Científicos del ‘Stanford Center on Longevity’ y del ‘Berlin Max Planck Institute for Human Development’ han congregado a
un
grupo de investigadores alrededor de una declaración en la que se denuncia,
sin nombrarlas, a las compañías que, usando la perspectiva comercial del
conocido como ‘Brain Training’, prometen,
según ellos, lo que no pueden cumplir.
La declaración se centra en la
población de personas mayores que, dice esa comunidad de más de 70 científicos,
juega para intentar prevenir el inevitable declive cognitivo que se produce con
la edad, con el paso de los años. Según ellos no existe ninguna prueba sólida
para apoyar esa perspectiva. Se ignora cuáles son los efectos reales de jugar.
Punto.
Admiten que los juegos pueden
contribuir a desarrollar determinadas habilidades (skills) específicas, pero de ahí a confirmar la mejora en una
capacidad (ability) relativamente
general hay un largo trecho, según ellos desértico. Sorprende que, a menudo, se
cuestione la relevancia de la capacidad (tal y como ha sido estudiada durante
100 años por los psicólogos diferenciales), pero que, en otras ocasiones, sea
muy importante distinguirla de las habilidades.
Va más allá ese grupo al sugerir que
esas compañías manipulan la ansiedad de las personas mayores (en concreto de
los baby boomers que ahora tienen más
o menos 50 años) para que sigan su juego. En una palabra, para que introduzcan
el número de su tarjeta de crédito en su web
(o donde sea) para acceder, seguidamente, a un maravilloso mundo virtual
repleto de actividades lúdicas destinadas a evitar el declive de sus
capacidades.
El grupo que suscribe la declaración
sostiene que quien piense en apuntarse al carro de los juegos mágicos debe
ponderar el tiempo que le sustraerá a realizar actos que, siempre según ellos,
son valiosos para prevenir el declive, como el ejercicio físico o las
relaciones sociales. Caminar una hora al día a paso ligero o irse de viaje con
los colegas a Benidorm, sería útil para prevenir el declive (ver la televisión
no), mientras que ignoramos, subrayan, si es rentable someterse regularmente a
retos cognitivos de diversa naturaleza. Mejor dicho, a retos cognitivos que
supongan jugar.
Concuerdo con el grupo, naturalmente,
en que los científicos seguimos sin demostrar que resolver situaciones
intelectualmente estimulantes puede influir positivamente en una capacidad de
alto nivel como la inteligencia fluida, es decir, nuestra capacidad para
resolver problemas ante la imposibilidad de recurrir a nuestra base de datos,
es decir, problemas de carácter novedoso.
Sin embargo, como reiteradamente ha
subrayado el profesor Earl B Hunt,
entre otros, eso no significa que contribuir a desarrollar determinadas
habilidades (skills) se convierta en
una empresa irrelevante para el funcionamiento cotidiano. Podemos no saber cómo
mejorar la inteligencia fluida, pero eso no supone menospreciar el esfuerzo de
los maestros por enseñar matemáticas o astronomía.
El mismo argumento se aplica al
celebrado efecto Flynn. Durante el siglo XX se han producido ganancias
generacionales de inteligencia documentadas en países distribuidos por todo el
planeta. Sin embargo, las mejoras no han sido homogéneas en todas las medidas
de inteligencia y tampoco se han relacionado generalmente con lo que cabría
esperar si el incremento se hubiese producido en el núcleo de esa capacidad general.
Sin embargo, como ha explicado detalladamente James Flynn, eso no significa que la mejora en determinadas
habilidades asociadas al intelecto humano no posea repercusión en el mundo
real.
Mutatis
mutandis,
cuando una persona de cierta edad juega y observa mejoras en su memoria a corto
plazo, probablemente no está modificando su memoria en general. Tampoco su
inteligencia fluida. Sin embargo, eso no significa que tales mejoras sean
irrelevantes para esa persona a diversos niveles, no solamente cognitivos. El
simple hecho de apreciar esas mejoras, de observar una gráfica en la que visualiza
cómo ha aumentado su rendimiento durante los seis meses que lleva jugando,
puede estimular la sensación de que no está condenado a resignarse a no memorizar
el número de teléfono de una estimulante cita en un Hotel de Benidorm.
El juego es un medio regio a través
del que los chavales aprenden muchas de las cosas que usarán en su vida
cotidiana cuando, tristemente, dejan de jugar. Nadie sensato declararía que se
ha demostrado fehacientemente que esos juegos de niños impactan en el
desarrollo de su inteligencia fluida. Sin embargo, tampoco se diría que, por
tanto, tales juegos deben abandonarse en tanto no se disponga de pruebas
rotundas.
Esta clase de declaraciones conjuntas
de científicos preocupadísimos por el futuro de la humanidad ‘aged’ me llevan a preguntarme por su verdadero
sentido. La ciencia no es materia de consenso, sino de resultados comprobados,
de evidencias que superan el escrutinio.
Compañías como Lumosity (que, por cierto, cuentan entre sus asesores con científicos
de Stanford) están ganando dinero con sus web-juegos gracias a sus más de 50
millones de usuarios. Ahora parece que comienza a preocupar a ese grupo de
científicos que tales juegos no permitan mejorar las ‘capacidades’ de los
usuarios. Aparentemente hasta ahora no mostraron inquietud alguna. Quizá si la
plataforma hubiera sido diseñada por científicos de Stanford o del Max Planck
(o, mejor todavía, de ambos centros unidos por un convenio internacional) las
reservas serían, digámoslo así, menores. Quizá.
La coyuntura me recuerda a lo
sucedido el año pasado con la compañía 23andMe,
en la que Google invirtió un sustancioso capital, dedicada a ofrecer resultados
genéticos basados en la investigación disponible. Tuvo que deponer su actividad
empresarial, de carácter internacional, porque la
FDA sospechaba que no se estaba controlando adecuadamente el uso potencial de
los datos de los clientes. Comenzaron las negociaciones para limar
asperezas, con el resultado de que ahora pueden ofrecer un servicio limitado
(nada de probables trastornos futuros) únicamente dentro de los Estados Unidos.
Y me trae a la mente, también, la discusión
sobre si Google Scholar merece
crédito frente a la todopoderosa Thomson
Reuters (TR), sobre si los científicos deberían fiarse de la
información que proporciona Google, gratuitamente, sobre la productividad de
sus colegas, en lugar de pagar el absurdo precio que supone acceder a unas críptica
bases de datos que, además, alimentan quienes se ven obligados a pagar.
Sirva este post como excusa para pensar sosegadamente en el significado de
esta clase de acciones. Compartir en Twitter y FaceBook la declaración de los
científicos organizados por Stanford y el Max Planck es interesante. Pero puede
serlo más todavía comentar y discutir abiertamente cuáles son sus implicaciones,
así como compartir impresiones con transparencia (y asertividad).
Lumosity y 23andMe están (o estaban)
recopilando datos sobre el rendimiento cognitivo o el genoma de cientos de
miles de personas. Los estudios controlados de laboratorio no pueden ni
siquiera soñar con aproximarse a esas cifras. Además, como demostró en los años
noventa Martin Seligman con respecto al efecto
de las distintas clases de psicoterapia, lo que se observa en situaciones
de control experimental puede diferir sustancialmente de lo que ocurre en las
situaciones cotidianas en las que los clientes optan por una determinada
terapia.
Parámetros que en el laboratorio ocultan
su relevancia, pueden ser reveladoras fuera de ese contexto controlado.
Recopilar y analizar datos de millones de personas puede proporcionar una
valiosa información que incluso pueda llegar a ser iluminadora para quienes
trabajan entre las cuatro paredes de sus laboratorios. Un ejemplo de lo que
intento decir se puede encontrar en una reciente
publicación derivada del análisis de una base de datos de la compañía 23andMe.
Quizá merezca la pena recordar que la
ciencia y sus aplicaciones a menudo responden a las supuestamente insensatas
acciones de algunos heterodoxos. Nunca se sabe dónde está la evidencia que nos
permite dar un paso hacia adelante. Eso
es así.
Actuar
con cautela es importante, prometer el paraíso aquí en la Tierra es
ridículo, pero sin
valentía para caminar por el filo de la navaja podemos seguir dando vueltas
sobre la misma farola, o la misma calle, durante demasiado tiempo.
Adam
Gazzaley,
firmante de la declaración comentada en este post, es el protagonista de un
artículo del New York Times donde dice:
“Una de mis preocupaciones al redactar el documento fue que
declaraciones excesivamente negativas asustarían a las compañías que pueden
financiar la investigación.
¿Realmente
queremos sabotear los futuros proyectos?
¿Realmente
pensamos que no hay nada valioso?
(…)
soy un optimista cauteloso.
Si
no pensase que hay algo no trabajaría en el campo.
No
deseo echar a perder mi carrera”.
Por lo que yo he leído este fin de semana, uno de los líderes de este manifiesto es R. Engle, te extraña?
ResponderEliminarHoy comienza el Sharp Brains Summit 2014, donde se van a presentar, entre otras cosas, los últimos estudios sobre videojuegos y las últimas novedades de la neuroingenieria, ya te contaré.
Saludos
Gracias MA. Me extraña bastante poco. Espero que la Summit sea provechosa. Saludos, R
ResponderEliminarVisto en parte desde fuera, puesto que no tengo nada que ver con los videojuegos y su impacto en determinadas capacidades y/o habilidades de los seres humanos, el asunto despierta mi interés sobre la dimensión ética de la comunidad de investigación científica. Regida esta por rigurosos criterios morales, como la transparencia y la veracidad, esta entretejida con poderosos intereses personales y empresariales que introducen constantes sesgos en su funcionamiento. Este hecho nos obliga a no conceder patente de corso (o atributos de infalibilidad) a los estudios que se publican. Más paciencia, más rigor, más honestidad, son cualidades necesarias y no están garantizadas de antemano.
ResponderEliminarLa humanidad es lo que tiene Félix.
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