Elliot M. Tucker-Drob y Daniel E. Briley publican un extenso meta-análisis en ‘Psychological Bulletin’ sobre la influencia genética y no-genética
en las diferencias cognitivas. Además, calculan si existen cambios en esas
influencias durante el ciclo vital. Eso si, admiten que no poseen demasiados
estudios que analizar (15) y que la mayor parte son con niños (desde los 6
meses de edad) y viejos (hasta los 77 años de edad), habiendo una importante laguna
en individuos adultos (los humanos de mediana edad parecen ser poco interesantes para los investigadores).
Hacen sus estimaciones sobre 150
combinaciones temporales (con una media de 6 años de separación entre las
medidas del mismo grupo de individuos), más de 4 mil pares de gemelos idénticos
criados juntos (34 pares criados por separado), casi 8 mil pares de gemelos no-idénticos
criados juntos (78 pares criados por separado), 141 pares de hermanos adoptivos,
y 143 pares de hermanos biológicos.
Los análisis son tan complejos que
provocan ligeros escalofríos en el lector y los autores se ven obligados a hacer
bastantes inferencias para rellenar ausencias, lo que dificulta obtener una
imagen nítida de los resultados –que son los siguientes:
1.- La estabilidad fenotípica de las
medidas cognitivas es escasa en la niñez (.30), pero crece rápidamente (.60 a
los diez años de edad) y llega al nivel máximo al final de la adolescencia
(.80). La estabilidad genética y la del ambiente compartido es sustancial (.78
y .67, respectivamente), mientras que la del ambiente no-compartido es reducida
(.17).
2.- Los factores genéticos son los
principales responsables del aumento en la estabilidad fenotípica con el paso
de los años. La contribución del ambiente no-compartido también aumenta con la
edad. Los genes dan cuenta del 75% de la estabilidad,
mientras que el ambiente no-compartido captura un 20%.
3.- La estabilidad se reduce conforme
aumenta el tiempo entre las medidas del fenotipo.
4.- La influencia genética sobre la
inteligencia cristalizada es menor que sobre la inteligencia fluida.
Estas conclusiones no son en absoluto
novedosas o sorprendentes. Quizá por eso el artículo es cansinamente prolijo en
detalles sobre los modelos conceptuales disponibles con respecto a la
influencia de los factores genéticos y no-genéticos: 1) canalización genética
(la selección natural produce genotipos que se desarrollan a pesar de la
heterogeneidad del ambiente), 2) canalización por la experiencia (las vivencias
marcan el desarrollo), 3) estabilidad de la experiencia (efectos sistemáticos y
recurrentes del contexto económico, social y educativo), 4) interacción y
correlación genotipo-ambiente, 5) dinamismo. Estos modelos permiten establecer
una serie de predicciones para interpretar la evidencia empírica.
Recuerdan los autores que la
inteligencia es el rasgo psicológico más estable, hasta el punto de que los
valores en la edad adulta son tan elevados como la fiabilidad de la medida.
El artículo incluye un extenso
apartado sobre las técnicas estadísticas que se usarán para analizar los datos
longitudinales (incluyendo los modelos Cholesky) que haría las delicias de los
especialistas en metodología. Se supone que esas técnicas permiten atacar las
preguntas esenciales que buscan respuesta en este informe:
1.- ¿Hasta qué punto son estables las
influencias genéticas y no-genéticas?
2.- ¿Hasta qué punto cambia esa
estabilidad en distintos periodos de la vida?
3.- ¿En qué grado subyacen los
factores genéticos y no-genéticos a los cambios en la estabilidad de la
inteligencia?
4.- ¿Qué variables moderan la
estabilidad fenotípica, genética y no-genética?
La conclusión general que
los autores derivan de sus cálculos es que los modelos transaccionales son los más
consistentes con los datos. Es decir, el factor clave es la interacción y la
correlación genotipo-ambiente. Sin embargo, subrayan que la estabilidad
genética es prácticamente perfecta a partir de los diez años de edad (y
permanece así durante el resto del ciclo vital).
Mi lectura de los resultados es algo
distinta: si se excluye esa parte del ciclo vital en la que nuestras opciones
de elección están claramente limitadas (cuando somos niños son los padres
quienes eligen por nosotros), durante el resto del tiempo que paramos por estos
lares, a medida que ganamos opciones de actuación, nuestro genotipo se erige en
principal protagonista de nuestra historia (“a medida que crecen, los niños eligen y evocan
niveles diferenciales de estimulación según su genotipo”). Nos
conduce hacia determinadas situaciones y nos aleja de otras. Nos lleva a
interpretar los sucesos según nuestro prisma. Nos ayuda a manipular las
situaciones perturbadoras para que se adecúen a nosotros. Elegimos amistades
congruentes con nuestro genotipo. Nos afiliamos a grupos afines. Y usamos
nuestras virtudes para escalar posiciones en la jerarquía social a la vez que
ocultamos nuestros indudables defectos.
En la parte final se argumenta sobre
la necesidad de combinar estudios sobre el ciclo vital con la genética y la
neurociencia: “los
investigadores no han examinado realmente cómo las influencias genéticas sobre
la neurobiología son compartidas con las influencias genéticas sobre la
cognición”. Naturalmente rescatan aquí la idea de endofenotipo. Se debería explorar si la
estabilidad de la influencia genética sobre la cognición se encuentra
mediatizada por las influencias genéticas sobre la estructura cerebral.
Tengo la sensación de que los autores
desconocen proyectos como, por ejemplo, el ENIGMA, dirigidos precisamente a resolver preguntas asociadas a esa clase de exploración.
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