Esta
obra del intelectual Amin Maalouf, publicada hace mas de treinta años (en 1983),
repasa los 200 años durante los cuales los occidentales (a los que se les
conocía en la región como ‘frany’) combatieron
con los árabes por el dominio de Tierra Santa.
Combatieron,
y perdieron, ante una cultura muy superior:
“a comienzos del
siglo IX, el califato de Bagdad era el Estado más rico y mas poderoso de la
tierra, y su capital el centro de la civilización más avanzada
(…) en el siglo XII los occidentales estaban muy atrasados en
relación con los árabes en todos los campos científicos y técnicos”.
La historia
se narra, esta vez, desde el lado árabe.
La
historia que se conoce suele ser contada por los vencedores, pero la de las
cruzadas ha sido una remarcable excepción. Maalouf pretendió corregir la
situación poniendo en su lugar a supuestos héroes occidentales como, por
ejemplo, Ricardo Corazón de León.
El
autor comienza y termina con el mismo mensaje: las cruzadas modelaron tanto a
occidente como al mundo árabe, hasta tal punto que en la actualidad continúan
influyendo en sus relaciones. Los primeros despegaron culturalmente. Los
segundos se hundieron al anclarse sólidamente a un pasado idealizado.
Durante
esos dos siglos varios fueron los líderes políticos, militares y asociaciones que
tuvieron protagonismo, incluyendo a la famosa secta de los asesinos o la orden
de los templarios. La contienda duró tanto tiempo probablemente por dos razones
fundamentales. Primero, por la persistencia patológica de los occidentales.
Segundo, porque “el
ejército musulmán no era una fuerza homogénea, sino una coalición de príncipes
con intereses a menudo encontrados”. Reinaba una división entre el
califato abasida sunita y el fatimita chiita.
“los habitantes de
la tierra se dividen en dos; los que tienen cerebro pero no religión y los que
tienen religión pero no cerebro”.
Cuando
los árabes dominan Jerusalén no tienen ningún problema en permitir a los
occidentales acceder a la ciudad y respetar sus rituales cristianos (Jerusalén
es la tercera ciudad santa del Islam porque a ella fue conducido milagrosamente
el profeta para que se reuniera con Moisés y con Jesús). Pero los frany quieren
la ciudad santa solo para ellos. Cuando lo logran “celebran su triunfo con una matanza
indescriptible y luego saquean salvajemente la ciudad que dicen venerar”.
En esa
época nace en Palestina la orden de los Templarios: “si el emir Usama no vacila en llamar a los
Templarios ‘mis amigos’ es porque piensa que sus costumbres bárbaras se han
pulido en contacto con Oriente”.
Quien
comienza realmente la reconquista de los territorios ocupados es Nur al-Din y
el que (casi) culmina el proceso es el kurdo Saladino:
“el viernes 2 de
octubre de 1187, el mismo día que los musulmanes celebran el viaje nocturno del
profeta a Jerusalén, Saladino entra solemnemente en la Ciudad Santa
(…) la repugnancia que Saladino siente por derramar sangre
inútilmente, el estricto respeto de sus compromisos, la conmovedora nobleza de
sus gestos tiene, para la Historia, al menos tanto valor como sus conquistas”.
En su
lucha contra los occidentales, Saladino contacta con sus hermanos del Magreb y
de Al-Andalus (el español Maimónides es el médico personal de Saladino) para
que acudan en su ayuda, en igual medida que hacían los frany al solicitar
refuerzos a los reyes cristianos europeos.
El
brutal y exterminador Ricardo Corazón de León hace también su triste aparición
en la historia. Maalouf nos recuerda su fascinación por Saladino, aunque no
puede haber caracteres más dispares. No llegan a conocerse personalmente,
aunque Ricardo lo intenta desesperadamente.
Cuando
Saladino fallece, estalla la guerra civil entre los árabes, hasta que Al-Adel
consigue unificar nuevamente al Islam.
Al
acoso de los occidentales se une la agresión de Gengis Khan por el Oriente.
Solamente el ascenso al poder de los mamelucos logra equilibrar las fuerzas y,
finalmente, darle la victoria al Islam.
Escribe
Maalouf:
“en apariencia, el
mundo árabe acababa de conseguir una brillante victoria”.
Era
cierto que en la época de las cruzadas, “el mundo árabe, desde España hasta Irak, es aún, intelectual
y materialmente, el depositario de la civilización más avanzada del planeta”.
Sin
embargo, la invasión occidental revela las carencia de su civilización. Una de
ellas fue que la mayor parte de sus dirigentes eran extranjeros. Además, los
árabes habían caído en la abulia, viviendo de las rentas del pasado. Se
muestran también reacios a crear instituciones estables, algo en lo que los
occidentales eran realmente buenos:
“su sociedad tiene
la ventaja de ser distribuidora de derechos
(…) en el Oriente árabe, el procedimiento de los tribunales es más
racional; sin embargo, no existe límite alguno para el poder arbitrario del
príncipe”.
Pero
quizá el principal problema fue que los árabes jamás se abrieron a las ideas de
Occidente:
“para el invasor
aprender la lengua del pueblo conquistado constituye una habilidad; para el
invadido, aprender la lengua del conquistador supone un compromiso, incluso una
traición
(…) los occidentales adquirieron sus conocimientos en los libros
árabes que asimilaron, imitaron y luego superaron
(…) el mundo musulmán se encierra en sí mismo, se vuelve friolero,
defensivo, intolerante, estéril, y otras tantas actitudes que se agravan a
medida que prosigue la evolución del planeta de la que se siente al margen
(…) se asimila a Israel, tanto de forma popular como en algunos
discursos oficiales, a un nuevo Estado de cruzados
(…) el Oriente árabe sigue viendo en Occidente un enemigo natural.
Cualquier acto hostil contra él, sea político, militar o
relacionado con el petróleo, no es más que una legítima revancha; y no cabe
duda de que la quiebra entre estos dos mundos viene de la época de las
cruzadas, que aún los árabes consideran una violación”.
Los
numerosos detalles que incluye la narración del escritor de origen libanés
logran convencer a este lector de ese terrible diagnóstico final.
Se dice
que no debe olvidarse el pasado para no repetir los mismos errores. Sin
embargo, el olvido, a veces, resulta crucial. No lograrlo puede ser
particularmente destructivo para toda una sociedad.
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