Confieso haber leído la última novela de Dan Brown en la que el profesor de simbología, también protagonista
de ‘El código da Vinci’ o de ‘Ángeles y Demonios’ (Robert Langdon) se materializa en un
Hospital de Florencia sin saber cómo ha llegado hasta ahí. Sufre alguna clase
de amnesia que le obliga a ir tirando de un delgado hilo para averiguar qué ha
sucedido.
La historia es entretenida e incluye los típicos ingredientes
que procuran una razonable tensión. El Profesor es perseguido por una asociación
que ha protegido a un genio científico que tomó una decisión que acabó por
suponer los desvelos de la directora de la Organización Mundial de la Salud
(OMS).
Los ingredientes de la novela son, cómo no, los de siempre en
los escritores de best-sellers, pero
el fondo narrativo tiene su aquel. Si a usted le gustan las sorpresas y tiene
intención de leer esta novela, abandone este post porque voy a largar.
El científico protagonista (Bertrand Zobrist) se suicida, también en la ciudad de Florencia,
para evitar ser capturado y verse obligado a confesar lo que desea ocultar
hasta una fecha clave. Zobrist ha creado un virus que se transmite por el aire
para contribuir a resolver un problema endémico de la humanidad y evitar que,
en su perspectiva, nuestra especie se extinga (“nada es más creativo o destructivo que una
mente brillante con un propósito”).
Tal problema es el de la superpoblación (“en un año añadimos
a la Tierra el equivalente a la población de Alemania”). El planeta
será incapaz de absorber el crecimiento sistemático de la población humana (las
matemáticas son claras a este respecto) así que el experto en genética decide
aplicar un método que la naturaleza usó en el pasado (las epidemias) para
auto-regularse (“¿estarías
dispuesto a matar hoy a la mitad de la población si con eso pudieras salvar a
nuestra especie de la extinción?”).
No obstante, como buen transhumanista, el científico no
desarrolla un virus equivalente a, por ejemplo, la peste negra (la epidemia que
asoló Europa, que tuvo su origen en China, que precedió al Renacimiento y que aterra
a la directora de la OMS) sino que, simplemente, el agente esteriliza a una
sector relativamente amplio de la población (“todo el mundo es portador del virus, pero sólo
causará esterilidad en una parte de la población seleccionada al azar (…)
simplemente los seres humanos dejaremos de tener tantos hijos”).
Brown no critica abiertamente la actuación del científico
(salvo en alguna declaración esporádica de una de las protagonistas, la amante
de Zobrist, Sienna Brooks) evita
pronunciarse claramente al respecto, por lo que es tentador deducir que la
estrategia de control poblacional por la que se decanta el científico no le
parece demasiado mal a su creador. Incluso podría parecerle adecuada pensando
en el futuro de nuestra especie (“el 60% del gasto en sanidad se dedica a mantener a pacientes
que se encuentran en los 6 últimos meses de su vida (…) casi la mitad de los
embarazos en USA son no deseados (…) en tiempos peligrosos no hay mayor pecado
que la pasividad”).
‘Inferno’ se inspira en la obra de Dante (La Divina Comedia)
y usa el ‘Mapa del Infierno’ del
pintor Botticelli para ayudar al
lector a visualizar ese poco atractivo lugar (“solo hay un agente infeccioso que viaja más
rápido que un virus: el miedo”).
Zobrist es, como se dijo, un transhumanista experto en
genética que propone la creación de individuos
posthumanos: “en varias generaciones nuestra especie será por completo
distinta. Seremos más sanos, más listos, más fuertes y más compasivos”.
Eugenesia positiva en estado puro.
Siempre que antes no desaparezcamos de la faz de la Tierra a
consecuencia de nuestra incapacidad para controlar la superpoblación. De ahí
que el genetista decida inmolarse y actuar ante la pasividad de las autoridades
presuntamente competentes. Aún a sabiendas de la problemática asociada al
excesivo número de humanos, organismos como la OMS se cruzan irresponsablemente
de brazos.
La tesis central de ‘Inferno’ me recuerda a la obsesión de
uno de los protagonistas de la novela de Franzen
(‘Libertad’) también centrada en el
problema de la superpoblación y sus catastróficos efectos sobre la
supervivencia de la especie.
Algo hay en el ambiente sociológico.
Brown le añade la actuación de un científico brillante capaz
de tomar una decisión (y aplicarla porque es técnicamente posible) para
arreglar el problema definitivamente de un modo relativamente inocuo.
Nadie sufrirá (físicamente) nada, sino que, simplemente, un
segmento importante de la población no podrá reproducirse. Además, la medida se
aplicará aleatoriamente, por lo que nadie se verá beneficiado o perjudicado según
su posición en la llamada jerarquía social, garantizándose, así, una
distribución reproductora similar a la habitual en la especie humana.
Hay que reconocer que la situación en la que nos coloca Brown
invita a pensar y debatir. No cualquier best-seller
logra algo así.
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