Dan Agin es el autor de esta
obra (Junk Science) publicada en 2006
y destinada a airear situaciones en las que políticos y multinacionales
tergiversan la ciencia para usarla con malévolas intenciones. Sería una “ciencia corrupta en
objetividad y método para convertirse en el instrumento de quienes desean
controlar la opinión pública”. Al menos esa es la tesis de este profesor
emérito de neurociencia por la Universidad de Chicago.
Usa un lenguaje directo en el que,
con frecuencia, se aprecian signos de agresividad y condescendencia. En sí
misma, esa estrategia no tiene por qué convertirse en un rasgo negativo. Sin
embargo, algo que tampoco es raro, sus particulares sesgos salen a relucir con
un entusiasmo que despierta el escepticismo del lector (al menos de este
lector).
Arremete contra las empresas de la
alimentación (dietas, transgénicos, etc.), las tabacaleras, las farmacéuticas,
la psicoterapia (“mucha gente, entre la que me cuento, cree que la psiquiatría desaparecerá
en este siglo … por lo que respecta a las terapias psicológicas, no puedo ser
tan optimista”), la contaminación ambiental (“esa forma de vampirismo es tan estúpida que
puede acabar con todo”), los escépticos del calentamiento global, la
venta de armas, los defensores del diseño inteligente (“la idea general que Darwin presentó sobre la
evolución de la vida en la Tierra está tan aceptada como la de que una molécula
de agua está formada por un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno”),
las prohibición de investigar con células madre (“la relación que guarda un blastocito con una
persona es similar a la de una bellota con una encina … un blastocito es tan
humano como un tumor”) o el determinismo biológico asociado a la
inteligencia humana (“cuando se cree que cualquier comportamiento humano posee una
base genética, se cae de inmediato en el
determinismo biológico”).
A pesar de la variedad de temas, Agin
se despacha con todos ellos con una asertividad sospechosa. Quizá porque es
editor jefe de ‘Science Week’. Quién sabe.
No duda en absoluto de que el
calentamiento global existe y es producto de la mano del hombre. Abraza sin
reservas las bondades de los alimentos transgénicos. El capital de las
farmacéuticas secuestra la independencia de la investigación médica (“tenemos que luchar
para que todos obtengan los fondos necesarios sin que, para ello, deban
falsificar datos y resultados”). La evolución es un hecho
demostrado. Quienes sostienen que existe una influencia genética sobre las
variaciones de capacidad intelectual son pseudocientíficos. Y así
sucesivamente.
El autor padece animadversión hacia
los científicos alemanes. Varios de los ejemplos de corrupción corresponden a
investigadores de ese origen, desde la medicina molecular a la
microelectrónica. Señala que el número de casos de fraude científico es ‘muy
significativo’. Usando datos del NIH entre 1993 y 1997 para un 0.0004% de
artículos publicados, se apreció que al menos 61 científicos habían falsificado
datos.
Agin se contradice, pero no le
importa. En su defensa de los alimentos transgénicos escribe que “a lo largo de
varios siglos, los granjeros y agricultores han recurrido a la selección y el
cruce para mejorar las características de las plantas”, pero, por
alguna razón, ese argumento no vale para los humanos cuando ataca ferozmente
las conclusiones de los científicos que sostienen que la diferencias
intelectuales de la población se encuentran influidas (influidas, no
determinadas) por las variaciones genéticas y que ese hecho posee consecuencias
reales.
El autor deja para el final un
capítulo dirigido a la inteligencia humana. Revisar sus contenidos hace dudar
de la precisión y objetividad con la que trata los demás temas de su obra.
Escribe cosas como la siguiente: “lo verdaderamente preocupante es que se ha llegado a
postular la existencia de una presunta inteligencia general que sería fruto de
la herencia genética, y, por tanto, inmutable”.
Agin se explaya en la relevancia del
ambiente uterino para el desarrollo intelectual, pero no explica en qué sentido
o cómo su eventual importancia atenúa el efecto de las diferencias genéticas.
Y, por cierto, los científicos no han pasado por alto la relevancia de ese
ambiente materno.
Odia a Arthur Jensen, centrando prácticamente todo el capítulo en lo que él
supone que propone este psicólogo: “bastará otra generación más para que sus ideas, así como el
consabido factor g, se hayan desvanecido”.
Además, considera que ‘The Bell Curve’, obra publicada en 1994
por Richard Herrnstein y Charles Murray,
“carece de toda
base científica y es completamente irrelevante”.
Termina citando a
Howard Gardner para concluir, usando
un argumento de autoridad, que la investigación psicológica de la inteligencia
“está
completamente desacreditada”.
En el epílogo expresa un valioso
mensaje: “cuando
se cree que la opinión pública es lo suficientemente tonta para creerse
cualquier cosa, pronto se cae en la demagogia. El recurso a la manipulación y
la pseudociencia es uno de los más habituales en el escenario político actual,
algo que demuestra la estima en que nos tienen nuestros gobernantes. No nos
extrañe que, llegado el momento, se excusen en el bien común para imponer nuevas
normas y prohibiciones”.
Y añade que los medios de comunicación
“no existen para
servir a los ciudadanos, sino para venderles información y entretenimiento,
obteniendo ingresos nada desdeñables gracias a la publicidad”.
Casi clausura con la siguiente
declaración: “no
es extraño que los grandes especialistas en un área de investigación pasen por
ignorantes cuando se les pregunta por cualquier otra disciplina”.
Correcto, pero ¿por qué Agin se excluye de esta categoría y evita admitir
que él también puede equivocarse (gravemente) cuando habla de algo que no sea
neurociencia, su propia especialidad?
Nunca se sabe dónde se puede
encontrar la ‘Junk Science’, la
ciencia basura.
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