Caminando y discutiendo sobre el calentamiento global con un
filósofo de la ciencia hace algunas semanas, recordé cosas que tenía olvidadas
sobre los sistemas complejos. El clima es un ejemplo paradigmático, pero el
cerebro también vale, naturalmente.
Tirando del hilo de los recuerdos rescaté una conferencia de Crichton en el Smithsonian, que volvió
a presentar en ‘The Independent
Institute’, y que, por supuesto, les recomiendo:
También recuperé el famoso libro de James Gleick sobre el caos (que espero hayan leído, pero que nos
conviene repasar a muchos):
Y de ahí salté al cerebro.
Me pregunté quién había buscado la conexión entre las teorías
de la complejidad y el cerebro humano. Siempre hay alguien.
Danielle Bassett y su grupo de investigación sobre
sistemas complejos han tratado sobre esta cuestión usando fenotipos simples
como el aprendizaje motor.
Un ejemplo es ‘Adaptive
reconfiguration of fractal small-world human brain functional networks’
(PNAS, 2006, 19, 103, 51, 19581-19523). En ese artículo se concluye que la
conectividad distal a altas frecuencias entre la corteza frontal y la corteza parietal
facilita los enlaces sensorio-motores. Hallan evidencia sobre la presencia de
una arquitectura fractal (invariante a la escala) de redes funcionales en el
cerebro que se ajustan a la concepción del small-world:
“las propiedades
fractales (la auto-semejanza a través de distintas escalas de medida) se han
descrito en muchos tipos de datos neurobiológicos tales como el EEG, la fMRI,
las medidas estructurales de la superficie de la corteza y los límites entre la
materia gris y la materia blanca, así como datos microscópicos sobre las
dendritas y las arborizaciones cerebrovasculares”.
Las redes small-world optimizan la transmisión de
información, aumentan la eficiencia del aprendizaje, y apoyan el procesamiento
de información distribuido y segregado.
En ese estudio de 2006, los autores conjeturan que las
restricciones metabólicas o energéticas determinan el límite superior de las
escalas correspondientes a las redes funcionales del cerebro: “las redes de alta
frecuencia presentan dinámicas críticas en el límite del caos, lo que puede
favorecer rápidas reconfiguraciones adaptativas a medida que cambian las
demandas del ambiente”.
En 2011, Bassett y Gazzaniga escribieron un artículo para ‘Trends in Cognitive Science” (vol 15, 5,
200-209) titulado ‘Understanding
Complexity in the Brain’. No es particularmente interesante porque se ceban
con el problema de la conciencia, que, personalmente, me resulta aburrido.
Pero hay algunas ideas interesantes, como, por ejemplo, que,
espacialmente, el cerebro presenta una organización similar a distintas resoluciones:
“las
minicolumnas –columnas verticales que atraviesan las capas de la
corteza—contienen 100 neuronas en promedio, presentan un diámetro de 30 micras
y constituyen la base anatómica de las columnas, las subáreas (p. e. la V1),
las áreas (p. e. la corteza visual), los lóbulos (p. e. el lóbulo occipital),
y, en última instancia, la corteza cerebral al completo”.
Además, la combinación de los principios de modularidad y jerarquía contribuye a la formación de arquitecturas complejas
compuestas de subsistemas dentro de subsistemas dentro de subsistemas….
Esta clase de arquitecturas facilita la especificidad
funcional. Y las restricciones anatómicas del cerebro deben condicionar sus
funciones. Aún no sabemos muy bien cómo, pero se supone que debe ser así.
Pensar dentro de este marco de referencia puede ser más
importante de lo que imaginamos para desentrañar los secretos de ese órgano que
nos hace humanos. Se nos resiste por ahora, debido es reconocerlo, pero ¿quién
sabe por cuánto tiempo todavía?
Vivimos actualmente aplastados por los datos e inmersos en
una insalubre carrera por producir información que nuestros colegas consideren
digna de ser publicada. Pero, como el ave fénix, nos levantaremos, volveremos a
volar y eso nos permitirá ver ‘the big
picture’.
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