Nada hay más sólido
que una montaña coronada por una gran masa de hielo. Hasta que llega el alud.
Esto es lo que,
probablemente, puede suceder en las universidades españolas en los próximos
años. Sobre este problema quiero compartir con ustedes una reflexión
preventiva.
Ya sé que el título
del post no es muy original, pero
seguro que los lectores, especialmente si son ciudadanos que viven la
actualidad del Reino de España, sabrán
dos cosas solamente a partir de ese título.
Primero, que me
refiero al enorme crecimiento de las universidades (no sólo en número, sino
también en todas las demás dimensiones: estudiantes, profesores, bibliotecas,
laboratorios, parques tecnológicos, fundaciones, másteres, doctorados, etc..)
que ha acontecido en los últimos 25 años. En sí mismo no es necesariamente una
mala cosa, sobre todo si se compara con otros fenómenos similares, como la
burbuja “televisiva”, que también se ha producido y que ha demostrado, a las
claras, que el crecimiento no siempre significa
aumento de calidad.
En segundo lugar, lo
que se deduce del manido título es que todas las burbujas explotan (dejo al
lector la valoración de las consecuencias de la explosión). También la
universitaria.
Las universidades son
instituciones sólidas, algunas con muchos años de historia, pero no se van a
librar de una reconversión intensa. Hoy todas las universidades van hacia lo
mismo: ser focos excelentes de investigación y desarrollo, centros destacados
de generación de conocimiento de alto nivel, escuelas de formación de muy
competentes profesionales para hoy y el futuro (naturalmente que destacados y
de primera línea), incubadoras de empresas tecnológicas innovadoras y
avanzadas, herramientas sociales de desarrollo y cohesión social, espacios de formación
permanente, etc… (la verborrea de términos y
adjetivos, generalmente superlativos, no me la invento yo, está extraída de los
documentos originales de las propias universidades y otros escritos oficiales
análogos).
Después del alud que
viene quedaran, probablemente, las mismas universidades, pero serán sobre todo
diferentes entre ellas. Esta diversificación será la garantía de su
supervivencia. Creo que habrá universidades de varios tipos: de élite en la
investigación avanzada, masificadas para la formación universal, locales para
la cohesión y el crecimiento personal, profesionales para formar los técnicos
de un sector determinado y otras que se convertirán en centros de formación a
lo largo de la vida. Estas tipologías van a emerger. Cuanto
antes escoja cada universidad ser de uno u otro tipo, no exclusivamente, sino
de forma prioritaria, mejor le va a ir en el futuro.
Veamos un posible
escenario futuro, bastante plausible en el horizonte cercano. ¿Qué contexto
tenemos hoy y qué nos espera para los próximos años?
La
situación presente se caracteriza por tres variables
que afectan a los agentes directamente implicados en la realidad universitaria,
especialmente en clave interna de las propias universidades.
La primera
variable es la propia estructura de la formación universitaria.
Con la probable
revisión de la duración de los grados universitarios, es decir, la decisiva
reformulación de los grados a 3+2, para cambiar la mala decisión del 4+1, se
acabará con casi 25 años de incertidumbre. Con este cambio tendremos, por fin, la instauración de la formación educativa “terciaria”.
Si los últimos años
han representado la universalización de la enseñanza secundaria (hace ya más de
50 años que se universalizó la primaria) ahora le toca a la terciaria que es,
vamos a decirlo rápido y breve, los grados universitarios de Bolonia.
No quiero entrar en
grandes detalles. Solo hace falta ver la inmadurez psicosocial de los
estudiantes y los diseños docentes de las asignaturas de grado: el bachillerato
de los años 60 se ha reconvertido, en cierto modo, en los grados universitarios
de principios del siglo XXI. No es relevante si son tres o cuatro años los que
dura el grado. Los estudiantes graduados en los planes de estudio
universitarios actuales no pueden insertarse en el mundo profesional sin más
formación (que, probablemente, continuará durante toda su vida). Por tanto, es ya hora de dejar los grados en tres años y los
estudios avanzados (profesionales) en los másteres de dos. Que esto
quiere decir que los grados no tendrán competencias profesionales, es natural y
razonable. Habrá que esperar que los que quieran tener verdaderas competencias
profesionales tengan (además de más años cronológicos) una formación de postgrado
adecuada y actualizada.
¿Quién duda de que
esto ha de ser así?
¿Por qué las
Universidades no empiezan a asumir esta realidad y se deciden a dedicar sus más
y mejores esfuerzos en capital humano, y otros recursos en los postgrados y
doctorados, si quieren seguir en el lugar que históricamente tuvieron en el
siglo pasado e impactar en el contexto social y profesional?
La segunda
variable es otra “piedra en el zapato”
del sistema universitario español: cómo se selecciona el profesorado.
Hay que empezar por
saber, en el nuevo escenario, qué quiere cada universidad que haga ese
profesorado, su profesorado, no el del Estado. Ahora todas las universidades
quieren lo mismo para todos sus profesores, que todos sean muy buenos,
excelentes y en todo (¿es eso posible?): investigadores de primera o
primerísima, docentes excelentes y geniales y, cómo no, gestores de gran
categoría. Esto no es lo que necesita la universidad,
cualquier universidad.
Hay que optar por
perfiles más especializados y ofrecerles a cada uno de los futuros profesores
aquello para lo que más vale el candidato. O, si se prefiere, seleccionar
profesores adecuados para distintos perfiles de actividad universitaria. Si la
universidad quiere un profesor de calidad bien contrastada no ha de ser para “cualquier actividad universitaria” o
peor aún “para que haga todas las
actividades universitarias a la vez y simultáneamente”.
Es decir, el profesor
de la universidad no es para dar clases de primero, hacer de secretario del
departamento y a la vez dirigir tesis, liderar investigaciones muy
competitivas, publicar en revistas de impacto, elaborar planes de estudio, gestionar
el campus virtual, innovar en procedimientos docentes, identificar competencias
profesionales, ajustar los recursos económicos, planificar la actividad
cultural de los estudiantes, tutelar a los padres de éstos, rellenar curriculums vitae en los diferentes
modelos informáticos existentes y, también, mantener actualizado su propio
equipo informático.
Si se contrata un buen
investigador es para que realice investigaciones punteras y la universidad le
saque provecho a sus elevadas competencias. Otros profesores son buenos
gestores, otros atraen proyectos y, por último, otros son grandes divulgadores.
Si las Universidades saben a qué van a dedicarse cada uno de sus profesores ya
tienen mucho ganado en cuanto a saber qué profesores van a buscar y para qué
los quieren.
Eso sí, nada de “endogamia” si se quiere competir en las
“ligas” de alto nivel en la
investigación, pero ¿por qué no contratar a colegas conocidos y buenos trabajadores,
aunque sean de “la cantera propia”
para actividades de formación general y difusión del conocimiento? Hay que discriminar, escoger y especializar. No vale con
seleccionar siempre lo mismo. Un equipo deportivo no gana porque todos
los jugadores sepan hacer de todo y lo deban hacer siempre.
Otra razón
importante, la tercera en esta reflexión libre y creativa que me permite este blog, es el problema de la gestión en la
universidad.
La realidad vivida y
compartida por muchos colegas universitarios es que cada vez más la división de
funciones está desapareciendo de la organización de la universidad y, esto,
naturalmente, va en la dirección opuesta a la que creo nos vemos conducidos y
añade su efecto a las razones de la caída del alud.
La
burocracia devora la actividad universitaria: leyes, reglamentos,
normas, estatutos, reglas y códigos de buenas prácticas para alumnos,
profesores y personal no-docente. Es inacabable y los que las crean son inasequibles
al desaliento. Cada año aumentan y cambian las regulaciones (y no hay una
especial mejora del funcionamiento proporcional) y las
normas, que deberían hacerlo, no ayudan a
adaptar la universidad a los tiempos cambiantes.
Por ejemplo, mientras
que en muchas universidades de países avanzados se sabe, con muchos meses de
antelación, qué estudiantes van a cursar sus programas de grado y postgrado
(por ejemplo, en estas fechas universidades que todos tenemos en mente de los USA
o UK ya tienen las listas de admitidos en sus programas y cursos, tanto de
grado como de máster o doctorado) en las nuestras, aún ¡ni
tenemos el calendario académico del próximo año publicado!
La UB, por ejemplo,
tiene más 500 años de historia, pero no sabe a ciencia cierta qué programas de
doctorado (y de acuerdo a qué normativa oficial) estarán activos el curso próximo.
¿No les parece ridículo? A mí me exaspera. Creo que, como en todo, zapatero a tus zapatos. La gestión en la universidad
tiene que quedar en manos de los que son competentes para ello. Que esto afecta
al sistema de gobierno, pues que afecte, ya hemos tenido demasiados
“académicos” que han errado en su elección profesional. Creo que si seguimos con el sistema de gobierno que tenemos en la
actualidad, acabaremos encendiendo el barreno que hemos clavado en la masa de
hielo y con ello acabará de producirse la avalancha.
La reflexión que he
presentado del porque “explotara” la
burbuja universitaria ha sido muy de carácter interno. No hemos comentado nada
de la globalización de la enseñanza universitaria, gracias a la cual las
universidades españolas, para los propios estudiantes españoles, ya competimos
con las universidades europeas o norteamericanas. Tampoco hemos valorado otros
temas como, por ejemplo, los proyectos innovadores de los MOOCs, COURSERA,
etc.. y las universidades “virtuales”.
No hemos analizado la mercantilización de la universidad y otros
factores más exógenos y propios de las dinámicas sociales de naturaleza más
amplia, como la crisis económica que, sin duda, también colabora lo suyo a la
realidad de la universidad. Pero creo que con los tres factores expuestos es
suficiente para hilvanar el pronóstico del final de la burbuja.
No hay que olvidar que en la elaboración del pronóstico está también parte de la solución preventiva:
anticiparse definiendo, por cada universidad, qué
nicho de desarrollo, que tipo de proyecto universitario persigue y qué papel
quiere ocupar ella misma en el futuro, en su futuro.
Espero que el actual ministro
de educación (no por ser quien es, porque, como los anteriores, es transitorio)
no lea este comentario en este blog
porque, siendo como soy funcionario de la universidad, podría recriminarme por
las responsabilidades que seguramente no he cumplido adecuadamente. Pero,
aunque funcionario, no estoy “blindado
emocionalmente” para lo que pueda pasar en un futuro en la organización en
la que trabajo. Sabemos que la
felicidad tiene mucho que ver con el bienestar emocional.
Antonio, considero realmente acertada tu visión de la situación actual universitaria. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarSi en tu reflexión (aunque la has tratado de forma indirecta) añades la paradoja Universidades Publicas vs Universidades Privadas (ya sabes que yo trabajo en una universidad privada), la cosa se complejiza aun mas.
Con todo, , y dado el poco margen de maniobra que tenemos los docentes dentro de las decisiones que se toman en otras instancias, como rectorados, comunidades, ministerios, etc. me gustaría preguntarte tu opinión respecto al "alud" que se nos avecina, cuando realmente explote la burbuja universitaria. ¿Qué crees tú que va a suceder? ¿Cerrarán universidades al igual que están cerrando centros de investigación? ¿Perderán credibilidad nuestros títulos universitarios? ¿Qué universidades sobrevivirán? ¿Podemos hacer algo al respecto los docentes de a pie?
Ya sé que la respuesta a todos éstas preguntas es por lo menos otro post….si lo es, agradeceré enormemente a Roberto que te invite una vez mas…
Abrazo