viernes, 9 de mayo de 2014

Al final de la escalera dorada –por Óscar Herrero Mejías

Decía Margeritte Duras que “muy pronto en mi vida fue demasiado tarde”.

En casi todas las vidas sucede algo así. Los años podan apresuradamente las posibles elecciones y las reducen a un puñado de opciones previsibles. No es fácil escapar del destino que has labrado y disfrutar de una segunda oportunidad.

Para Johnny Cash fue distinto.

Cuando escucho sus discos y veo sus actuaciones, creo estar ante dos hombres distintos. Uno se aferra con ansia a una riqueza que nadie hubiera anticipado cuando recogía algodón de niño. Las drogas y el alcohol llenan su vida. Destructivo en sus canciones y en su vida privada, recorre una fina línea que bordea la faceta más oscura de las personas. Otro muy distinto es un hombre maduro que parece haber alcanzado una plácida estabilidad junto a su esposa, y que canta baladas country y el góspel que escuchaba en su niñez.

Los dos responden al mismo nombre, en lo que parece un raro caso de homonimia que ha unido a dos seres ajenos el uno al otro y que habitan mundos opuestos.

Las canciones de su etapa más oscura son incómodas, crueles y difíciles de digerir.  Sus letras están plagadas de asesinos, presos que esperan la silla eléctrica, perdedores irrecuperables ante una sociedad embalsamada por el conservadurismo hijo de una guerra reciente.

En Folson Prison Blues, el protagonista cuenta cómo su naturaleza asesina ha arruinado su vida:

Cuando era un niño
Mi madre me dijo
Hijo sé siempre un buen chico
No juegues con pistolas
Pero disparé a un hombre en Reno
Solo para verle morir

En Cocaine Blues cantaba:

Una mañana temprano
Mientras hacía mi ronda
Me metí un tiro de cocaína
Y le metí otro tiro a mi mujer
….
Nunca olvidaré el día
En que le pegué un tiro a esa mala puta

Y el Madison Square Garden se caía de aplausos.

No imagino a ningún cantante actual diciendo semejante cosa. Música de otros tiempos.

Pero si hubo un sitio en el que a Cash le gustó cantar fue en la cárcel. Quizás porque siempre comprendió que solo el azar le había hecho caer al lado correcto de la línea, que en sus botas de cowboy no había sitio para las espuelas, pero escondía una navaja de afeitar. Como el predicador de La noche del cazador, Cash llevaba amor y odio en cada mano, y no parecía decidirse por ninguno de ellos.

Las grabaciones en las prisiones de Folson y San Quentin se contaminan del óxido ocre de los barrotes, reverberan en los muros de hormigón. Entre canciones el personal de la prisión da anuncios por megafonía para que los internos vayan a recoger paquetes. Historias amargas que nadie recuerda, tiempo quemado entre muros que no importa a nadie, fechas anheladas, alcanzadas y ya olvidadas. Y ante este público Cash parecía sentirse en casa. Cuando canta San Quentin, los internos enloquecen, apagan la voz de Cash con sus gritos y obligan a alargar los espacios entre estrofas.

San Quentin
Odio cada pulgada de ti
Ojalá te pudras y ardas en el infierno
Ojalá se caigan tus muros
Y yo viva para contarlo

Es el único disco en directo que conozco en el que tienen que cantar dos veces seguidas la misma canción.

Su música era la voz de los fracasados. Me vienen a la cabeza el condenado a muerte de Five minutes to go, el asesino de Deliah´s gone, el indigente melancólico de Lonesome to the bones, o el indio Irah Hayes, que murió alcoholizado en una zanja sin que nadie recordase que fue uno de los marines que izó la bandera en Iwo Jima.

La redención le llega a Cash con su matrimonio con la cantante Junne Carter. Me divierte ver los viejos vídeos de su programa de televisión, The Johnny Cash Show, y observar a un artista ya maduro, vestido de dandi sureño, relamiéndose en la repetición machacona de sus éxitos, ejerciendo de anfitrión de un jovencísimo Bob Dylan que por entonces aun pertenecía a este mundo.

En sus actuaciones de los 80 Cash es una fiera domesticada, cómodamente establecido en la fama. Ha visto pasar el ataúd de muchos de sus amigos y sigue ahí para contarlo. Es algo decadente verle aparecer en el escenario con una mezcla de frac y traje de cowboy, cantando las viejas canciones que compuso ese otro Johnny Cash.

A principios de los noventa es un músico olvidado. Es entonces cuando el productor Rick Rubin le ofrece grabar una serie de discos, los American Recordings, en los que combinaba versiones de otros artistas con canciones propias. Así podemos escuchar sus versiones de Personal Jesus (Depeche Mode), Further on up the road (Springsteen), o Bridge over troubled waters (Simon y Garfunkel). De estos discos, la canción que alcanzaría más éxito fue la versión de Hurt, de Nine Inch Nails, aclamada hasta por el autor de la canción original.

En 2003 fallecería su esposa June, y poco después le seguiría él. Recorrió al fin la escalera dorada que descendía del cielo en su apocalíptica Man comes around. Si existe un cielo y un infierno, cosa que dudo, supongo que dejarían al anciano Cash reunirse junto a su esposa.

Ya han pasado diez años, mucho tiempo para los que seguimos aquí, pero apenas nada para alguien que se inicia en el oficio de estar muerto. También imagino, que en los inevitables tiempos muertos de la eternidad, se aburrirá, y cuando nadie mire, bajará las escaleras que conduzcan al infierno, donde será bienvenido y aclamado, y podrá saludar a su viejo público una vez más.


Hola, soy Johnny Cash.

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