Witold Rybczynski escribió en 1986 un
breve, pero también interesantísimo, libro, sobre los hogares, sobre ese lugar en el
que los humanos pasamos una gran parte de nuestro tiempo aquí en el planeta Tierra, en el borde de la via láctea. Recuperé el volumen
de mi biblioteca porque recordé que algunas de las ideas expuestas me
fascinaron. Y me pareció oportuno compartirlas en este foro.
La obra se divide en diez capítulos
que repasan aspectos como la privacidad, la comodidad, el aire o la luz. El
autor revisa cómo han sido los hogares en el transcurso de la historia, pero
subraya que “resulta
posible describir cómo comía, se vestía y vivía la gente de la Edad Media, pero
nada de eso tiene mucho sentido si no hacemos también el esfuerzo por
comprender cómo pensaban”. Se barrunta un sabor psicológico en su perspectiva.
Precisamente en esa época medieval
comienza la tradición de personalizar los hogares dándoles un nombre, “pero a medida que
las casas han ido dotándose de un valor más económico que emocional, los
nombres han cedido el paso a los números”.
También comenta Rybczynski que, en la
Edad Media, la silla poseía una naturaleza ceremonial. La persona que se
sentaba era alguien de renombre. De ahí la denominación ‘ChairMan’ en el idioma inglés (por ejemplo).
Jacques-Francois Blondel fundó la
primera escuela de arquitectura de Europa y estableció cómo debía dividirse una
casa: habitaciones de respeto, de recepción y de comodidad. Posteriormente, en
el siglo XVIII, los burgueses ingleses, que pasaban una enorme cantidad de
tiempo en sus casas, adoptaron la tradición holandesa de tomar el te embutidos
en un entorno confortable (así es, eso de deglutir te no es original de los británicos). También se impuso el deseo de disponer de una
habitación personal, no solo para ganar intimidad, sino porque se asociaba a
una mayor conciencia de individualidad, ausente, se supone, en el periodo medieval.
A comienzos del siglo XX se hizo
presente el alumbrado eléctrico en la urbe. Comienzan así a materializarse los electrodomésticos. Y a pensarse en la eficiencia de los hogares.
La ingeniera doméstica Christine Frederik defendió la presencia de
armarios empotrados y una ubicación muy concreta para ellos: uno para abrigos junto a la
puerta de entrada a la casa, otro para utensilios de limpieza próximo a la
cocina, uno para la ropa de cama en el vestíbulo de las habitaciones y un
botiquín en el cuarto de baño.
Precisamente la ingeniería doméstica
es uno de los capítulos que más me interesó del libro que se está comentando.
Frank Gilbreth y su esposa, Lillian (que era psicóloga) invirtieron muchos
esfuerzos en investigación destinada a mejorar las condiciones de los hogares:
“la reducción
del número de horas necesarias para limpiar la casa, para cocinar o para lavar
permitía a las mujeres liberarse de su aislamiento doméstico”.
Las ingenieras domésticas admitían
que había distintos modos correctos de hacer las mismas cosas en una casa: “su objetivo era
ayudar a la gente a descubrir soluciones que se adaptaran a sus necesidades
individuales (…) los diagramas de Lillian Gilbreth y sus calcomanías de
micro-movimientos tenían por objetivo ayudar al ama de casa a organizarla
conforme a sus propios hábitos de trabajo”. Las principales normas
eran (1) orientarse por la comodidad en lugar de por lo convencional y (2)
estudiar las personalidades y los hábitos de la familia que ocupaba ese hogar.
Esta idea contrastaba con el francés
Le Corbusier, para quien la casa era un objeto que debía producirse en masa y al
que debía adaptarse el individuo. Negaba así el hecho de que la tecnología y la
gestión doméstica relegaba a un segundo plano el estilo arquitectónico.
Rybczynski no se reprime al criticar duramente el culto a la originalidad sobre el de la comodidad. Los avances del siglo
XVIII en cuanto al logro de la comodidad son ignorados posteriormente para
llegar a un producto original: “lo que falta en las casas de la gente no son referencias
históricas descafeinadas. Lo que falta es una sensación de domesticidad, y no
más adornitos; una sensación de intimidad, y no ventanas neopalladianas; un
clima acogedor, no columnas de yeso”. Las casas deben volver a
diseñarse para bridar “más intimidad que el llamado plano abierto, en el que se permite
que el espacio fluya de una habitación a la siguiente”. Hacen falta
más habitaciones de reducido tamaño “para adaptarse a la gama y la diversidad de actividades de
ocio en la casa moderna”.
El mueble debe ser un objeto práctico
y duradero. La cocina debe ser un taller: “los instrumentos deben estar en lugares accesibles, cerca de
donde se hace el trabajo y no escondidos bajo encimeras”.
Así concluye el autor su obra:
“El bienestar doméstico es algo demasiado importante para
dejárselo a los expertos; es, igual que ha sido siempre, asunto de la familia y
de la persona. Hemos de re-descubrir por nosotros mismos el misterio del
confort, pues sin él nuestras residencias serán de verdad máquinas y no hogares”.
Pregúntese cuán cerca se encuentra de
alcanzar ese objetivo en su propio hogar. La respuesta será, en cualquier caso,
constructiva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario