Mi abuelo fue un gran hombre. A menudo le recuerdo con
mucho cariño, mayor gratitud si cabe, y una dosis de orgullo difícil de
cuantificar. Recuerdo que, de niños, mis hermanas y yo pasamos muchos veranos
en Martín Muñoz de la Dehesa, y
cuando las ancianas del lugar me preguntaban eso tan típico de: ¿y tu de quién eres?,
yo respondía raudo: “Soy el nieto del herrero”.
Si, mi abuelo era el herrero de ese pequeño pueblecito. Un
hombre que jamás recibió educación formal, de origines muy humildes, pero que
después de largas y duras jornadas en aquella pequeña fragua, devoraba con
curiosidad y pasión cientos de libros.
Si, mi abuelo me enseñó muchas cosas. Me enseñó a montar
en bicicleta, a ser consecuente con mis acciones, a asumir mis errores sin
culpar a terceros. Me enseñó que cuando se pierden las formas se pierde la
razón y que la violencia es el miedo a los ideales de
los demás.
Mi abuelo fue uno de esos miles de grandes hombres
anónimos que nunca salieron en los periódicos y a los que la Historia no
recordará. Por eso, quiero aprovechar este espacio para honrar su memoria y enseguida
entenderán por qué.
En otras aportaciones en este blog he defendido que, como ciudadanos, deberíamos participar activamente
en la lucha social para cambiar el modelo político y económico que impera en
nuestro país. He insistido en que debemos comprometernos en una lucha
colectiva. En mi opinión, urge un cambio profundo de modelo y de personas. Sobran
los motivos, que podemos encontrar en las ruinas de lo que fueron los pilares
básicos del llamado Estado del Bienestar:
educación, sanidad, servicios sociales,
justicia, etc. Para muestra un par de botones:
Ahora bien, tras los acontecimientos vividos en los
últimos meses debo aclarar que cuando utilizó la palabra “lucha” la empleo según la acepción
recogida en el diccionario de la RAE:
“esfuerzo que se hace para resistir a una fuerza hostil o a
una tentación, para subsistir o para alcanzar algún objetivo”.
Vaya por delante que debo condenar y condeno
cualquier utilización de la violencia –ni como medio ni como fin- de la lucha
social.
El pasado 22 de marzo, ciudadanos españoles acudieron a
Madrid para participar en la Marcha por
la Dignidad, manifestación con motivos completamente legítimos en mi
opinión. El evento trascurrió con absoluta normalidad hasta que se produjeron
los disturbios.
Esos disturbios son un claro ejemplo de algunas de las
cosas que me enseño mi abuelo: “…cuando se pierden las formas se pierde la razón”.
No hay justificación alguna para el uso de la violencia, y
quienes la ejercen están tirando por la borda las razones y motivos de la mayoría
de los que se allí se manifestaban de forma pacífica. La
violencia es el hogar de los incompetentes, es el refugio de las mentes cortas.
La violencia no es admisible, bajo ningún concepto, no se
puede justificar, ni siquiera se debería intentar hacerlo. Las imágenes de los
incidentes y disturbios del pasado 22-M, donde podemos ver a un grupo de
individuos tirar a policías antidisturbios al suelo para, una vez caídos,
acudir como una jauría de lobos a rematarlos con patadas y lanzamiento de adoquines,
son escalofriantes y deben ser condenadas.
Jamás había visto tanto odio, tanta ira, tanta rabia. Sentí
miedo, sentí vergüenza, sentí lástima por ese policía al que vi en el suelo
mientras un “animal” le tiraba a
bocajarro una piedra a la cabeza. En este punto un sentimiento de impotencia se
apoderó de mí y descubrí lo intolerante que era. Si, ya que no tolero -ni estoy
dispuesto a tolerar- a los intolerantes.
Ahora bien, ni siquiera en la Universidad todo el mundo
condenaría sin excepciones la utilización de la violencia. Una conocida
asociación de estudiantes perteneciente a la Facultad de Ciencias Políticas de
la UCM, Contrapoder (http://aucontrapoder.wordpress.com/2006/10/26/definicion-politica-de-contrapoder/)
justifica la utilización de la violencia como herramienta legítima en la
consecución de un fin:
“(…) Somos
antiautoritarios porque aspiramos a “mandar obedeciendo”, a someter el poder al control desde la base. Pero
tenemos claro que en el conflicto social, inevitable para la construcción de la
vida nueva, los choques y las imposiciones son elementos naturales al tratar al
enemigo. Los poderosos no regalan nada, no van a abandonar el escenario de la
historia sin luchar, por eso no hay alternativas a la lucha. La violencia ha sido en muchas
ocasiones un arma necesaria de las esperanzas de liberación. Como herramienta la consideramos: sin olvidar nuestro compromiso
con una vida sin sufrimiento ni humillación, los métodos de la resistencia y de
la rebeldía, así como los posteriores de la subversión y el contrapoder, deben
responder a las necesidades históricas concretas del enfrentamiento. Desearíamos un mundo sin violencia, pero
es antiético todo posicionamiento que prefiera renunciar a la violencia
liberadora antes que asaltar el mundo de la violencia estructural del hambre,
de las pateras, de las guerras, la miseria, las cárceles y la alienación del
hombre (¡y la mujer!) de su medio natural y social”.
He “tolerado”
cosas que no debería haber permitido. Me he engañado a mi mismo pensando que lo
hacía por tolerancia, cuando en realidad lo hacía por cobardía, por no
enfrentarme a la jauría de lobos. Estoy seguro de que esto mismo le ha sucedido
a más personas, pero eso no debe excusar mi comportamiento. ¿Recuerdan las
enseñanzas de mi abuelo?: “…asumir mis errores sin culpar a terceros”.
Voy a poner algún ejemplo para que entiendan a qué me
estoy refiriendo.
En los últimos tiempos, el Campus en el que se encuentra
mi Facultad ha sido conocido a través de los medios de comunicación por la
virulencia de los “piquetes” durante las jornadas de huelga, donde literalmente
se corta el acceso con barricadas. Cristales, contenedores, cadenas, incluso
farolas, cualquier cosa vale para bloquear los cuatro accesos y dar cobertura a
unos 20-30 ¿alumnos? en cada uno de ellos. Se ha destrozado el mobiliario del
campus y se han hecho pintadas. Pintadas y mobiliario que después hay que
reparar con el dinero de todos. He comprobado cómo las autoridades académicas
eran conscientes de esta situación y la consentían. He visto con pena cómo la
mayoría de alumnos que acudían al campus eran increpados e insultados por estos
piquetes. He presenciado las lágrimas de impotencia de un profesor que se
acercó a dialogar con estos piquetes y fue increpado al grito de “fuera fascistas de
la universidad”. En resumen, se han cruzado líneas rojas que jamás
se deberían haber cruzado y se han tolerado cosas en la Universidad que jamás
se deberían tolerar.
El
derecho a huelga es un derecho individual y no puede ser
nunca una obligación o una imposición. La lucha debe ser colectiva, es cierto,
pero hay que implicar a las personas por medio de la
razón y el dialogo, jamás por el uso de la fuerza y la violencia. Esos
alumnos deberían limitarse a convencer a sus compañeros de que tienen que
implicarse en las protestas de la huelga, en lugar de obligarles a hacerlo.
Pero, sobre todo, en un lugar como la universidad, uno esperaría encontrar un
mínimo respeto hacía quienes no comparten nuestras ideas, y a su derecho
individual a expresarlas libremente.
Por desgracia, esa no es mi universidad.
Quienes me conocen, y por este blog hay bastantes personas que lo hacen, saben cuál es mi
ideología política, y para quienes no me conocen baste decir que soy, por encima de cualquier etiqueta posible, un libre
pensador. Algunos de esos alumnos que se parapetan tras las barricadas
impidiendo la libre circulación en un espacio público, tapados con pañuelos y
pasamontañas, se autoproclaman de “izquierdas”
y se limitan a denominar fascista al que no piensa como ellos.
¿Acaso no es fascista tratar de imponer una forma de
pensar a los demás?
¿Coartar su libertad para elegir libremente mediante el
uso de la presión y la violencia?
Ese totalitarismo con el que actúan, ¿acaso no es fascismo?
Yo estoy de acuerdo con su lema “fuera fascistas de la universidad”, pero todos, empezando por ellos
mismos.
La asociación de estudiantes Contrapoder, a la que antes criticaba por justificar el uso de la
violencia, expresa a la perfección mi rechazo al fascismo en otro fragmento de
su propia definición política:
“Como
anticapitalistas, reconocemos en el fascismo su peor bestia, la expresión de la
desesperación que produce, dividiendo a l@s desposeíd@s y poniendo sus
frustraciones al servicio de un simulacro revolucionario que acabe afianzando y
aumentando el poder del capital sobre el proletariado. El fascismo le cierra espacios
a la democracia y a la sociabilidad solidaria y sin miedo; es por esto que debe
ser reprimido sin consideración, denunciado y arrinconado. Por variadas que
sean las caras bajo las que se presente, toda aparición pública del fascismo
envilece a quienes lo toleran”.
Estoy totalmente de acuerdo con esa última parte.
Y aquí es donde llega otra de las lecciones de mi abuelo, la
de “ser
consecuente con mis acciones y opiniones”.
Sé que posiblemente a mi Rector, y en general a mis
autoridades académicas, no les guste el contenido de esta reflexión, pues les
acuso de permitir y tolerar la intransigencia en el templo de la razón y el
saber. A los sujetos que participan en estos piquetes y demás acciones de
vandalismo, tampoco les va a hacer mucha gracia, pero les invito a pensar y
reflexionar –son universitarios—sobre el lugar en el que comienzan y terminan
los derechos individuales de cada uno. Por decirlo de manera sencilla, mis
derechos acaban donde empiezan los derechos de los otros, y jamás puedo imponer
mis derechos a los de los demás.
¿Cómo llamaríamos a eso?
Asumo las críticas, espero y deseo que razonadas y desde
el respeto, que mi planteamiento pueda suscitar.
Y para terminar de ser consecuente, he decidido pasar a la
acción.
Se acabó, a partir de ahora voy a denunciar, ante mis
autoridades académicas y ante la justicia ordinaria, a quienes, ejerciendo la
fuerza y la violencia, impidan la libre circulación de las personas por el
campus universitario. Voy a denunciar a quienes no
respeten la pluralidad inherente a cualquier estado democrático.
Puede que yo no este de acuerdo con muchas de las ideas
que estos individuos proclaman, pero hay una diferencia fundamental entre ellos
y yo:
Yo daría mi vida porque ellos puedan expresar sus ideas
libremente, mientras que ellos me quitarían la mía por hacer lo propio.
Se lo debo a la memoria de mi abuelo.
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