Volver a leer obras clave de la literatura universal es un ejercicio reconfortante.
Eso hice con los mosqueteros de Alexandre Dumas recuperando hechos que tenía olvidados –y que las diferentes versiones cinematográficas o abreviadas omiten—pero que resultan sorprendentes.
En el capítulo 1 el autor ayuda al lector a hacerse una idea de cómo es D’Artagnan recurriendo a un personaje de ficción bastante conocido en las letras españolas: “hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a don Quijote a los dieciocho años, un don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un don Quijote revestido de un jubón de lana”. Su montura se compara a Rocinante. Ahí es nada.
En el capítulo 2 describe la trayectoria del señor de Tréville, jefe de los mosqueteros del Rey, de modo tal que haría las delicias de Richard Herrnstein y Charles Murray: “había empezado (su carrera) sin un cuarto, pero con ese caudal de audacia, de ingenio y de entendimiento que hace que el más pobre hidalgucho gascón reciba con frecuencia de sus esperanzas de la herencia paterna más de lo que el más rico gentilhombre recibe en realidad”. Un sustancial alegato a la meritocracia.
Descubrimos en el capítulo 9 que Ana de Austria, la mujer del Rey de Francia, era española. Y algo después llegamos a saber que el cardenal Richelieu, al igual que el duque de Buckingham, estaba perdidamente enamorado de ella (“lo que realmente se ventilaba en esta partida –La Rochelle—que los dos reinos más poderosos jugaban por el capricho de dos hombres enamorados, era una simple mirada de Ana de Austria”). El autor francés no tiene reparo en confesar la extraordinaria belleza de la reina (capítulo 16) –por cierto, la enamorada de Aramis también está vinculada a iberia. ¡Ay las mujeres españolas!
Dumas recoge aquí y allá para reforzar su narración. De ahí el famoso ‘todos para uno y uno para todos’ divisa de los mosqueteros. Pero hace tiempo supimos que existe la posibilidad de que esta divisa le fuese robada al tercer gran hombre de la Europa de aquella época, el conde-duque de Olivares, a quien, extrañamente, el novelista nunca menciona.
No de desperdicia la oportunidad para criticar las campañas militares: “lanzó un suspiro sobre aquel extraño destino que lleva a los hombres a destruirse unos a otros por intereses de personas que les son extrañas y a que a menudo no saben siquiera que existen”.
Una curiosidad: en el famoso baile en el que la reina debe mostrar el collar que le dio en prenda a Buckingham –y que los mosqueteros le ayudan a recuperar a tiempo—el cardenal Richelieu se viste de caballero español. ¿Signo de distinción?
Veamos ahora cómo cobra relevancia la personalidad en la narración del novelista: “un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hipócrita no llora con las mismas lágrimas que un hombre de buena fe. Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro”. Un varapalo para quienes igualan conducta a personalidad, ¿no?
Otra de las perlas de Dumas se descubre cuando Milady está presa en Inglaterra y logra seducir a Felton para escapar y, de paso, lograr que este puritano inglés acabe con la vida de Buckingham: “un puritano no adora más que a las vírgenes, y las adora juntando las manos. Un mosquetero ama a las mujeres, y las ama juntando los brazos”. ¡Ole!
En el capítulo 57 se relata cómo Buckingham había sido “enviado como embajador a España, donde iba a pedir la mano de la infanta para el rey Carlos I, que no era entonces más que príncipe de Gales”. Este episodio forma parte de la serie del capitán Alatriste firmada por un confeso admirador de Dumas, Arturo Pérez-Reverte.
En fin, una deliciosa novela de aventuras que gira alrededor de Athos, Porthos, Aramis y D’Artagnan. No tengan reparos en volver a leerla si la tienen olvidada en su estantería. Menos K. Follett y más A. Dumas…
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