miércoles, 12 de septiembre de 2012

Longevos y efímeros


Eva García Sáenz, diplomada en Óptica y actualmente personal contratado por la Universidad de Alicante, auto-publicó su novela ‘La Saga de los Longevos’ en Amazon.

Usó las redes sociales de Internet para lograr lectores, saliéndose de los cauces habituales en los que las editoriales ejercen una poderosa y caprichosa labor de filtrado. Solo puedo suponerlo, pero quizá la autora probó suerte en los canales usuales, fracasó al toparse con la elevada muralla de las todopoderosas editoriales y optó por servirse de un canal en el que es el lector quien elige.

Tuvo el éxito suficiente como para captar el interés de una de esas mastodónticas editoriales nacionales, sucumbiendo ante el tentador ofrecimiento de publicar su novela en el formato de toda la vida. Su duro trabajo fue, así, vampirizado por el establishment.

El primer capítulo de ‘La Saga de los Longevos’ promete algo que luego no se cumple, pero la idea general de la historia es interesante: una familia que presenta una mutación genética que impide que sigan cumpliendo años al llegar a la treintena (“las mismas personalidades chocando a lo largo de los siglos una y otra vez (…) una larga vida, el sueño de la inmortalidad con el que todo humano fantasea, no hacía sino alargar los conflictos, las desavenencias, el sufrimiento”). La autora usa la hipótesis de la telomerasa para justificar la ausencia del declive que acompaña al paso de los años. Mientras que en los efímeros mortales los telómeros van reduciendo su tamaño con las sucesivas duplicaciones del ADN, ese proceso se detiene en los longevos que protagonizan la historia (“ellas habían aportado los supresores del cáncer y mi padre la mutación de la telomerasa activa; solo heredando ambas mutaciones los hijos sobrevivíamos a los tumores”).


El padre de la familia y uno de los hijos acumulan varios miles de años en la Tierra (28.000, para ser exactos) habiendo pasado por experiencias directas que cuestionan la interpretación oficial de la historia (“fingir no saber lo que viví”). Un segundo hijo proviene del pueblo escita y la hija fue fecundada en el periodo de auge celta.

El núcleo de la narración se concentra en Cantabria, lugar de origen de la familia, concretamente una cueva de Puente Viesgo (“Héctor nació en el vestíbulo de la Cueva del Castillo, a comienzos del Gravetiense”). En el presente los tres miembros varones dirigen el museo arqueológico de la comunidad autónoma, mientras la chica investiga sobre las causas de la longevidad de su familia. A este pequeño grupo se une Adriana, una joven arqueóloga que regresa a Santander después de un periplo profesional jalonado de éxitos y que se enamora del hermano mayor poco después de ser contratada por el museo. Naturalmente, a la atractiva arqueóloga le cuesta lo suyo aceptar el carácter excepcional de su nuevo amante y de su familia (“tú lo que necesitas es darle a todo un nombre científico, que una revista con factor de impacto bien alto le dedique un artículo”). García aprovecha para trazar un bonito paralelismo con el escepticismo del mayor experto en prehistoria que negó la autenticidad de las Cuevas de Altamira descubiertas por el antepasado de Emilio Botín, pero que tuvo el valor de retractarse años después.

Hay una cierta combinación entre las historias pasadas de la familia y el momento presente, incluyendo el inexplicable suicidio de la madre de Adriana, famosa psicóloga de la región que trataba casos especialmente complicados.

La narración no tiene la fuerza y la frescura que, como dije antes, hace augurar la lectura del primer capítulo. El modo de contar la historia es demasiado descafeinado, aunque el leit motiv hubiera dado para usar una mayor fuerza narrativa. Incluso hay fallos clamorosos, como el reseteo del cerebro de Iago en uno sus viajes a California: en dos momentos de la historia no se sabe, al menos este lector no sabe, si conoció o no a Adriana antes de ese viaje. Quizá pueda corregirse en futuras ediciones.

A la autora le habría venido de perlas releer algunas de las novelas de Crichton para empaparse de su estilo y aumentar el carácter trepidante que su historia hubiera podido tener. Posee los ingredientes para alcanzar esa meta, pero el modo en el que se cocinan es francamente mejorable.

Con todo, es muy de agradecer el esfuerzo de García Sáenz por contarnos una historia diferente a las que pueblan el desolador panorama literario de la actualidad, más preocupado por vender que en apostar por la novedad, por la originalidad.

Una réplica de lo que sucede en el cine. Pero esta es otra historia.

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