Por la paz civil
Una guerra civil
A esta hora, en las calles de
Barcelona, miles de personas están conmemorando una guerra civil. Es un raro
ejercicio. Su intención no es que el recuerdo sirva a la razón y a la
convivencia. Su intención es que la
herida permanezca.
Hace trescientos años, en el asedio
de Barcelona, murieron cerca de veinte mil personas. Ingleses y franceses en el
lado borbónico; alemanes y holandeses en el lado austracista...
Pero, sobre todo, murieron españoles.
Españoles que luchaban en un bando y en otro.
Murieron atacando o defendiendo la
montaña de Montjuic. Por las calles de la ciudad amurallada. Bajo una lluvia de
bombas. Cuerpo a cuerpo, español contra español.
El 11 de
septiembre empezó a celebrarse a principios del siglo XX.
Aunque la conversión de la matanza en
fiesta nacional data de la primera ley aprobada en 1980 por el parlamento
catalán.
No fue una decisión que el entonces
presidente Pujol tomara en solitario. Lo apoyaron todos los partidos
parlamentarios. Y no hubo un gran debate ciudadano.
Algunas personas propusieron, con
cierta timidez, la alternativa de San Jorge.
El Sant Jordi catalán añade a su
origen religioso un amable carácter civil basado en la costumbre, reciente
aunque cuajada, del libro y de la rosa. Pero nunca llegó a considerarse con
seriedad. Se prefirió la evocación de un episodio sangriento a una pacífica
consagración de la primavera.
El reproche más extendido que se hizo
entonces al once de septiembre tuvo un carácter irónico. ¿Cómo era posible que
una comunidad política decidiera celebrar su presunta desaparición? ¿Cómo era
posible que prefiriera "la desesperación a la esperanza", por
utilizar las palabras de Henry Kamen?
Celebraban, celebran, la herida. Una
herida entre españoles. Su intención era, y es, que la herida permanezca. Ellos
lo llamaron, sin embargo, el día en que Cataluña se rindió ante España y perdió
su libertad.
A partir del primer gobierno nacionalista,
el mito del once de septiembre de 1714 adquiría solemne formalidad
institucional. Pero aunque el mito se vista de decreto, mito se queda.
Sólo desde la ignorancia o el
fanatismo puede presentarse la Guerra de Sucesión como una guerra de España
contra Cataluña.
La Guerra de Sucesión fue una guerra
dinástica. Una guerra internacional. Y una guerra civil. Una guerra civil entre
españoles y una guerra civil entre catalanes.
La guerra se libró a lo largo y ancho
de España: de Extremadura a Mallorca; de Sevilla a Vigo; de Cádiz a Navarra. Y,
por supuesto, en Cataluña, Aragón y Castilla; en Barcelona, Zaragoza y Madrid.
La guerra abrió trincheras entre los
distintos reinos de la antigua Monarquía. Sí. Pero también las abrió en el
interior de cada territorio. Hubo partidarios de Carlos en Castilla y
defensores de Felipe en Cataluña. Austracistas en un sitio y en otro.
Borbónicos aquí y allá.
No hubo un candidato catalán y otro
español. No hubo un ejército catalán y otro español. Los dos lucharon en nombre del Rey de España. Los dos celebraron
sus victorias como victorias para España. Y los dos lloraron sus derrotas como
derrotas para España.
Más de siete mil seguidores de Felipe
V abandonaron Barcelona cuando las tropas de Carlos tomaron la ciudad en 1705.
Los borbónicos no eran una minoría residual.
Hay algunas preguntas que hacerse:
El último almirante de Castilla, Juan
Tomás Enríquez de Cabrera y Ponce de León, ¿era menos castellano o un mal
castellano por apoyar al archiduque Carlos? Las ciudades de Cervera, Berga,
Ripoll o Manlleu; el valle de Arán, ¿eran menos catalanas que otras ciudades o
comarcas de Cataluña por defender a Felipe V? ¿O es que incurrían ciega y
colectivamente en el auto-odio, esa patología inventada por el nacionalismo
para decretar la muerte civil del discrepante?
¿Y quiénes eran más catalanes, de una
catalanidad más depurada? ¿La nobleza urbana y la burguesía ilustrada, que
ensalzaban las reformas introducidas por los Borbones en Francia? ¿O la
aristocracia rural, el clero y los comerciantes y artesanos, que las rechazaban
por amenazar sus privilegios?
No hubo una Cataluña buena y otra
malvada. No hubo una sola Cataluña. Hubo tantas como sus ciudades, tantas como
sus facciones políticas, económicas y sociales. Tantas como sus habitantes.
Tantas. Como ahora.
Esas Cataluñas fluctuaron con el
tiempo y por la fuerza de los acontecimientos. Ciudades como Tarragona, Lérida
y Gerona cambiaron de bando varias veces. Barcelona sólo cambió una vez, pero
con consecuencias trágicas.
A unos pasos del antiguo mercado del
Borne, hoy convertido en monumento a los mitos de 1714, se levanta una
marquesina que parece haber escapado a la manipulación nacionalista. Es la
última arenga del general Antonio de Villarroel a los hombres que defienden
Barcelona del asedio. Dice así:
"Señores, hijos y hermanos: hoy es el día en
que se han de acordar del valor y gloriosas acciones que en todos tiempos ha
ejecutado nuestra nación. No diga la malicia o la envidia que no somos dignos
de ser catalanes e hijos legítimos de nuestros mayores. Por nosotros y por la
nación española peleamos. Hoy es el día de morir o vencer."
El 11 de septiembre de 1714, a las 3
de la tarde, Rafael de Casanova firma el último bando austracista. La ciudad
caerá al día siguiente, poco después del mediodía. Casanova pide a los
barceloneses que derramen hasta la última gota de sangre.
"Se confía, con todo, que como verdaderos hijos
de la patria y amantes de la libertad acudirán todos a los lugares señalados a
fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su rey, por su honor, por la
patria y por la libertad de toda España".
"La
libertad de toda España".
Por eso decían luchar los unos en
1714. Por eso mismo decían luchar los otros. Tenían convicciones diferentes.
Discrepaban en sus intereses. Pero les unía la coincidencia fundamental de
España. Y les unió la derrota. La guerra
de Sucesión fue un dramático episodio para España. Perdió territorios,
influencia, tiempo y vidas.
No hubo en 1714 dos sujetos políticos
ni dos identidades enfrentadas: Cataluña y España. Tampoco las hubo en 1936.
Tampoco las hay ahora. Esta es la verdad que el nacionalismo ha borrado del
pasado para que no arruine su presente. El nacionalismo precisa hacer de
Cataluña una sociedad unánime, impermeable al pluralismo, identitariamente pura
y abocada al enfrentamiento con España. Su empeño es firme. Pero estéril.
A esta hora miles de personas
conmemoran en Barcelona una guerra civil.
Libres e Iguales repudia que el 11 de
septiembre sea la fiesta nacional de Cataluña. La celebración supone una
afrenta histórica y ética, por más que esté sólidamente institucionalizada.
El 11 de septiembre solo tiene un
sentido acorde con la verdad: fue el día triste y resignado de recoger los
cadáveres de los hermanos. El inicio del duelo. También el de la represión
inexorable.
Catalanes contra catalanes, españoles
contra españoles, ese es el paisaje de 1714 y de todas las guerras que vinieron
luego.
En ninguna de ellas se ha dado el
hecho turbia y desdichadamente fantaseado por el nacionalismo: una guerra donde
un ejército de españoles luchara contra un ejército de catalanes: unos por
anexionarse Cataluña y otros por ejercer su absoluta soberanía. Justo ese
momento que expresa el himno nacional de Cataluña, Els Segadors, un himno
falsamente tradicional, que se inventó a fines del siglo XIX, y donde el cuello
de esa gente "tan ufana y tan soberbia" de Castilla es
rebanado por las hoces catalanas.
Así los nacionalistas lograron que el
relato de la falsa contienda entre españoles y catalanes se reforzara con una
épica musical.
También en este caso había un
alternativa emocionante, arraigada y desdeñada: El Cant de la Senyera, de Juan
Maragall y Luis Millet.
Catalanes y españoles nunca han
peleado por ser lo que son, llevados por un odio xenófobo. En los
enfrentamientos españoles, ciudadanos catalanes y ciudadanos castellanos,
vascos, han podido matarse por la religión, por los tributos, por la libertad,
por el fascismo o por el comunismo.
Los españoles han luchado, y a veces
con ferocidad y contumacia, para seguir siendo españoles. Es verdad que para
seguir siéndolo a su manera. Y es verdad que esa manera podía ser moralmente
muy distante. Pero jamás se mataron para
dejar de ser españoles.
Los hechos son irrevocables: en más
de quinientos años de historia compartida jamás hubo una guerra de secesión
española.
La reconciliación
El poeta Jaime Gil de Biedma escribió
que "de
todas las historias de la historia la más triste sin duda es la de España
porque termina mal." Sus versos han reafirmado a quienes
cultivan la resignación: esa visión limitada, rudimentaria, de una España
diferente, binaria, crispada, empeñada en su propia destrucción.
Pero esta no es la visión de la
historia. Ni siquiera la del poeta.
Gil de Biedma escribe contra la
metafísica de la derrota que sirve a los intereses particulares y a la
irresponsabilidad general. Habla de una "historia distinta y menos simple".
Una historia sin demonios cuyos dueños sean los hombres responsables. Los ciudadanos. Esa es también la
historia de España. La gran historia de las reconciliaciones españolas. La
historia que acaba bien.
Contemos
la historia de España como una suma de puntos de luz, de concordia, de
cordialidad, de reconciliación.
La capacidad de compromiso que demuestran
los representantes de la Corona de Aragón cuando en Caspe eligen a un
castellano, Fernando de Antequera, como sucesor. La paz de Viena que firman
Felipe V y Carlos VI, con su garantía de que "habrá por una y otra parte perpetuo olvido".
Perpetuo olvido de los horrores cometidos por las dos partes. Perpetuo olvido
para regresar los combatientes libremente a su patria. Perpetuo olvido para
gozar de sus bienes y dignidades "como si absolutamente no hubiese intervenido tal guerra".
El pacto fundacional por el que España se integra en la modernidad política: la
Constitución de Cádiz, por y para los españoles de ambos hemisferios. Para que
sean ellos por primera vez los dueños de la nación y de su historia: titulares
de la soberanía, libres, independientes y nunca más "patrimonio de una familia o persona."
El abrazo difícil y fraterno que en
Vergara pone fin a la primera gran guerra entre liberales y carlistas. El
discurso conmovedor que pronuncia Manuel Azaña en el Salón de Ciento del
Ayuntamiento de Barcelona. Este impresionante discurso de la reconciliación que
entonces no fue. En el que aclara que "España no está dividida en dos zonas delimitadas por la
línea de fuego; donde haya un español o un puñado de españoles que se angustian
pensando en la salvación del país, ahí hay un ánimo y una voluntad que entran
en cuenta".
En el que advierte que no es
aceptable ni posible "una política cuyo propósito sea el exterminio del adversario"
porque siempre quedarán españoles que quieran seguir viviendo juntos. En el que
anticipa que la reconstrucción de España "tendrá que ser obra de la colmena española en
su conjunto" y la paz, "una paz española y una paz nacional, una paz
de hombres libres (...) para hombres libres."
Y en el que sentencia que "es obligación
moral, sobre todo de los que padecen la guerra (...) sacar de la lección y de
la musa del escarmiento el mayor bien posible. Y cuando la antorcha pase a
otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, si alguna vez sienten que
les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse
con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen
en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído
embravecidos en la batalla luchando magníficamente por un ideal grandioso y que
ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor,
y nos envían, con los destellos de su luz tranquila y remota como la de una
estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad,
Perdón".
La Declaración, llena de grandeza y
de sentido de la historia, en la que el Partido Comunista de España denuncia
por primera vez la "artificiosa división de los españoles entre rojos y
nacionales".
En la que pide "enterrar los odios
y rencores de la guerra civil".
En la que llama a todos los españoles
"desde los
monárquicos, democristianos y liberales, hasta los republicanos, nacionalistas
vascos, catalanes y gallegos, centristas y socialistas, a proclamar, como un
objetivo común a todos, impostergable y posible, la reconciliación nacional".
El éxito colectivo incontestable: la
Transición.
Entonces los españoles asombraron al
mundo por su capacidad para reconciliarse con su pasado y consigo mismos.
En las calles de Barcelona se celebra
una guerra civil, pero hoy, aquí Libres e Iguales quiere conmemorar, quiere
reivindicar la España cierta, lúcida, arraigada de la reconciliación.
El pacto español
El ser de España ha dado lugar a
múltiples cavilaciones. Han participado filósofos, escritores, poetas, y hasta
entrenadores de fútbol. Pero echando una ojeada a la producción intelectual es
fácil convenir un exceso metafísico. España
es, sencillamente, una vinculación. España es una convivencia. Un himno sin
letra. Un link.
No hay más ni menos España en
Covadonga que en la ciudad de Cádiz; en el Finisterre que en Cartagena; en
Melilla que en Olot. Ni el Apóstol Santiago ni el Tío Pepe contienen la
españolidad en un grado mayor o menor que la prosa escéptica de José Pla. O que
esta música de la Iberia universal que hemos oído.
El hecho diferencial español es más
sencillo y sus palabras claves no son enfáticas. España no es, ni siquiera,
contrariando a la España hidalga, una cuestión de honor. España es una voluntad, y ciertamente empecinada, de vivir juntos los
distintos. Y lo fue desde el primer día.
La unión entre Aragón y Castilla no
fue la mera absorción de un reino por el otro. Fue la primera piedra de una
compleja arquitectura solidaria que ha durado siglos.
Y hoy todas las culturas españolas se
exhiben y se proyectan con una potencia que jamás conocieron. De ahí que el proyecto nacionalista no
pueda evitar su identificación con la xenofobia. Porque en el fondo de
todas las argumentaciones para la secesión hay una pasión sórdida, que no se dice:
la del que no quiere vivir con los demás.
Cíclicamente los nacionalistas
aluden, en modo defensa y ataque, al nacionalismo español. Pero ¿qué
nacionalismo es ese, qué insólito nacionalismo el que aún no ha pronunciado una
sola palabra de exclusión, de rechazo, contra sus compatriotas? ¿Qué extraño
nacionalismo el que en vez de fábricas de extranjería insiste en la casa común
española?
Solo hay un nacionalismo español: el
que fija, con sus equívocos, con sus torsiones en pos del pacto, con sus jorobas
retóricas pero con su emocionante voluntad de integración, la Constitución
española de 1978.
La Constitución de 1978 es la paz
civil española.
No hay convivencia posible fuera de
los principios que permiten la integración de izquierdas, derechas, creyentes,
ateos, monárquicos, republicanos, castellanos, catalanes...
La
Constitución integra las diferencias. Consagra a los ciudadanos como
titulares de la soberanía. Asegura la libertad y el ejercicio de los derechos.
Afirma la igualdad ante la ley. Protege el pluralismo cultural y lingüístico. Y
al hacer todo esto garantiza la convivencia. "Diferir incluso de la diferencia en cada grupo
diferenciado", como ha escrito Fernando Savater.
La Constitución de 1978 es la paz
civil española.
Si el nacionalismo arremete contra la
Constitución es porque garantiza la convivencia de los distintos. Porque les
reconcilia, les acerca y les suma.
Si el nacionalismo celebra una guerra
civil española es porque reniega de los principios que hacen posible la paz
civil española.
España no merece ser defendida por
ser una de las más antiguas naciones del mundo. La antigüedad no es un valor moral. Ni jurídico ni político.
España merece defenderse porque desde
1978 significa libres, significa iguales y significa juntos los distintos.
En el proyecto nacionalista la parte
cede al todo, pero nunca el todo cede a la parte. El proyecto nacionalista
persigue siempre el encuadramiento. A esta hora en las calles de Barcelona
desfilan las masas perfectamente encuadradas en una uve.
Victoria, dicen. Vergüenza, decimos.
Una modernidad
Para desdicha de sus odiadores
nacionalistas España no es una voluntad anacrónica. Todo lo contrario: encaja
con lo mejor del proyecto moderno.
La
obstinada voluntad española de vivir juntos los distintos es moderna y
políticamente próspera. Y profundamente europea. La idea de la construcción europea
se funda sobre el rechazo de algo que le costó a Europa 80 millones de muertos.
La idea de que a cada cultura, ¡que es
como decir a cada hombre!, debe corresponderle un Estado.
España es Europa, desde luego. Lo es
por su sistema de ciudades, por sus catedrales, por su geografía. Pero lo es,
sobre todo, porque ha integrado en un
mismo Estado a los distintos.
Por eso hay que lamentar la respuesta
general que Europa ha dado al segregacionismo. Es difícil comprender que, ante
el reto nacionalista, Europa se haya acogido a la retórica del asunto interno.
Asunto interno es una frase peligrosa
dicha desde Europa.
El que Europa considere el conflicto
como un asunto interno español supone algo más que un menosprecio a un Estado
miembro: supone una traición al propio proyecto europeo. Y decretada por
Europa.
Nunca la destrucción de un Estado
europeo puede ser un asunto exclusivamente catalán o español. La moral de Europa
es, justamente, contraria al asunto interno. Europa es Schengen, desde luego.
La libre circulación de las personas. Pero sobre todo es el fin de las aduanas morales.
Sí me importa
Los nacionalistas han considerado
siempre que los catalanes eran los únicos que podían discutir y decidir sobre
la independencia. ¡Su asunto interno!
Ha sido su primer acto de soberanía.
Y hasta ahora exitoso. De ese éxito arranca su grotesco monopolio de la palabra libertad y de la palabra democracia.
Los nacionalistas exigen su derecho a
decidir a sabiendas de que ese supuesto derecho niega el derecho a decidir de
todos los españoles.
La democracia que conciben es el
gobierno de la minoría.
La
libertad que reclaman es la que niegan.
Sin embargo, han logrado extender la idea
de que es justo que los catalanes decidan sobre la suerte de todos los
españoles.
Y lo más sorprendente es que la idea
haya calado entre algunos españoles que no son catalanes.
Hay
españoles cuya relación con la libertad y con la democracia es compleja. Es
decir, acomplejada. Quizá sea en parte resultado de una convivencia demasiado
estrecha y prolongada con la dictadura. Y en los más jóvenes, la evidencia de
una inaudita culpa heredada. Porque en esta actitud ante el nacionalismo hay
resignación, cansancio y acrítica
obediencia a la corrección política. Y todos esos rasgos son propios de una
ciudadanía vacilante y sometida.
De ahí que esta tarde Libres e
Iguales lance desde la capital de España una afirmación que es tanto una
advertencia como un grito solidario:
Sí me importa.
Una
advertencia a los nacionalistas de que no van a seguir encontrando como aliada
la indiferencia española. Y un grito solidario dirigido al gran número de ciudadanos
que bajo la presión, como mínimo moral, del nacionalismo están defendiendo en
Cataluña la libertad y la igualdad de todos los españoles.
Sí me importa. Si nos importan.
Sí me importa que España supiera
salir de una dictadura cruel sin una nueva guerra civil.
Sí me importan la victoria de la
democracia sobre el terrorismo nacionalista, y la memoria y la justicia y la
dignidad de las víctimas.
Sí me importa que España haya
protagonizado la modernización más espectacular del último medio siglo europeo.
Sí me importa que por primera vez en
su historia España no forme parte de Europa, sino que sea Europa.
Sí me importa que haya una lengua en
la que puedan entenderse todos los españoles.
Sí me importa que las lenguas y
culturas españolas ya no sean patrimonio de los nacionalistas sino de todos los
ciudadanos.
Sí me importa la elemental lógica
democrática y solidaria que indica que son las personas y no los territorios
los que pagan impuestos.
Sí me importa que la trama de afectos
española sea respetada y protegida.
Sí me importa que el secesionismo sea
derrotado. Y que después se impongan las cláusulas de los viejos pactos
españoles.
Sí me importa la ley.
Sí me importa que preservemos nuestra
mayor conquista: la paz civil española.
España es un problema, sí. España es el inevitable problema del que
elige la pluralidad y la complejidad. España, una nación vieja, no puede
someterse a las nuevas mentiras nacionalistas. Ella también se contó sus
mentiras. Pero fue hace mucho tiempo.
Sí, España es un problema. Un
problema excitante.
España es un proyecto inacabado. Es
decir, vivo.
España es una pequeña Europa y su
futuro será el futuro de Europa.
Sí me importa.
Este gran reto de la modernidad.
Juntos y
distintos. Libres e iguales.
Me gusta mucho. Creo que es claro y contundente en el rechazo del nacionalismo secesionista, pero también es respetuoso. Frente a esencialismos nacionales, que terminan siendo xenófobos, excluyentes y expansionistas, propone proyectos solidarios de construcción del futuro.
ResponderEliminarhttps://www.youtube.com/watch?v=yYKUsumVhqg&feature=youtu.be
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