Andan mis colegas profesionales,
el gremio de profesores que enseñan filosofía en diferentes niveles educativos,
algo soliviantados con lo que ellos denominan el acoso
a las humanidades. Consideran que una cierta conspiración, o tendencia
cultural profunda, animada por el imperio del paradigma economicista en la
interpretación y orientación de la vida política, está arrumbando las
humanidades del currículo oficial bajo la general acusación de ser poco útiles
en una enseñanza que debe dar prioridad absoluta a la acreditación profesional
y al incremento del mágico I+D+i.
Han proliferado artículos en la
prensa, así como iniciativas diversas para reivindicar que no pierdan presencia
las humanidades en el currículo. Fruto de esos desvelos es, por ejemplo, la
creación en España de la Red Española de
Filosofía, de la que, en representación del Centro de Filosofía para Niños, soy socio fundador. Posiblemente
sea Martha Nussbaum, reciente premio
Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, la figura más emblemática que ha
salido en defensa de las humanidades con un libro cuyo título condensa bien lo
que exponía en el primer párrafo: Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades.
Vaya por delante que apoyo sin
reservas, al menos en principio, la reivindicación de fondo: la filosofía debe desempeñar un papel significativo en los
diferentes niveles educativos, pues el tipo de aprendizaje que promueve
resulta muy valioso para el desarrollo de dimensiones cognitivas y afectivas
muy importantes para hacer frente a los diversos problemas que afrontamos los
seres humanos. Es espacialmente valiosa para la vida democrática, como indica
el título de Nussbaum, pero no solo para eso, sino también para lograr una
comprensión más profunda de los conocimientos que se alcanzan en distintas
áreas del saber humano.
Dicho esto, en el fondo esta defensa en general me produce cierto malestar
intelectual por diversas razones. De entrada, nunca me ha gustado que
vincularan la filosofía, como actividad reflexiva y como conjunto de
conocimientos, a las humanidades. En primer lugar, el
concepto de «humanidades» es demasiado confuso, pues en parte se
identifica con la distinción tradicional que separaba «ciencias» y «letras» y
en parte defiende una actitud general de carácter crítico sobre los saberes
humanos, dando prioridad a lo que aportan para dar respuesta a la pregunta más
general de todas las que nos hacemos con cierta frecuencia: «¿Qué sentido tiene
todo esto, yo mismo y la realidad que me rodea?», o las otras dos
preguntas fundamentales en nuestra vida: «¿Qué clase de persona quiero ser?» «¿En qué clase de mundo
me gustaría vivir?»
Lo primero, desde luego, no se
sostiene, no solo porque la distinción entre «ciencias» y «letras» es en exceso
artificiosa y falaz, sino porque, si tuviera algún valor descriptivo del
conjunto de los saberes, más bien deberíamos situar a la filosofía en el campo
de las ciencias, o en un nivel previo a la división. No olvidemos que la
filosofía primera ha recibido tradicionalmente el nombre de metafísica, es
decir, un saber que va después de la física; dicho de otra manera, no es fácil hacer metafísica con rigor sin tener un nivel de
conocimientos serio de lo que aporta la física, el paradigma de las «ciencias
duras». Y como ya decía Platón,
no era posible entrar en el ámbito de la filosofía sin tener previamente una
formación en matemáticas. La nómina de filósofos que
han sido buenos científicos es elevada.
Lo segundo, identificar las
humanidades con el cultivo de una actitud crítica es un exceso verbal poco
sostenible. En su expresión más fuerte, que establece una relación
bicondicional («si y solo si»), no resiste un mínimo análisis riguroso, salvo
que establezcamos una identidad de ambos conceptos (filosofar y pensar
críticamente) como punto de partida. La actitud crítica está presente, y muy
presente, en todos los campos del saber. La práctica de la ciencia en
cualquiera de sus dominios, ha estado siempre regida por la actitud crítica, al
menos como ideal regulador de su ejercicio, compatible con muchos ejemplos en
los que se ha descuidado ostentosamente la actitud crítica. Ejemplos que
podemos encontrar en todas las disciplinas, incluida la filosofía misma.
Pero mi malestar no se debe solo
a esa confusión conceptual de entrada, aunque es bien importante. Hay algo más.
Mis colegas afirman habitualmente algo más específico: esos beneficiosos
efectos de la filosofía los proporciona la enseñanza de la filosofía,
identificando así una actividad y una disciplina con la enseñanza de la misma.
La identidad, sin embargo, está lejos de ser evidente. Cierto es que la
filosofía ha estado presente prácticamente siempre en los sistemas educativos
edificados en el mundo occidental desde el nacimiento de las universidades allá
por el año 1000, pero no toda la enseñanza de la
filosofía se ha caracterizado por potenciar el espíritu crítico.
Además, para demostrar su aserto,
apelan a argumentaciones estrictamente filosóficas, cuando en realidad debieran
acudir a procedimientos de verificación de las hipótesis propios de las
ciencias sociales y de la educación. La afirmación de
que la filosofía potencia el espíritu crítico de los estudiantes hay que
demostrarla con investigaciones que se ajusten a las exigencias metodológicas propias
de las ciencias sociales. No basta con especulaciones cargadas de
retórica y ayunas de pruebas y evidencias.
Personalmente sí comparto la
hipótesis de que la filosofía es muy importante para potenciar ese espíritu
crítico y para abordar el problema general del sentido de la vida humana. Ahora
bien, acompaño la hipótesis de dos cláusulas complementarias. Solo logra es
objetivo una enseñanza de la filosofía que incorpore el pensamiento crítico de
alto nivel a su práctica y sitúe las dimensiones cognitivas y afectivas que lo
caracterizan como núcleo de su tarea. Se puede y se debe hacer y hay diversos
enfoques que así lo hacen, por ejemplo el de filosofía para niños en el que yo
estoy personalmente comprometido.
Por otra parte, se deben y de
pueden diseñar proyectos de investigación educativa que demuestren la validez
de la hipótesis de partida. Afortunadamente existen
ya diversos trabajos en esa línea. Personalmente he dedicado una
gran parte de mi actividad investigadora a demostrarlo y, en colaboración con Roberto
Colom, estamos embarcados un ambicioso proyecto que pretende demostrar
precisamente cuál es el impacto de la práctica de la filosofía, según el
enfoque de filosofía para niños, en el desarrollo de los estudiantes. Por
cierto, los resultados parciales muestran que efectivamente ejerce una
influencia positiva.
No me gustan las
batallas mal planteadas, lo que me hace estar algo distante de esas polémicas. Admito que
hay parte de razón en las críticas de mis colegas, y aporto lo que sé hacer:
difundir un enfoque riguroso de la enseñanza de la filosofía y hacer
investigaciones que validen su aportación a la formación de los estudiantes. Lo
demás, no deja de ser pura palabrería.
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