En uno de esos blogs sobre literatura que proliferan sin control ni medida —que
giran desde el ejercicio escolar de exégesis del Lazarillo de Tormes hasta propuestas verdaderamente renovadoras del
arte de la reseña de libros— leía hace unos días un lamento profundo por la
ausencia en la literatura española de las últimos décadas de obras de auténtica
envergadura, de esas “que cuando las lees te cambian la vida”. Al
margen de que no creo que, estadísticamente, al ente etiquetado como literatura
española, de espectro entre medio y bajo, le toque producir más de 0,75 obras
de envergadura por década, lo que me pareció un signo de conmovedora
ingenuidad, en consideración a la avanzada edad de la autora del blog, fue la apelación a la simple
posibilidad de que un producto cultural te cambie la vida.
Creo que si alguien con más de 30
años persiste en la ilusión de que un libro o una película le puede cambiar la
vida es que ha experimentado un muy defectuoso proceso de transición a la vida
adulta. Los libros, las obras de arte, las sutilezas filosóficas, ciertos
paisajes, algunos amaneceres, voltean, día sí día no, la vida del sujeto con la
sensibilidad en período de formación. Después no, afortunadamente. A mí me tocó
cambiar de vida casi todas las semanas en la década de 1980, en particular en
la segunda mitad. Podía ser una exposición, un bar, un cortometraje, un nuevo
tipo de bocadillo, una chica, Thomas
Bernhard… Escuchabas a Murray Head
cantando Say It Ain’t So y de pronto
la vida era otra. Recuerdo una noche cambiando intensamente de vida en compañía
del propietario de este blog, por el
simple hecho de haber visto una película tan infame como Altered States, de Ken
Russell. Es doloroso aceptar que si no la hubiese vuelto a ver habría seguido
pensando, para siempre, que se trataba de una buena película. Creo que hasta
podría haberla recomendado, arruinando así cualquier mínimo prestigio como
consejero.
La bloguera que se lamenta de que las
novelas españolas ya no son lo que eran parece olvidarse de que ella tampoco lo
es. Seguramente si se tomara la molestia de releer alguna de aquellas obras que
tanto le cambiaron la vida se le vendría abajo el edificio, más o menos como a
mí me pasó con Altered States. Y todo
esto me obliga a considerar la espantosa banalidad de los grandes esfuerzos
sistematizadores basados en prolongados períodos de tiempo.
Pienso, por ejemplo, en el Canon Occidental de Harold Bloom. El sabio y controvertido
Bloom decidió tirarse a la piscina y elaborar la lista de referencia, la
relación cuasidefinitiva de los autores occidentales canónicos que todo ser no
iletrado debería leer en algún momento de su vida. Naturalmente, llovieron las
críticas (los fanáticos de las listas solemos frotarnos las manos ante
cualquier nuevo esfuerzo compilador, pero no podemos evitar entrar en el juego recurrente
de “lo que falta
y lo que sobra”). Casi todas las objeciones iban dirigidas a acusar
a Bloom de no haber garantizado un sistema de equilibrios y paridades
(intercontinentales, intergenéricos, interraciales). Me temo que la aceptación
de esas sugerencias habría propiciado un canon tal vez políticamente más
correcto, pero infinitamente menos acertado.
Mi crítica personal no va orientada
en ninguna de esas direcciones. Se fundamenta en la idea de la pura imposibilidad
de establecer un canon unipersonal por el hecho de que los cientos, o miles, de
libros que Bloom ha tenido que leer para elaborar su lista han sido leídos por
muy diferentes haroldsblooms, y el haroldbloom que leyó a Dickens con 20 años
es completamente distinto del que leyó a Faulkner con 30 o a Nabokov con 40. El
haroldbloom que publica su canon con casi 70 años no está determinando realmente
el canon occidental sino el conjunto de preferencias de un investigador judío
de 70 años y sus circunstancias, a partir, en su mayor parte, de recuerdos de
experiencias pretéritas vividas por distintos haroldsblooms a lo largo de un
prolongado período formativo que, en puridad, obligaría a una constante tarea
de reconsideración de todo lo apreciado en cada momento e imposibilitaría, en
la práctica, toda tentativa de consolidación de criterios.
El tipo de lista preferido por un
adicto a las listas es siempre el producto de una encuesta entre iniciados,
cuantos más mejor. No obstante, debemos considerar preferible la lista
unipersonal de alguien a quien atribuimos autoridad, como Harold Bloom, frente
a la simple concurrencia democrática de opiniones modelo IMDB Top 100 o Goodreads
Best Books. Esos deprimentes procedimientos democráticos siempre colocarán
a David Bisbal y a Julia Navarro por encima de Nacho Vegas y Luis Mateo Díez.
A propósito, la revista Rockdelux cumple 30 años y publica un
número especial con los mejores 300 discos publicados en ese tiempo, elegidos
por un montón de críticos absolutamente dignos de confianza. Corran al kiosko,
compren la revista, seleccionen algún disco que no conozcan, háganse con él,
escúchenlo, dejen que les cambie la vida.
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