Esta novela de Christian Jacp narra
la vida y obra de Imhotep, posiblemente el primer arquitecto de la historia de
la humanidad.
Desde sus comienzos como modesto
aprendiz (“no es
prueba de tu capacidad. Te conformas con tus conocimientos, mientras que
Imhotep no deja de progresar (…) desde muy pequeño ya eras diferente de tus
compañeros de juego: tu no pensabas más que en estar solo y aprender”)
hasta convertirse en consejero y hermano del Faraón (“pocos dignatarios poseían aquella autoridad
natural, fruto logrado de la fuerza física y de una agudeza intelectual casi
palpable (…) desconfía Imhotep. Demasiados dones despiertan la envidia y el
odio. Los emisarios del mal acabarán percatándose de ti y tendrás que librar
duros combates. Sobre todo, no infravalores al adversario. Él no renunciará
nunca. Debes seguir siendo recto, sean cuales sean las circunstancias (…)
aunque te falte un poco de autoridad, tu inteligencia te sacará de las
situaciones difíciles”).
Un enigmático personaje, la sombra
roja (que termina siendo el responsable del tesoro real), representa el mal al
que Imhotep debe enfrentarse. El ente, relativamente abstracto durante casi
toda la narración, pretende terminar con el imperio del Faraón a través del
caos:
“sin un faraón enérgico, nos encaminamos al desastre.
Nadie pensará
más que en su provecho, los ladrones tendrán nuevas fuerzas, las provincias
proclamaran su autonomía, y será la anarquía”.
Nada nuevo bajo el sol.
Imhotep se esfuerza para evitar el
desastre:
“identificar a los funcionarios incompetentes y castigarlos
con dureza me parece un deber sagrado.
Si llegasen
al poder, el Estado se vería condenado a la decadencia
(…) mi puesto
me impone valorar a los hombres según su capacidad para cumplir una misión,
dejando a un lado mis sentimientos y preferencias
(…) creer en
la mejora de los humanos es el peor error de un jefe de Estado
(…) los seres
humanos tienden de forma natural al caos, la injusticia y la violencia”.
El autor aprovecha para recordar paralelismos
con el cristianismo:
“Osiris es al tiempo el pan y el vino.
Al consumir
el pan, comemos el cuerpo de Osiris, símbolo del Egipto unificado; bebemos la
sangre de Osiris, transformada en vino en el lagar.
Muerto,
Osiris renace”.
Y también nos recuerda que faraón no
significa ‘majestad’ sino ‘servidor’.
Zoser, el faraón, le encarga a
Imhotep la creación de “una morada de eternidad inédita”, algo totalmente
nuevo para acoger el descanso eterno del soberano:
“he visto una escalera que subía hacia el cielo, bañada por
luz divina.
Y la
construiré
(…) había que
inventarlo todo, dar forma a una creación que excedía las capacidades humanas
(…) no
pensemos en función de las construcciones anteriores”.
Faraón le concede a Imhotep poderes
casi absolutos lo que, naturalmente, despierta la envidia de muchos.
El lugar que elige el arquitecto es
Saqqara, los palmerales situados en los alrededores de Menfis. Ante el
descomunal proyecto de Imhotep, Zoser le concede descansar a su lado: “permaneceremos
cerca el uno del otro para siempre”. Se convierte en su hermano.
El exitoso proyecto del arquitecto
facilita que, desde ese momento, se supiese manejar la piedra, abriendo así la
puerta a las moradas posteriores de los faraones, monumentos que se elevarían
hacia el cielo. Y que, desde entonces, conocemos y admiramos.
La civilizaciòn occidental debe al Imperio egipcio más de lo que creemos.
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