martes, 4 de septiembre de 2012

Junk Science


Dan Agin es el autor de esta obra (Junk Science) publicada en 2006 y destinada a airear situaciones en las que políticos y multinacionales tergiversan la ciencia para usarla con malévolas intenciones. Sería una “ciencia corrupta en objetividad y método para convertirse en el instrumento de quienes desean controlar la opinión pública”. Al menos esa es la tesis de este profesor emérito de neurociencia por la Universidad de Chicago.

Usa un lenguaje directo en el que, con frecuencia, se aprecian signos de agresividad y condescendencia. En sí misma, esa estrategia no tiene por qué convertirse en un rasgo negativo. Sin embargo, algo que tampoco es raro, sus particulares sesgos salen a relucir con un entusiasmo que despierta el escepticismo del lector (al menos de este lector).

Arremete contra las empresas de la alimentación (dietas, transgénicos, etc.), las tabacaleras, las farmacéuticas, la psicoterapia (“mucha gente, entre la que me cuento, cree que la psiquiatría desaparecerá en este siglo … por lo que respecta a las terapias psicológicas, no puedo ser tan optimista”), la contaminación ambiental (“esa forma de vampirismo es tan estúpida que puede acabar con todo”), los escépticos del calentamiento global, la venta de armas, los defensores del diseño inteligente (“la idea general que Darwin presentó sobre la evolución de la vida en la Tierra está tan aceptada como la de que una molécula de agua está formada por un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno”), las prohibición de investigar con células madre (“la relación que guarda un blastocito con una persona es similar a la de una bellota con una encina … un blastocito es tan humano como un tumor”) o el determinismo biológico asociado a la inteligencia humana (“cuando se cree que cualquier comportamiento humano posee una base genética, se cae de inmediato  en el determinismo biológico”).

A pesar de la variedad de temas, Agin se despacha con todos ellos con una asertividad sospechosa. Quizá porque es editor jefe de ‘Science Week’. Quién sabe.

No duda en absoluto de que el calentamiento global existe y es producto de la mano del hombre. Abraza sin reservas las bondades de los alimentos transgénicos. El capital de las farmacéuticas secuestra la independencia de la investigación médica (“tenemos que luchar para que todos obtengan los fondos necesarios sin que, para ello, deban falsificar datos y resultados”). La evolución es un hecho demostrado. Quienes sostienen que existe una influencia genética sobre las variaciones de capacidad intelectual son pseudocientíficos. Y así sucesivamente.

El autor padece animadversión hacia los científicos alemanes. Varios de los ejemplos de corrupción corresponden a investigadores de ese origen, desde la medicina molecular a la microelectrónica. Señala que el número de casos de fraude científico es ‘muy significativo’. Usando datos del NIH entre 1993 y 1997 para un 0.0004% de artículos publicados, se apreció que al menos 61 científicos habían falsificado datos.

Agin se contradice, pero no le importa. En su defensa de los alimentos transgénicos escribe que “a lo largo de varios siglos, los granjeros y agricultores han recurrido a la selección y el cruce para mejorar las características de las plantas”, pero, por alguna razón, ese argumento no vale para los humanos cuando ataca ferozmente las conclusiones de los científicos que sostienen que la diferencias intelectuales de la población se encuentran influidas (influidas, no determinadas) por las variaciones genéticas y que ese hecho posee consecuencias reales.

El autor deja para el final un capítulo dirigido a la inteligencia humana. Revisar sus contenidos hace dudar de la precisión y objetividad con la que trata los demás temas de su obra. Escribe cosas como la siguiente: “lo verdaderamente preocupante es que se ha llegado a postular la existencia de una presunta inteligencia general que sería fruto de la herencia genética, y, por tanto, inmutable”.

Agin se explaya en la relevancia del ambiente uterino para el desarrollo intelectual, pero no explica en qué sentido o cómo su eventual importancia atenúa el efecto de las diferencias genéticas. Y, por cierto, los científicos no han pasado por alto la relevancia de ese ambiente materno.

Odia a Arthur Jensen, centrando prácticamente todo el capítulo en lo que él supone que propone este psicólogo: “bastará otra generación más para que sus ideas, así como el consabido factor g, se hayan desvanecido”.

Además, considera que ‘The Bell Curve’, obra publicada en 1994 por Richard Herrnstein y Charles Murray, “carece de toda base científica y es completamente irrelevante”.

Termina citando a Howard Gardner para concluir, usando un argumento de autoridad, que la investigación psicológica de la inteligencia “está completamente desacreditada”.

En el epílogo expresa un valioso mensaje: “cuando se cree que la opinión pública es lo suficientemente tonta para creerse cualquier cosa, pronto se cae en la demagogia. El recurso a la manipulación y la pseudociencia es uno de los más habituales en el escenario político actual, algo que demuestra la estima en que nos tienen nuestros gobernantes. No nos extrañe que, llegado el momento, se excusen en el bien común para imponer nuevas normas y prohibiciones”.

Y añade que los medios de comunicación “no existen para servir a los ciudadanos, sino para venderles información y entretenimiento, obteniendo ingresos nada desdeñables gracias a la publicidad”.

Casi clausura con la siguiente declaración: “no es extraño que los grandes especialistas en un área de investigación pasen por ignorantes cuando se les pregunta por cualquier otra disciplina”.

Correcto, pero ¿por qué Agin se excluye de esta categoría y evita admitir que él también puede equivocarse (gravemente) cuando habla de algo que no sea neurociencia, su propia especialidad?

Nunca se sabe dónde se puede encontrar la ‘Junk Science’, la ciencia basura.

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