miércoles, 4 de junio de 2014

Complexity in the Human Brain

Caminando y discutiendo sobre el calentamiento global con un filósofo de la ciencia hace algunas semanas, recordé cosas que tenía olvidadas sobre los sistemas complejos. El clima es un ejemplo paradigmático, pero el cerebro también vale, naturalmente.

Tirando del hilo de los recuerdos rescaté una conferencia de Crichton en el Smithsonian, que volvió a presentar en ‘The Independent Institute’, y que, por supuesto, les recomiendo:


También recuperé el famoso libro de James Gleick sobre el caos (que espero hayan leído, pero que nos conviene repasar a muchos):


Y de ahí salté al cerebro.

Me pregunté quién había buscado la conexión entre las teorías de la complejidad y el cerebro humano. Siempre hay alguien.

Danielle Bassett y su grupo de investigación sobre sistemas complejos han tratado sobre esta cuestión usando fenotipos simples como el aprendizaje motor.


Un ejemplo es ‘Adaptive reconfiguration of fractal small-world human brain functional networks’ (PNAS, 2006, 19, 103, 51, 19581-19523). En ese artículo se concluye que la conectividad distal a altas frecuencias entre la corteza frontal y la corteza parietal facilita los enlaces sensorio-motores. Hallan evidencia sobre la presencia de una arquitectura fractal (invariante a la escala) de redes funcionales en el cerebro que se ajustan a la concepción del small-world: “las propiedades fractales (la auto-semejanza a través de distintas escalas de medida) se han descrito en muchos tipos de datos neurobiológicos tales como el EEG, la fMRI, las medidas estructurales de la superficie de la corteza y los límites entre la materia gris y la materia blanca, así como datos microscópicos sobre las dendritas y las arborizaciones cerebrovasculares”.


Las redes small-world optimizan la transmisión de información, aumentan la eficiencia del aprendizaje, y apoyan el procesamiento de información distribuido y segregado.

En ese estudio de 2006, los autores conjeturan que las restricciones metabólicas o energéticas determinan el límite superior de las escalas correspondientes a las redes funcionales del cerebro: “las redes de alta frecuencia presentan dinámicas críticas en el límite del caos, lo que puede favorecer rápidas reconfiguraciones adaptativas a medida que cambian las demandas del ambiente”.

En 2011, Bassett y Gazzaniga escribieron un artículo para ‘Trends in Cognitive Science” (vol 15, 5, 200-209) titulado ‘Understanding Complexity in the Brain’. No es particularmente interesante porque se ceban con el problema de la conciencia, que, personalmente, me resulta aburrido.

Pero hay algunas ideas interesantes, como, por ejemplo, que, espacialmente, el cerebro presenta una organización similar a distintas resoluciones: “las minicolumnas –columnas verticales que atraviesan las capas de la corteza—contienen 100 neuronas en promedio, presentan un diámetro de 30 micras y constituyen la base anatómica de las columnas, las subáreas (p. e. la V1), las áreas (p. e. la corteza visual), los lóbulos (p. e. el lóbulo occipital), y, en última instancia, la corteza cerebral al completo”.


Además, la combinación de los principios de modularidad y jerarquía contribuye a la formación de arquitecturas complejas compuestas de subsistemas dentro de subsistemas dentro de subsistemas….

Esta clase de arquitecturas facilita la especificidad funcional. Y las restricciones anatómicas del cerebro deben condicionar sus funciones. Aún no sabemos muy bien cómo, pero se supone que debe ser así.

Pensar dentro de este marco de referencia puede ser más importante de lo que imaginamos para desentrañar los secretos de ese órgano que nos hace humanos. Se nos resiste por ahora, debido es reconocerlo, pero ¿quién sabe por cuánto tiempo todavía?

Vivimos actualmente aplastados por los datos e inmersos en una insalubre carrera por producir información que nuestros colegas consideren digna de ser publicada. Pero, como el ave fénix, nos levantaremos, volveremos a volar y eso nos permitirá ver ‘the big picture’.


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