En los cuatro capítulos de esta parte
tercera los autores se adentran en el escabroso mundo de las diferencias
étnicas (según cómo se clasifican a sí mismos los propios individuos, dicho sea
de paso), de los patrones diferenciales de fertilidad en la población y de los
desclasados/underclass (el lado
opuesto a la élite cognitiva dentro de la Bell Curve). Desde el principio
procuran curarse en salud recordando el hecho de que las diferencias que separan
a los individuos son mucho mayores que la diferencia promedio que separa a los
grupos. Algo que se olvida con una facilidad escalofriante.
La evidencia derivada de las docenas
de estudios publicados llevan a concluir que existe una distancia promedio en
la variable inteligencia entre los principales grupos étnicos de los Estados
Unidos. Los de origen asiático puntúan más que los euroamericanos, estos más
que los latinos y en la parte baja de la escala se encuentran los
afroamericanos. Por ejemplo, la persona media del grupo de euroamericanos
obtiene mejores puntuaciones de CI que el 84% de los afroamericanos, y, por
tanto, la persona media de este segundo grupo obtiene mejores puntuaciones de
CI que el 16% de los primeros.
Los autores contestan a la pregunta
sobre si las diferencias de grupo en inteligencia son un fenómeno genuino o
pueden atribuirse a determinados sesgos de la medida o a las diferencias de SES
que separan a los grupos. La conclusión es que las diferencias son reales, así
que se preguntan si pudieran ser debidas tanto al efecto de los genes como del
ambiente:
“Pensamos en no meternos en ese jardín aventurando que sería
inútil hablar sobre esa pregunta tan escandalosa, dolorosa y lejos de ser
resuelta por ahora”.
Pero se adentraron en ese territorio porque
“el supuesto de la igualdad genética entre razas posee
consecuencias prácticas que exigen averiguar qué hay de cierto
(…)
los tabús alimentan no solamente la ignorancia, sino la desinformación”.
En la persecución de respuestas a esa
pregunta revisan la hipótesis de Spearman,
el efecto Flynn o el inquietante estudio
de adopción trans-racial dirigido por Sandra
Scarr:
“Si el lector está ahora convencido de que ha ganado la
explicación genética o la ambiental, entonces no hemos hecho un buen trabajo presentando
ambas alternativas.
Para
nosotros es altamente probable que ambos factores tengan algo que decir.
¿En
qué medida?
Somos
resueltamente agnósticos.
Hasta
donde podemos determinar, la evidencia disponible todavía no permite justificar
una estimación”.
Es decir, que H & M suscriben una postura intermedia y moderada. Ambos
factores pueden contribuir potencialmente. Es un enigma cómo los comentaristas
de su obra llegaron a la conclusión de que los autores eran unos reaccionarios
radicales con una agenda política oculta.
Cierran este tristemente destacable capítulo
trece subrayando que la respuesta a esa pregunta es, en realidad, irrelevante
para sus objetivos:
“Las diferencias étnicas seguirán siendo diferencias en medias
y distribuciones, es decir, inútiles a efectos prácticos al considerar
individuos concretos
(…)
somos incapaces de encontrar argumento legítimo alguno para que la relación
entre los individuos concretos de los distintos grupos deba verse influida por
el hecho de que una diferencia étnica promedio en la variable inteligencia sea
efecto de los genes o del ambiente
(…)
el supuesto de que las causas ambientales son menos amenazantes que las
genéticas es comprensible, pero también falso”.
Los autores invitan a admitir con
naturalidad los hechos conocidos porque consideran probable que los mismos que
los han negado hasta ahora tajantemente, puedan cambiar radicalmente de opinión
hacia una versión completamente opuesta (el conocido fenómeno del efecto pendular):
“Es posible plantarle cara a los hechos sobre las diferencias
étnicas de inteligencia sin tener que salir gritando de la habitación: este es
el mensaje esencial”.
Las reacciones a este capítulo en los
medios de comunicación, y entre un buen puñado de académicos, demostraron que
esa posibilidad era inviable en aquel entonces. Seguramente sigue siendo así en
la actualidad.
En el siguiente capítulo presentan
evidencias que permiten concluir que cuando se iguala el CI de los distintos
grupos étnicos, sus diferencias sociales se atenúan. De hecho, los
afroamericanos están sobre-representados en las ocupaciones de mayor prestigio
(medicina, ingeniería o enseñanza):
“El papel de la capacidad cognitiva ha sido ignorado en el
pasado. Considerarlo en el futuro puede ayudar a clarificar y a prestar
atención a los factores que contribuyen a las desigualdades sociales más
inquietantes
(…)
el mercado laboral premia a los afro y euroamericanos con una capacidad
cognitiva equivalente en casi todas las categorías laborales”.
Sin embargo, para determinadas
conductas sociales la situación es más compleja. Es el caso de la ilegitimidad
o la familia, donde el CI no es demasiado relevante para los afroamericanos:
“Las diferencias étnicas cobran una nueva perspectiva cuando
se considera la capacidad cognitiva.
Tomar
conciencia de estas relaciones es un necesario primer paso para construir un
país equitativo”.
El capítulo 15 explora la demografía
de la inteligencia, es decir, cómo las tendencias hacia la disgenesia (la
reproducción más numerosa de los individuos menos inteligentes de la población)
o la inmigración (“la mitad de la población mundial que emigra a otro país
elige Norteamérica”) pueden influir en el nivel intelectual promedio
del país:
“Si unimos la piezas (…) llegamos a la conclusión de que
deberíamos preocuparnos por el capital cognitivo del país
(…)
una pérdida promedio de 3 puntos de CI reducirá en un 31% la proporción de
individuos con un CI mayor de 120 y en un 42% los de CI mayor de 135. A su vez,
aumentará en un 41% el número de personas con un CI por debajo de 80”.
Usando los datos del NLSY, los
autores simulan qué sucedería con un aumento promedio de 3 puntos de CI (es
decir, de 100 a 103): el nivel de pobreza y de jóvenes entrevistados en la
cárcel bajaría en un 25%, el abandono escolar se reduciría en un 28%, la
ilegitimidad bajaría en un 20% y la dependencia del estado se reduciría en un
18%. Y son solamente algunos ejemplos de los efectos positivos de un levísimo aumento
del CI promedio de la población.
El capítulo final de esta tercera
parte se pregunta en qué medida la baja capacidad cognitiva describe a los
ciudadanos más afectados por las problemáticas sociales revisadas en la segunda
parte:
“Un colesterol alto puede ser un factor de riesgo para los
trastornos coronarios, pero la mayor parte de la gente que presenta esos
trastornos puede o no tener el colesterol alto.
Si
la mayor parte de la gente que tiene ataques al corazón no tiene el colesterol
alto, entonces bajar el colesterol en los individuos con niveles altos no
reducirá visiblemente la frecuencia de ataques al corazón en la población
general.
Del
mismo modo, si una baja capacidad cognitiva es prevalente en la gente que
presenta los problemas que esperamos resolver, deberemos buscar políticas
dirigidas a las personas con bajas puntuaciones”.
¿Cuáles son los resultados?
1.- El 80% de quienes viven por
debajo del nivel oficial de pobreza pertenece a las clases IV y V.
2.- El 94% de los que abandonan la
escuela presenta un CI por debajo de la media.
3.- El empleo se asocia débilmente
con el CI, el desempleo temporal también, pero el desempleo crónico se asocia significativamente
al CI.
4.- El 82% de los hogares
monoparentales se concentran en las clases cognitivas más bajas.
5.- El CI medio de las madres de los
hogares con peor calidad ambiental es de 86.
6.- El 94% de los niños menos
inteligentes tienen madres con CIs por debajo de la media de 100.
A la vista del desolador panorama los
autores intentan cerrar el capítulo de un modo algo más optimista:
“La mayor parte de la gente situada en la parte baja de la
distribución cognitiva tiene un empleo, vive por encima del nivel oficial de
pobreza, no es dependiente del estado, está casada cuando tiene niños,
proporciona un ambiente razonable a sus niños, y obedece la ley”.
Eso no quiere decir, no obstante, que
sea incorrecta la conclusión de que una alta proporción de quienes presentan
los problemas y conductas que dominan la agencia social y política posean una
limitada capacidad cognitiva:
“Cuando el país pretende reducir el desempleo o el número de
delitos, o promover que las madres dependientes consigan un trabajo, deberían
valorarse las soluciones según su efectividad para la gente que con mayor
probabilidad presentará esos problemas: los menos inteligentes”.
Las soluciones que H & M consideran
viables (y legítimas) constituyen, en parte, el objetivo de la última parte de
su obra.
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