Caminando por el norte de España tuve encuentros esporádicos,
pero intensos, con dos genuinos individuos.
Uno de ellos, originario de la localidad lucense de Sarria,
había regresado a su casa porque su padre había fallecido y debía arreglar sus
asuntos. Jamás estaba en ella debido a su ocupación habitual, guía en
actividades de alta montaña a lo largo y ancho del planeta.
Me disponía a reponer fuerzas en una soleada terraza acompañado
por dos bilbaínos y dos suecas cuando, sin previo aviso, un individuo
estrafalario comenzó a pegar la hebra con nosotros, así, como quien no quiere
la cosa.
Fue una de las comidas más divertidas que recuerdo desde hace
tiempo. Botellín tras botellín fue narrando sus aventuras en el K2, el Himalaya
o el Kilimanjaro. Por su aspecto, y por la ingesta de alcohol de la que hacía
gala, se podía haber esperado que desgranase una sarta de barbaridades. Nada de
eso. Era un exquisito conocedor de detalles que únicamente pueden poseerse a
través de la experiencia directa. Y, además, hacía palidecer las habilidades narrativas
de los asiduos al club de la comedia.
Su precoz temblor nervioso, seguramente producto de la
exposición prolongada y repetida a durísimas condiciones, no impedía una fluida
exposición de hechos como el de que la simple colocación de una tienda en el
campamento base del Himalaya conlleva
un desembolso de $ 50.000 (el negocio del turismo exótico) sin importar que se
vaya a realizar ninguna actividad más. O la subida nocturna, terroríficamente peligrosa
y en poco más de 16 horas, al mítico Mont
Blanc.
Por la tarde-noche me lo encontré, completamente borracho, en
las inmediaciones del albergue de peregrinos. Apenas podía articular palabra. Sentí
tristeza.
Días después estaba sentado en otra pequeña localidad, esta
vez de La Coruña, disfrutando del reconfortante humo de mi pipa, cuando se me
acerca un andaluz residente en Tarragona para interesarse por el tabaco que
estaba degustando.
Sin solución de continuidad me espeta que es Coach personal,
que asesora a gente con problemas y que, además, vive de eso. 'Pues qué bien', le devuelvo con relativa
frialdad. Pero no la suficiente como para evitar que me pregunte si puede
sentarse a mi mesa para contarme algunas anécdotas. Por supuesto, no le
interesa lo mas mínimo de quién soy (como suelen preguntar en Andalucía) ni de
dónde vengo (por simple educación).
Según su filosofía, basada en las secuencias
cuánticas (SC) descubiertas por un médico catalán (cuyo nombre decidí
olvidar) cualquier personas puede cambiar y lograr lo que realmente desea. Comienzo
a percibir un sudor frío, pero él no se da cuenta. Y sigue y sigue sin cesar,
incluso poniéndome como ejemplo que él y su hermano gemelo son absolutamente
diferentes. Si eso es posible, ¿cómo puede ser imposible cualquier otra cosa?
Tengo la desgracia de que se hospeda en mi mismo albergue, así
que vuelve a la carga con el tratado del médico antes mencionado --que lleva
consigo como preciada joya-- y me pregunta (a) cuándo nací, (b) cómo me llamo
(nótese que todavía no me lo había preguntado después de dos horas de conversación)
y (c) cómo me llamaban mis padres cuando era un pobre niño.
Le respondo y comienza a hacer una serie de cálculos, usando
el tratado, para localizar la página en la que se encuentra la descripción de
cinco líneas que, según él, cambiará mi vida para siempre (no estoy
exagerando). Leo en voz alta para que comience a percatarse de que me dispongo
a destrozarle (dialécticamente).
El perfil no solamente es lamentable, sino patético. Coger al
azar cualquier descripción de horóscopo barato rendiría mejores frutos. La
secuencia cuántica viene a ser una especie de astrología asociada a la lectura
del iris que este individuo, y sus amigos psicólogos (leyeron bien, psicólogos)
usan regularmente para diagnosticar a sus clientes y diseñar una intervención.
Ya no puedo resistirme más y le digo 'de quién soy'. Palidece, cierra el
libro y dice que mejor se va a dormir porque a la mañana siguiente le espera un
día muy duro. Esta vez le creo.
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