Seis capítulos conforman esta última
parte de la obra de H & M, inspirados por la siguiente
perspectiva general:
“El país se ha olvidado de los antiguos principios de
igualdad individual ante la ley adoptando políticas que tratan a la gente como
miembros de grupos
(…)
pensamos que la estratificación cognitiva puede estar dirigiendo el país hacia
peligrosas sendas”.
El capítulo 17 (Raising Cognitive Ability)
se pregunta por el éxito de los programas destinados a mejorar la capacidad
cognitiva de la población de riesgo:
“Mejorar la inteligencia permitiría reducir los problemas
descritos en esta obra (pero) lograrlo no es fácil”.
Se revisan factores como la
nutrición, la escolarización formal o programas como el famoso Head Start. Sin embargo, la única
intervención social que parece poseer un efecto sólido es la adopción al nacer.
En cualquier caso,
“por lo que sabemos hasta ahora, los problemas de la baja
capacidad cognitiva no se resolverán gracias a intervenciones dirigidas a mejorar
la inteligencia de los niños
(…)
el hecho es que no sabemos si, y menos aún cómo, cualquiera de estos proyectos
ha logrado aumentar la inteligencia.
Escribimos
esta pesimista conclusión siendo conscientes de que algunos recurrirán al éxito
de determinados proyectos citándolos como evidencia irrefutable de que nos
negamos a ver la luz”.
Los autores apuestan por mejorar
nuestro conocimiento sobre las bases biológicas de la inteligencia, en lugar de
insistir ciegamente en las variables educativas y culturales habituales. La
ciencia y no las preguntas políticamente correctas deberían orientar la
investigación:
“La discusión sobre el Head Start debe abandonar el frívolo
debate sobre cuántos dólares nos ahorraremos a la larga, puesto que eso no
soporta un mínimo escrutinio, para centrarse en el grado en el que sirve para
la más laudable y fundamental función de rescatar a los niños de sus peligrosos
ambientes”.
También invitan a facilitar lo que
sabemos que funciona, es decir, la adopción al nacer:
“¿Por
qué se ha ignorado en los debates del congreso y en las propuestas
presidenciales?
¿Por
qué se lo ponen tan difícil a los padres deseosos de adoptar?
¿Por
qué se restringen tan intensamente, llegándose a prohibir, las adopciones trans-raciales?
(…)
cualquiera que busque un modo barato de hacer algo bueno por un gran número de
niños desaventajados debería mirar con atención hacia la adopción”.
En el capítulo 18 (The Leveling
of American Education) se denuncia la tendencia a centrarse de modo
casi exclusivo en los chavales situados en la parte baja de la Bell
Curve:
“Al medir el éxito según el estudiante medio, la educación se
ha tenido que simplificar, rebajando el nivel de los libros de texto, las
exigencias de los cursos, del trabajo en casa y del nivel requerido para
obtener el título
(…)
durante treinta años el CI no ha estado de moda entre los educadores del país,
y la idea de que la gente con más capacidad para ser educada debe convertirse
en la más educada suena peligrosamente elitista”.
Para Herrnstein y Murray es necesario recordar que la gente que dirige el país, es decir, que crea puestos de trabajo, desarrolla tecnología, cura enfermedades, enseña en la universidad, y administra las instituciones culturales y políticas, proviene de la clase cognitiva I (alrededor de dos millones y medio de personas). Mientras tanto, el sistema educativo conduce a que más del 60% de la población sea incapaz de resumir el argumento básico de un artículo periodístico. Ese sistema apenas puede mejorar el CI de los menos capaces, pero puede empeorar fácilmente el rendimiento de los más capaces:
“A muchos estudiantes de alto CI les parecerá estupendo
escribir sobre ‘El Hobbit’ en lugar de sobre ‘Orgullo y Prejuicio’ si se les da
esa opción.
Muy
pocos, incluso entre los más brillantes, elegirán la ‘Eneida’”.
El hecho es que de los casi 9
billones (norteamericanos) de dólares invertidos en 1993, el 92% fue destinado
a programas para los chavales con desventajas, mientras que los programas para
superdotados recibieron un 0.1% de ese presupuesto. No solamente se ignora a
los más capaces, sino que se les mira con suspicacia y hostilidad:
“Ser intelectualmente superdotado es un regalo. Nadie se lo
merece
(…)
los jóvenes superdotados son importantes, no porque sean más virtuosos, sino
porque el futuro de nuestra sociedad depende de ellos
(…)
la mayor parte de ellos crecerá en una burbuja aislada del resto de la
sociedad.
Después
irán a colegios de élite, emprenderán exitosas carreras profesionales y
dirigirán las instituciones del país.
Por
tanto, el país debería contribuir a que se convirtiesen en adultos sabios.
Si
crecen sin saber cómo vive el resto de la sociedad, al menos pueden crecer con
la necesaria humildad sobre su capacidad para reinventar el mundo desde cero y
ser conscientes de su herencia intelectual, cultural y ética.
Alguien
les debe enseñar cuáles son sus responsabilidades como ciudadanos de una
sociedad más amplia
(…)
la clase de sabiduría que deseamos no se obtiene de modo natural a partir de un
alto CI, sino que debe provenir de la educación y de un tipo de educación en
particular
(…)
pensamos en la idea clásica de una persona educada (lo que implica) saber de
historia, literatura, arte, ética y ciencia
(…)
nuestra propuesta puede sonar elitista, porque de hecho lo es, pero únicamente
en el sentido de que, después de exponer a los estudiantes a lo mejor de
nuestra herencia intelectual y retarles a alcanzar altos niveles de excelencia,
solamente algunos serán capaces de lograrlo
(…)
el problema es que muy pocos educadores se sienten cómodos ante la idea de una
persona educada”.
Los autores tienen claro que los
responsables de las reformas educativas deben evaluar de modo realista el
espacio razonable de mejora, considerando la distribución cognitiva de la
población:
“Cuanto más de cerca se mira a las razones por las que los
estudiantes no trabajan más duro, menos parece que se deban a algo de lo que
ellos tengan la culpa”.
La reducción del nivel de exigencia
escolar ha llevado a que los empresarios puedan saber más sobre la futura
competencia profesional de los candidatos a un empleo según su rendimiento en
un breve test de inteligencia, que según cualquier clase de registro académico.
Los capítulos 19 y 20 se dirigen a repasar las políticas de acción positiva (es decir, los sistemas de cuotas). Su conclusión es clara:
“Es momento de recuperar su intención original, es decir,
ampliar la red, dar preferencia a los miembros de los grupos en desventaja,
cualquiera que sea el color de su piel, siempre que las cualificaciones sean
similares
(…)
la acción positiva forma parte de esta obra porque se ha basado en el supuesto
de que los grupos étnicos no difieren en las capacidades que contribuyen al
éxito en la escuela y en el trabajo
(…)
se ha demostrado en las páginas precedentes que ese supuesto es erróneo”.
Los autores se preguntan en qué
medida es justa una sociedad cuando la gente de similar capacidad e historial
son tratadas de modo tan distinto. Y la respuesta es obvia. En el mundo
laboral, las élites, que apoyan la acción positiva, se enfrentan al resto de la
población que se siente víctima del sistema. El congreso ha sido hostil con el
uso de métodos objetivos de selección de candidatos, pero
“la relación de la capacidad cognitiva con la productividad
laboral existe independientemente de la existencia de las puntuaciones
obtenidas en los tests, y todas las prácticas de contratación que tienen éxito
al elegir trabajadores productivos, eligen empleados con leves diferencias
grupales de inteligencia para las ocupaciones en las que el CI es importante”.
Consideran que el debate sobre la
acción positiva debe preguntarse cuánta degradación del rendimiento laboral es
aceptable al perseguir los objetivos razonables del programa. La actual
situación polariza a la sociedad:
“El objetivo apropiado es un mercado laboral en el que no se
favorece a la gente simplemente por su raza.
Nada
en la naturaleza dice que todos los grupos deben ser igualmente exitosos en
cualquier ámbito de la vida.
Esto
puede ser ‘injusto’, en el mismo sentido en el que la vida es injusta, pero eso
no tiene por qué significar que los seres humanos se tratan entre ellos injustamente
(…)
la gente con cualificaciones similares debe tener la misma oportunidad de ser
contratada, pero los programas de acción positiva, originalmente pensados para
promover precisamente ese objetivo, actualmente lo impiden”.
Herrnstein y Murray sostienen que
prescindir de los programas de acción positiva incrementaría la ética laboral,
aumentaría la armonía racial y mejoraría la productividad. Observan que la
mayor parte de los norteamericanos, incluyendo los afroamericanos, prefieren
ser seleccionados (o rechazados) a partir de puntuaciones en pruebas objetivas,
aunque también apoyan que el gobierno tienda una mano a los ciudadanos en
desventaja. El gobierno debe promover la igualdad de oportunidades, no de
resultados:
“Es fácil para los euroamericanos altamente educados con
muchas opciones vitales, mirar con buenos ojos a los programas de acción
positiva.
Tienen
un nulo efecto sobre sus perspectivas de trabajo.
Pero
para un joven con menos ventajas que desea convertirse en bombero, pero que no
lo consigue porque se ha contratado a un ciudadano con menos méritos de un
grupo étnico minoritario, el coste es grande
(...)
este país no debe favorecer la balcanización étnica
(…)
debemos recuperar la metáfora del ‘melting pot’ y el ideal de la ceguera al
color.
El
individualismo no es solo la herencia de Norteamérica.
Debe
ser también su futuro”.
Dejaremos para el siguiente y último post de esta serie los dos capítulos
finales de la obra. Merecen un espacio distinguido.
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