Los ánimos andan bastante revueltos.
Algunos individuos con claros intereses partidistas se han
empeñado en desacreditar el valor de pruebas estandarizadas como el famoso SAT (y de paso, una vez más, de los
tests de CI).
Están metiendo tanto la pata que el editor del Journal of Experimental Psychology (David Z. Hambrick) y un profesor del Union College (Christopher Chabris) han decidido tomar cartas en el asunto.
Nótese que no se trata de vacas sagradas del estudio de la
inteligencia o de personal del Educational
Testing Service (ETS), sino de psicólogos experimentales.
Los críticos sostienen, por ejemplo, que el tipo de preguntas
que incluyen las pruebas estandarizadas se encuentran muy lejos del mundo real
(recuerda lo que intentan hacer los chicos de PISA con el test de conocimientos
supuestamente distinto de los tests clásicos de ciencias, matemáticas y lengua –y
ya sabemos qué sucede en ese caso: http://aiidi.blogspot.com.es/2014/04/el-capital-humano-de-las-naciones-mas.html).
Llegan
a declarar que la puntuación en el SAT es inútil, que no dice nada sobre hasta
dónde puede llegar un estudiante. Leon
Botstein ha escrito en la revista ‘Time’
que “los tests
de elección múltiple son una reliquia bizarra de supuestos y estrategias
científicas del siglo XX”. Jennifer
Boylan ha defendido en el New York Times
que la información verdaderamente relevante es la trayectoria del estudiante
durante su escolarización.
Sin
embargo, Hambrick y Chabris recuerdan que esas afirmaciones son falsas. Por
supuesto que el SAT, en su actual estado, es un predictor adecuado. Una cosa es
lo que uno desearía que dijesen los datos y otra lo que realmente revelan.
Un
estudiante con puntuaciones en el percentil 95 en el SAT acumula un 60% más de
probabilidad de graduarse que un estudiante en el percentil 50. Los tests
estandarizados de admisión predicen, de hecho, los logros de los estudiantes.
Pero también los resultados alcanzados una vez se abandona el mundo educativo.
Los resultados del grupo de David
Lubinski demuestran esta última afirmación.
Otra
de las declaraciones equivocadas de los críticos es que el SAT (o los tests de
CI) realmente miden el nivel socioeconómico de las familias de los estudiantes,
pero no su capacidad. Es cierto que existe una correlación entre SES y
rendimiento en el SAT (0.25), pero no son pocos los estudiantes de bajo nivel
socioeconómico que logran las mejores puntuaciones en ese test. De hecho, el
SAT ha sido un medio para ayudar a equilibrar la balanza sesgada por los
privilegios sociales. Hambrick y Chabris ofrecen algunos elocuentes ejemplos.
La aceptación de las propuestas de los críticos destruirían esa tradición niveladora,
puesto que los colegios de zonas menos pudientes tendrían las de perder.
La
evidencia es clara al señalar que el SAT mide una característica estable de los
estudiantes, es decir, su inteligencia
general. De hecho, la correlación entre ambas medidas es altísima.
Naturalmente,
los críticos dirían que, entonces, lo que es irrelevante es la inteligencia.
Pero, una vez más, errarían el blanco. Sabemos que la inteligencia es un
potente predictor de una larga serie de correlatos sociales: rendimiento escolar
y laboral, ingresos, salud o longevidad son algunos ejemplos.
Negar
los hechos es absurdo: “por encima de todo, las políticas de las organizaciones
públicas y privadas deben basarse en la evidencia disponible en lugar de en la
ideología o en el pensamiento basado en deseos”.
Las élites cognitivas
de nuestra sociedad no soportan que instrumentos como el SAT ayuden a quienes
tienen ante sí un peor panorama por el simple hecho de proceder de ambientes ‘underclass’.
La historia habitual.
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