Esta villa de la provincia de Lleida,
situada a escasos 20 kilómetros de la capital, y muy próxima a la frontera con
la Comunidad de Aragón, es el lugar de este planeta que el caprichoso destino
eligió para que fuese alumbrado, tras el correspondiente largo y doloroso
parto, quien esto escribe.
En realidad no tan accidental teniendo en cuenta que mi padre también nació allí, y que, por tanto, su
familia (de origen judío) era de la zona. Se enamoró de una mujer de Santander
(cuyo origen ancestral está en el Norte de Europa), contrajeron matrimonio y
decidieron vivir en Cataluña.
Residimos en la villa de Almacelles
durante cinco años, y, por distintos avatares, nos desplazamos a Cantabria
cuando todavía no era Cantabria sino provincia de Santander. Y por allí siguen
ellos acariciando sus ochenta primaveras, mientras que yo abandoné la montaña
hace más de treinta años.
El caso es que, recientemente, el
ayuntamiento de esa villa contactó conmigo al enterarse de que estaría por la zona para visitar a mi familia. Querían entrevistarme para una revista local (‘Lo Vilot’) en la que se publican
noticias sobre la vida del lugar y en la que se incluye, cuando resulta
posible, alguna entrevista con alguien nacido en el pueblo que ellos consideran
de alguna relevancia social. Me resultó cariñosón y acepté.
Pero no les hablaré de esa
experiencia, por los demás bastante agradable, sino que me centraré en algo que
descubrí al interactuar con el entrevistador, con alguna autoridad local, con
la directora del museo de la villa y con un entrañable fotógrafo.
Crecí pensando que el lugar donde nací
podía ser calificado de estéticamente soso. Sin
embargo, con la excusa de la entrevista de marras, me enteré de que la villa de
Almacelles fue concebida desde cero a finales del siglo XVIII, una vez el
antiguo poblado situado bajo el montículo del Vilot (que da nombre a la revista
local) fue abandonado durante la guerra de los segadores (1640-1652).
Concluida la guerra, la zona quedó
desierta, pasó a formar parte de las posesiones de la corona y durante un tiempo
permaneció en el olvido.
Cuando Carlos III sucede a Fernando
VI, en 1759, se propone introducir el espíritu ilustrado en España eligiendo
a personas preparadas que pudieran liderar las reformas necesarias.
Una de esas reformas fue la agraria,
lo que supuso vender las regiones despobladas para ser cultivadas. Una de ellas
fue Almacelles.
En junio de 1773, es decir, 120 años
después de ser abandonada, se concedió la propiedad a Melcior de Guardia Matas, un acaudalado burgués de Barcelona, pero recibió
también la consigna de impulsar la creación de una villa.
Guardia Matas contactó con Josep Mas Dordal, un prestigioso
maestro de obras en la ciudad condal. Mas aceptó el reto de proyectar una villa
siguiendo fielmente el espíritu de la ilustración.
Su proyecto se cimentó en un modelo
urbanístico poco frecuente en el país: una retícula
ortogonal en la que calles y casas se disponían simétricamente
organizadas en diez manzanas. Alrededor de la iglesia de la Virgen de la Merced
y del Palacio del Señor se extendían originalmente cuatro manzanas a cada lado.
La estructura de la villa
impedía la presencia de barrios marginales y promovía la igualdad. De hecho, todas las
casas eran idénticas. Puertas y ventanas se colocaban simétricamente siguiendo el
estilo neoclásico.
Las casas tenían un gran tamaño para
acoger confortablemente a las pudientes familias provenientes de Barcelona. La
villa se repobló originalmente por gente de esa ciudad.
La entrada a la casa daba a la calle
principal y en la zona de atrás se ubicaba un extenso patio. La planta
principal incluía salones, el comedor y las habitaciones. Había una bodega
subterránea para colocar alimentos y bebidas, mientras que la buhardilla
permitía guardar las herramientas.
La villa posee en la actualidad un
interesante museo, en el que se describe su historia, construido sobre el
antiguo colegio Pitágoras. En ese colegio cursé mis estudios de pre-escolar,
antes de que mis progenitores pusieran rumbo al cantábrico.
En resumen, descubrí que Almacelles
es resultado del experimento de un brillante arquitecto ilustrado contratado
por un burgués barcelonés que cumplía las ordenanzas de Carlos III. El maestro
de obras exprimió sus células grises para proyectar la villa, llegando incluso
a planificar el modo de hacer llegar el agua del pirineo a las sedientas
tierras circundantes. Sus ideas fueron rescatadas cuando se emprendió esa
canalización en el siglo XX. La coincidencia es sobresaliente.
Cierro este post con un dato actual que capturó mi atención: la heterogeneidad
de la villa en cuanto a la nacionalidad de origen de sus habitantes es
asombrosa. Los casi 7000 habitantes poseen 49 nacionalidades diferentes. Según
parece, conviven sin mayores problemas individuos de Bulgaria, Noruega,
Pakistán, China, Argentina, Túnez, Egipto, Rusia, Alemania, Reino Unido o
Bélgica (también hay algún holandés).
Mas Dordal se sentiría satisfecho al
pensar que, quizá, la estructura urbanística que él proyectó contribuye en algo
a ese pacífico día a día de gentes tan variopintas.
Hostias, eres un local hero
ResponderEliminarNo puedo dejar de escuchar la BSO de Mark Knopfler...
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