas destacados: Colón, Balboa, Cabeza de
Vaca, Magallanes, Elcano, Cortés, Pizarro, Cook o Livingstone.
Escribe el autor:
“en la práctica calificamos a un hombre de genio o de loco
según sean los resultados de su acción
(…) quien va
más lejos es el que ignora dónde va”.
El recorrido comienza con el
descubrimiento de América (cuyo nombre, como se sabe, se debe al director de la
oficina bancaria de los Medici en Sevilla) en 1492:
“La travesía del Atlántico era una idea que en aquellos años
flotaba en el aire
(…) cuando
Colón se hizo a la mar en 1492 contaba ya 41 años
(…) sólo 4 no
españoles participaron en la expedición a las Indias
(…) por
espacio de 34 días no iban a ver más que mar y cielo
(…) el 14 de
marzo de 1493, tras una ausencia de siete meses y medio, Colón entra de nuevo
en Palos”.
Uno de los principales efectos del
hallazgo fue que el comercio cambió para centrarse en España y Portugal en un
momento en el que se localizaba en el mediterráneo y Alemania (“los muelles de los
puertos italianos quedan desiertos”).
Herrmann menciona tímidamente las
consecuencias del nuevo comercio, del “incipiente capitalismo, un nuevo y despiadado enemigo que
iba a sacar al mundo de quicio”. Se sirve del poeta alemán,
Freidank, para subrayar que “Dios ha creado tres feudos: caballeros, campesinos y
clérigos. El cuarto es la obra de la astucia del diablo y se llama usura”.
Al revisar la proeza de Magallanes
(que abandona Portugal para convertirse en español –“nadie es profeta en su patria, especialmente
si se eleva por sus propios méritos, sin relaciones”—y circunnavegar
la Tierra con el apoyo económico de Carlos V y una tripulación de marinos españoles),
Herrmann vuelve a aprovechar la coyuntura sobre el carácter diabólico del
dinero:
“La maldita sed de oro y riquezas es una de las más fatales
lacras hereditarias que los hombres recibimos de Adán y Eva”.
En realidad Magallanes no logra culminar
su viaje, sino que es Elcano quien comienza y termina, aunque Herrmann rechaza
darle protagonismo al vasco:
“En toda la historia de la conquista de la tierra por los
hombres, tiene sólo un parangón: el viaje de Colón a América
(…) el osado
viaje de un hombre [Magallanes] fue el eje de un nuevo proceso evolutivo de la
historia universal.
Empezaba el
papel de España como soberana del mundo”.
El siguiente hito revisado por el
alemán es la caída del imperio de los aztecas a cargo de Cortés (quien estuvo a
punto de participar en el cuarto viaje de Colón, pero tuvo que permanecer en
España por una lesión). Opina que la victoria de los españoles fue posible por
el dios Quetzalcoatl (“rubio y de ojos azules”) y por la indígena Marina
(“una mujer
hermosa, inteligente y amorosa”).
Cortés se encuentra con un Estado que
vivía en perpetua guerra y que poseía un sanguinario clero que sacrificaba
anualmente en sus templos a más de 20.000 personas, un Estado que
“quedaba muy por encima de todo derecho personal y de toda
pretensión individual
(…) la casta
dominante se sostenía en el poder a base de la arbitrariedad, el terror y la
crueldad
(…) Moctezuma
se desayunaba a menudo con carne de niños de tierna edad”.
Contrasta con una de las consignas
que orientaron al conquistador español:
“las órdenes recibidas por Cortés no solo decían expresamente
que no debía causarse daños a los indios, sino que además había que tratarlos
humanitariamente
(…) no fue
ejecutado ningún indígena, prudente y sensata actitud que debieran tener muy en
cuenta todos los generales que llegan como libertadores a cualquiera parte del
mundo”.
Herrmann sostiene que Cortés fue un
gran hombre
“que solo una incomprensión absoluta puede tildar de bárbaro
(…) como
fenómeno histórico, como todos los grandes hombres, es inexplicable en último
término
(…) murió el
viernes 2 de diciembre de 1547 a la edad de 63 años, sereno y estoico.
Él fue, por
encima de todos, el artífice de la grandeza de España”.
Saltamos a la conquista de Perú, del
imperio inca, por parte de Pizarro :
“entre todos los conquistadores, es esta la figura más
matizada, un complejo de instintos elementales, y naturaleza heroica, de
indomable voluntad y total abnegación, de frío cálculo y manifiesto
donquijotismo
(…) el éxito
final de su proyecto no fue sino la confirmación exterior de su personalidad”.
Herrmann discute en varios momentos
la probable presencia del hombre blanco antes de la época española. Mayas,
aztecas e incas esperaban dioses blancos desde hacía mucho tiempo. Quetzalcoatl
o Viracocha son ejemplos de “un mensajero religioso blanco venido de Occidente”.
De hecho, describe elementos que recuerdan al cristianismo, como veremos
después.
Al cerrar el capítulo sobre Pizarro
y, entre otros, Orellana y su búsqueda de ‘El Dorado’ surcando el Amazonas, el
intelectual alemán escribe:
“La legendaria maldición de los incas cayó en primer lugar
sobre la cabeza de Almagro.
El segundo en
sucumbir a ella fue Pizarro.
La tercera
víctima fue España.
Como aquel
rey Midas de la antigua leyenda, hundióse ahogada por la superabundancia de
riqueza.
En vez de
aumentar su capacidad industrial, en vez de atraer elementos de trabajo y de
exportar oro para establecer el necesario equilibrio entre la importación del
noble metal y el producto social, decretóse la prohibición de exportar oro y
plata, se frenó la producción de lana y telas para no acostumbrar al pueblo al
lujo, y, finalmente, al expulsar a los moriscos y judíos, privóse de sus
mejores obreros y sus más experimentados traficantes con el exterior.
El oro fue
abaratándose progresivamente; el pan, encareciéndose.
Era algo
incomprensible, obra del demonio”.
James Cook es otros de los personajes
a los que Herrmann dedica considerable espacio en su obra:
“El Pacífico fue explorado porque lo hicieron posible dos
cosas: la col ácida y el caldo concentrado
(…) el mar es
muy traidor, voluble y pérfido.
Pero los
tifones, los maremotos y los arrecifes han costado muchas menos vidas humanas
que el escorbuto”.
Inglaterra no tenía especial interés
por la ciencia, pero tuvo que entrar en el juego porque España, Francia,
Suecia, Dinamarca y Rusia enviaban a recorrer el globo expediciones científicas
con regularidad.
Según Herrmann, a diferencia de Colón
o Magallanes, Cook “no fue un genio (sino) un modelo de aquella magnífica
medianía que tan frecuentemente aparece en Inglaterra (pero) tal vez el mundo
marcharía mejor si hubiesen en él menos genios y más caridad”.
Al describir Polinesia, el
intelectual alemán recupera la atrevida idea de que…
“Kon-Tiki-Viracocha fue un apóstol cristiano, que un destino
singular y desconocido llevó al Perú y luego al Mar del Sur
(…) no parece
imposible que la doctrina mesiánica de Jesús fuese predicada en el Pacífico
mucho antes de su exploración por los europeos.
Precisamente
en América central y meridional la idea de un padre amoroso, misericordioso y
omnipotente debió de caer como un rayo fulgurante
(…) si unos
enviados del mundo cristiano cruzaron el gran mar que separa los dos
continentes, es indudable que obraron allí como un fermento”.
Herrmann se hace eco de la
posibilidad de que Hawái fuese descubierta en 1555 por el español Juan Gaetano,
en lugar de por Cook en 1778.
El capitán inglés muere apuñalado por
unos indígenas:
“(Cook) no ha sospechado los trastornos que pueden acarrear
esta inclinación instintiva del sexo débil hacia hombres que se presentan
rodeados del nimbo luminoso del vencedor
(…) al
principio los blancos fueron tenidos por dioses; pero al ver que codician las
mujeres como cualquier mortal, su nimbo se desvanece”.
La extensa parte final de la obra de
Herrmann se dedica a la exploración de África, que comienza en la época de los
faraones, continúa con el geógrafo granadino León el Africano y termina con
Stanley.
Un personaje central de la narración
es el alemán Enrique Barth quien, a la edad de 22 años escribe:
“ver cómo de hora en hora, de día en día, va uno adentrándose
en la ciencia, cada vez de manera más viva y más clara, es un placer infinito,
profundo, sereno.
Puede sí,
degenerar en monstruoso egoísmo, en despreocupación por todo cuanto sucede
fuera de uno mismo.
Al poner todo
el goce en los propios pensamientos, se aprende a prescindir de los demás, a
menospreciarlos casi.
Yo solo
quiero mi formación interior, el perfeccionamiento de mis capacidades, para
poder servir tanto mejor a los hombres; para ello deseo conquistar la estima y
un poco de fama”.
En sus viajes por el continente,
Barth lleva en su equipaje tres libros: el Nuevo Testamento, el Corán y los
nueve libros de la historia de Herodoto.
En su análisis sobre la exploración
de África, Herrmann vuelve a la carga:
“los boletines de cotizaciones, las tarifas tributarias y los
balances: éstos son los emblemas del caballero de nuestra Era industrial”.
David Livingstone (teólogo y médico)
y Henry Morton Stanley (periodista) son los protagonistas del tramo final de la
obra del autor alemán. El hallazgo del origen del río de las pirámides en las
montañas de la luna, ya conocidas supuestamente en época romana (según Seneca),
el recorrido del continente de Este a Oeste, o el descubrimiento del interior
del Congo (“una
de las mayores regiones industriales del planeta y una prometedora tierra para
el futuro, en la que trabajan juntos miembros de las razas blanca, negra y
cobriza, sin aquellas tensiones sociales y políticas que en tantas partes del
continente tenebroso convierten la vida en un infierno”),
constituyen hitos de la narración.
Herrmann se pregunta repetidamente
cómo fueron posibles los logros de estos individuos, sin hallar una respuesta
satisfactoria:
“Tales hombres fueron naturalezas excepcionales, una especie
de maniáticos que corren a su objetivo como hipnotizados, insensibles a todos
los sufrimientos.
Pero esto
equivale a sustituir una incógnita por otra: el agente efectivo, la fuerza
realmente activa, sigue siendo enigmática e inexplicable
(…) una
última e impotente resistencia del sano juicio contra la omnipotente atracción
de la lejanía tenebrosa y desconocida”.
Sé que recomendar la lectura de esta
obra de casi 600 páginas raya la insensatez, pero, en atención al contagio que
produce la naturaleza indómita de los exploradores que nos presenta Paul
Herrmann, y porque estamos comenzando 2015, correré el riesgo. Olvídense de
Amazon, busquen una librería de viejo y háganse con un ejemplar. Estoy seguro
de que disfrutarán de la experiencia.
Alegra saber que te ha gustado el libro que te presté, Roberto. Efectivamente es el relato de vidas extraordinarias que provocan la admiración y quizá la emulación. Lo leí muy joven, 14 ó 15 años, me impactó de por vida y tendré que volver a leerlo tras este buen resumen que generosmaente nos ofreces.
ResponderEliminarGracias Félix. No tengas reparo en volver a leer esta entretenida obra.
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